La catástrofe
A Thomas Harris, mi poeta, mi amor.
Vivíamos en Emilia Téllez con Coventry o Hamburgo, esquina del narcotráfico y de los bares de muerte lenta que frecuentaba Rodrigo, y del negocio del chino que nos surtía de manera ilegal, sin la correspondiente patente de alcohol.
—Tengo una petaca —le decía a Rodrigo, cuando lo veía transitar por las mañanas muy temprano azotado por los temblores de la abstinencia.
—No tengo ni uno —respondía Rodrigo, encogiendo los hombros, gesto que le hacía temblar aún más, las manos y la barbilla.
—No te pleocupe, amigo, paga después otlo día que viene con tu señola.
Rodrigo se daba vuelta los bolsillos de los pantalones raídos que usaba de día y de noche: que el chino no fuera a creer que teniendo plata no quería pagar la botella de Control 35 grados a la sombra, con que nos dábamos latigazos los fines de semana, feriados, fiestas de guardar y hasta miércoles para que no se alargara tanto la semana.
Era una barrio triste, sin embargo, Rodrigo y yo éramos demasiado felices en el departamento arrendado en el 4 piso sin ascensor.
Era el 2 de mayo. La mañana había amanecido gris y levemente lluviosa. El día anterior había terminado de pasar dándome un trabajo enorme, porque tuve que trasladar a Rodrigo desde la clínica donde los cirujanos asesorados por magos y ángeles, le habían inventado un nuevo pie, tras la gran volada, desde nuestro dormitorio, el salto al desafío de las leyes de gravedad, con que nos quiso demostrar su inmortalidad el sábado anterior cuando abril, el mes más cruel cerraba la caja.
Rodrigo no se quejaba de dolor, no se quejaba de los tres meses que debería estar en cama sin cambiar de posición por el daño en su columna que pudo dejarlo en silla de ruedas y para que el pie pudiera restablecerse y el hueso perdido volviera a nacer como una cola de lagartija.
Rodrigo no se quejaba de dolor, ya lo dije. Rodrigo se quejaba suave y leve porque en su destino no estaba aún abandonar este mundo y este mundo sin alcohol se tornaba en espacio inhabitable. Rodrigo: alcohol nunca más en su vida, entonces Rodrigo no deseaba la vida. Estaba ahí, solo, con su enorme y desolada decisión. Y estaba yo con un inmenso amor, tan inmenso como mi inocencia de pensar que con puro amor yo podría salvarlo o ayudarlo a salvarse.
Después de almuerzo, la lluvia se volvió insistente. No teníamos teléfono y sólo estábamos Rodrigo, la lluvia, yo y una niebla gris sobre los techos de los edificios: una niebla tan triste, yo no sé, que se me metía en el alma, mientras Rodrigo en la cama, nuestra cama, que conocía todos nuestros secretos, ahora era la visión de la tumba que lo hacía murmurar con amargura: ¡por qué mierdas sigo vivo!
Yo miraba por la ventana del comedor cómo caía la lluvia. Era incapaz de todo, excepto de observar el gris de las cuatro de la tarde, cuando la lluvia ya era un manantial incontenible corriendo por Emilia Téllez con un ruido infernal: un agua café arrastraba piedras, palos y animales muertos. Emilia Téllez, quién habrá sido esa señora Emilia Téllez que prestaba su nombre para una calle de pesadilla cuyas aguas empezaban a entrar en los primeros pisos del condominio.
Corrí al dormitorio y le grité a Rodrigo que alcanzaba a escucharme desde la lejana somnolencia en que lo mantenía la medicación del siquiatra:
—Mi amor, el agua sigue subiendo. Ya va en el primer piso. No se ve gente en la calle, el agua está empezando a mover los autos estacionados afuera.
Rodrigo no era Rodrigo, Rodrigo era un cuerpo que miraba fijamente hacia ninguna parte.
—Hasta trae piedras, mi amor, piedras grandes como rocas, capaz que la cordillera se esté deshaciendo.
Me miró sin verme. Traté de sonreír.
—Mi tesoro, es terrible, si pudieras ver lo que yo veo.
—Y si tú pudieras ver lo que yo veo, me dijo.
Me acerqué a abrazarlo fuerte para darle mi calor, mi necesidad de que estuviera vivo, porque yo lo necesitaba conmigo.
—Esto es terrible, —insistí —nos vamos a morir juntos, tan temprano, si ni siquiera nos alcanzó la vida parta construir el arca, mi amor, le dije y acompañé la lluvia con algunas lágrimas caídas como ángeles.
Me miró otra vez sin verme. Sus ojos bellos, sin amor, sin odio, sin esperanza, sus ojos vacíos, sin sorpresa, sin futuro, sus ojos por los que yo había aprendido a mirar tantas cosas.
Pensé en lamentarme de mi suerte, esa era mi tragedia, la misma de mis heroínas trágicas de novelas de poca monta y malos ejemplos, porque son falsos, y yo quería creer que podía ser cierto. Ni siquiera me daba el alma para sentir lástima o piedad de mí.
Nunca más habló Rodrigo. Abría y cerraba sus ojos llenos de pestañas mientras el agua seguía subiendo y la calle sonaba como el río Turbio del Elqui de nuestra infancia, la de Rodrigo y la mía, arrastrando todo en su caudal.
Nos había costado tanto comprar cada una de las cosas que teníamos: la mayoría eran regalos, muebles viejos. El comedor que ya venía de paso por varias casas. El estante frailero que mi hermana había dado de baja en Curicó se llenó de libros y adornos para la suerte, pequeñas macetas con plantas, algo que se pareciera a la vida. Y había cojines laboriosamente bordados por mí.
Y nos sentíamos felices: éramos tremendamente felices, yo lo tenía a él y él me tenía a mí. Vivíamos la plenitud del amor verdadero después de tantos fracasos y de idas y venidas por el tiempo, cada uno, con sus propias cruces.
Pero el agua siguió subiendo y yo tenía que rescatar algo, una sola cosa porque no íbamos a sobrevivir. Rescatar una sola cosa, de entre tantas posibles, no había tiempo, no había nada más.
Corrí por el departamento buscando el objeto preciso, algo que pudiera sobrevivir; algo que valiera más que los diamantes, más que todas las estrellas, más que todos los bosques con sus fragancias, más que todo lo que pudiera existir de valor en el mundo real o imaginario. Pero cómo te sacaba, Rodrigo, pesabas poco, pero mucho para mis estragadas fuerzas; eras un cuerpo castigado por el peso de tanta realidad.
Y no puede sacarte, mi amor, te perderías en el río de piedras entre los animales muertos y los trozos de madera. Y como no pude llevarte a ti, mi amor herido, mi montón de escombros, nada entre las sábanas, entonces corrí al lavadero y busqué la bolsa que me entregaron en la clínica con tus pertenencias: un jeans cortado con tijeras, manchado de sangre oscura, tan oscura como tu pena, nuestra argolla de ese matrimonio que inventamos juntos y un calcetín azul donde estaba el hueso perdido que tanto buscó el cirujano y su equipo, esa tarde de sábado en que llegué contigo; querían ese hueso para instalarlo en el lugar donde estuvo desde que nacieras, Rodrigo, amor mío, y que yo ahora me llevaba para siempre como un trofeo, arrastrada en el río Turbio de Emilia Téllez con Bremen hacia Coventry, hacia abajo, hacia el río Morado, sumergiéndome con el calcetín en alto, rescatando tu hueso pequeño y amarillento, como un diente de leche, buscando al ratoncito que seguramente no encontraría nada debajo de tu almohada.
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