Nativa
Fui al mercado a comprar cadenas,
gruesas cadenas para ti, mi amor.
Jacques Prevert
Cuando le dijeron Nativa ella sonrío. Una idea absurda atravesó fugazmente por su imaginación. Pensó en la furia de los volcanes justo antes de entrar en erupción. Él advirtió su gesto y no tuvo que adivinar, porque el pensamiento estuvo dándose vueltas entre la vegetación y quedó, por algunos segundos, enredado entre los mantos de Eva y los troncos con que habían fabricado su casa en un claro de luna, cerca del lago.
Él brindó con ese que sería el cuerpo de sus delitos y cerró los ojos mientras la acariciaba bajo el agua. Con la urgencia de un deseo profundo quiso aprenderla de memoria como una lección pendiente, extraviado en la forma de sus piernas, fascinado con la suavidad de su piel transparente.
Ella lo besaba con desesperación para grabarlo en el archivo de su memoria. Nadaba en el humor acuoso de sus ojos tristes y le mordía los labios. Buscaba con sus manos todos los rincones de ese cuerpo que tanto amaba desde tiempos inmemoriales.
Entonces él entendió que ella era música que sonaba con dolor, con urgencia, con olor a nardos, con sabores desconocidos.
Bastó, nada más, un simple movimiento de placas subterráneas para que la alquimia estallara en una convulsión de embriaguez y lágrimas, donde ella fue una mujer perdida en los laberintos de un amor desconocido, y él, un hombre, mucho más que todo un hombre.
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