CRISTÓFORO D’ANJEAU salió esa mañana más temprano que de costumbre. Sus gruesos tacones habían dejado la misma huella que los días anteriores sobre esa nueva capa de nieve virgen que, por segunda semana, reposaba sobre la ciudad.
La vestimenta de Cristóforo D’Anjeau era la de un minero en plena obra y su canto el de un monje benedictino. Así salía esta mañana rumbo al mercado, así volvería por la tarde, con su cara marcada por el trabajo.
Tomó la calle larga, aquella que desembocaba en el muelle, donde se divisaban los puestos de frutas y pescados y continuó dejando huellas de tacón sobre la nieve y cantos benedictinos sobre las ramas blancas de invierno.
Una de las notas musicales, un do sostenido, salió de su boca, fue transportada en una nube de vapor que el mismo produjo y se posó en el gancho de un cerezo, desnudo de toda primavera. Allí estaba aquel gorrión que había dejado su voz en un cuento para niños. Ese que dejó de cantar antes que cayeran los primeros copos de nieve y que, desesperado por su silencio de gorrión, se posaba día a día en el mismo lugar, a la espera de poder coger aunque fuera tan sólo una nota musical.
Y ahora, la oportunidad se había dado. Por fin había podido coger aquel sonido, envuelto en ese vaho que se dejaba ver en forma de nube. Esa masa de aire visible, emanada de la garganta de Cristóforo D’Anjeau, era su salvación. Al fin -pensó con su mente de ave de ciudad- podré volver a cantar. Aunque sea con una solo nota, aunque sea únicamente con ese do sostenido.
El gorrión cogió la nube y la aspiró profundamente, llevándose al fondo de su cuerpo esa parte de Cristóforo D’Anjeau que a nadie parecía interesar.
Y así cantó todo el día un do sostenido, una melodía que por su naturaleza y por ser robada, no admitía variaciones:
-Dooo - do - do- dooo...
Cristóforo D’Anjeau llegó al mercado, al igual que lo hacía diariamente, dando fuertes taconazos y entonando la misma canción benedictina. Sin embargo antes de detenerse en el primer puesto de verduras, se percató que había perdido una parte importante de su ser. Le faltaba un do, y sin él, Cristóforo D’Anjeau sintió que no era el mismo. De ello se percataron de inmediato los caseros, quienes se negaron a saludarlo. No lo conocían. No podía ser Cristóforo D’Anjeau quien, vestido como minero y con sus enormes tacones, entonara una canción benedictina que no tuviera un sonido de do. Y, por tanto lo ignoraron, lo rechazaron y se negaron a negociar con ese ser mutilado, sin un do para cantar su canto benedictino.
Cristóforo D’Anjeau, acongojado, emprendió el retorno a casa. Volvió con sus tacones a marcar los mismos pasos que habían quedado grabados a su ida y que ahora, más limpios de nieve, también parecían ignorarlo.
Al pasar frente al cerezo, escuchó un insolente sonido. Monótono, pero a la vez maravilloso:
-Dooo - do - do - dooo.
-¡Es mi do! -se dijo- Oigo mi do en alguna parte. Alguien se ha robado toda mi identidad con el mayor descaro.
El gorrión escuchó este lamento, mezcla de súplica y reproche y cantó nuevamente en forma monótona:
-Dooo - do - do - dooo.
Al oírlo nuevamente, Cristóforo D’Anjeau se detuvo y mirando hacia el cerezo desnudo, lo increpó:
-¡Devuélveme mi do, pájaro insolente! -y luego en tono de lamento- ¡me has mutilado en esta fría mañana! He perdido mi trabajo, mis amigos, todo mi yo.
El gorrión miró a ese hombre vestido de minero, a sus gruesos tacones y se sintió fuertemente conmovido. Entonces voló para posarse sobre el hombro derecho de Cristóforo D’Anjeau. Éste reemprendió la marcha, entonando nuevamente su canto benedictino. Cada sonido que topaba con la falta de un do, era suplido por el que emitía aquel gorrión de invierno. La combinación era tan perfecta, que Cristóforo D’Anjeau, desde aquel día de invierno camina por las calles con un gorrión sobre su hombro derecho, entonando una canción benedictina. Con sus propias notas musicales y con un do de ave solitaria que aparece tantas veces como lo requiere la melodía.