Thamár y Amnón habían nacido el mismo día a la misma hora y en el mismo lugar, de manera que no podía resultar extraña tanta imagen y semejanza, ni menos aún las señales de un destino común. Así lo delataba el mapa del cielo cuando ambos nacieron y todos sabemos que los mapas del cielo están ahí precisamente para no equivocarse jamás.
Sin embargo y a pesar de tanta coincidencia, no eran idénticos: Thamár era una niña azul y golondrina y Amnón, un jovencito prisionero de sus sentidos.
Amnón tenía la cabeza llena de ideas y Thamár, puros pajaritos y nidos de colores.
A Amnón le gustaban las matemáticas y a Thamár, resolver crucigramas y jeroglíficos a la hora de la siesta.
Thamár pensaba que el mundo estaba ordenado de acuerdo a una lógica que a ella le resultaba incomprensible y Amnón, como le habían enseñado sus padres, tenía la certeza de que solo sobrevive el más fuerte y que el tiempo cura todas las heridas.
Thamár sentía piedad por las alas de las mariposas muertas al despuntar sus vuelos y Amnón sobrevivía a un ardor intenso entre sus piernas cuando Thamár pasaba corriendo a su lado y agitaba al viento sus vestiduras de virgen blanca.
Thamár vio que el camino la estaba cercando y Amnón terminó de hacer lo que el destino había trazado.
Amnón... Thamár.
Porque eran iguales y distintos tenían que enamorarse.
Porque eran iguales y distintos entraron juntos en la cama una tarde de verano radiante. Juntos fueron el fuego y la luz. Juntos, tarde en la tarde y
estallidos de sol. Juntos conocieron los misterios del origen y el secreto del placer que llevaban prendidos en la piel. Porque eran iguales. Porque eran el mismo, la misma, tan desnudos y dormidos con la muerte entre las sábanas, a la misma hora, el mismo día y en el mismo lugar, abrazados en el letargo de ese mapa dibujado en el cielo cuando nacieron el mismo día a la misma hora en el mismo lugar .