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Jorge Biggs

 

MARÍA ESPERANZA


EL DÍA DIECISIETE de Septiembre, a las cuatro con cincuenta y cinco minutos, María Esperanza llegó al Aeropuerto Internacional. Su vuelo a Zurich, con conexión a Francfort, salía a las siete de la tarde, por lo que María Esperanza se sintió satisfecha de haber llegado con las dos horas de anticipación requeridas para este tipo de vuelos.
Su apariencia era impecable, como correspondía para un viaje transatlántico.
-No está bien -se había dicho tantas veces María Esperanza- que los jóvenes hoy en día emprendan largas travesías aéreas en blue jeans y camisas floreadas.
Su sombrero azul -que hacía juego con su cartera, su falda y sus zapatos- podían haber confundido fácilmente a más de un pasajero, pensando que María Esperanza era una aeromoza.
El viaje había sido preparado cuidadosamente durante tanto tiempo, que le resultaba difícil pensar siquiera que algo no fuese a ocurrir como estaba planificado. O lo que es peor: fuera de horario.
María Esperanza se había esmerado desde pequeña, en lograr la perfección. Así había sido enseñada por su tía Agatha que la recibió de pocos meses y quien aún, a sus ochenta y cuatro años, velaba por su bienestar.
María Esperanza se mostró muy complacida con ella misma, cuando a cada requerimiento de la encargada del despacho de pasajeros, ella podía contestar: “aquí tiene”. Pasajes: aquí tiene; pasaporte, visa, tamaño y peso del equipaje, todo: “aquí tiene”.
-He sorteado con éxito cada uno de los trámites de rigor -pensó.
María Esperanza se consideraba una pasajera modelo. Es cierto que había sentido una enorme frustración cuando, agobiada de recorrer hospitales y sanatorios, se le explicó que el Certificado de Vacuna Internacional ya no se extendía por el Ministerio de Salud. María Esperanza en todo caso logró que le aplicaran una dosis de vacuna antivarólica y obtuvo un certificado manuscrito del paramédico a cargo de un policlínico rural que no fue capaz de negarse a tan sano requerimiento.
Despachadas las maletas, cogió su cartera azul y se dirigió de inmediato a la sala de embarque. Faltaba más de una hora para que ella estuviera obligada a cumplir dicho trámite, pero ¿para qué postergar algo que en definitiva era inevitable? -se había preguntado María Esperanza mientras avanzaba por un largo pasillo, sujetando su cartera azul con la mano izquierda y moviendo la derecha como un soldado.
El vuelo 704 de Swissair embarcó a las siete, lo que hizo murmurar a María Esperanza que “los suizos no son tan exactos como sus relojes. Si embarcamos a las siete, decolaremos a las siete y media en el mejor de los casos.”
Decidió no dar mayor importancia a este pequeño inconveniente, cuando un sobrecargo terminó de explicarle que en un vuelo de dieciocho horas, treinta minutos se recuperan con facilidad.
Una vez a bordo, María Esperanza aguardó ser ubicada en el asiento número 24-A. El mismo que con tanto esmero habían elegido, tras largas discusiones, con Germán su fiel Agente de Viajes. Germán: el que había dedicado toda su paciencia y sus mejores esfuerzos, para hacer de este viaje algo inolvidable.
María Esperanza no temía a los aviones. Había leído muchos artículos -la mayoría del Rider’s Digest, antes de tomar la decisión de realizar el viaje- que dejaban claramente establecido que los aviones no se caían. Los accidentes ocurrían casi siempre por problemas atribuidos a “fallas humanas”.
-Pero -se preguntaba María Esperanza- ¿dónde no las hay?
Es por eso que había elegido la línea aérea Swissair, pues, ciertamente las posibilidades que los suizos se equivocaran eran mucho menores que la de los italianos, los españoles y ni hablar de los sudamericanos.
El avión tomó la pista mientras una azafata teutona, de enormes proporciones, señalaba las salidas de emergencia, el uso de la mascarilla de oxígeno -la que debe utilizarse respirando normalmente, repitió una voz metálica en tres idiomas- a mantener derechos los respaldos de los asientos y a demostrar el uso del chaleco salvavidas.
Iniciado el vuelo, María Esperanza se dejó atender como una verdadera suiza. Su sombrero le daba indudablemente una mayor prestancia que el resto de los pasajeros y si las aeromozas lo usaban durante toda la travesía, ¿por qué ella no?
El servicio de aperitivo comenzó tan pronto la aeronave hubo cruzado la cordillera de los Andes.
María Esperanza hizo caso omiso -y sólo se limitó a cambiar el cruce de su pierna derecha por sobre la izquierda- cuando su compañero de asiento -un hombre de incipiente barba- rozó una de sus rodillas con la palma de su mano. “Ha sido sin dudas un accidente” -se repitió mientras reiniciaba la lectura de la revista que le había regalado la aerolínea, la que consideraba como parte del precio del pasaje.
De pronto se sintió un fuerte estruendo y la enorme aeronave se sacudió con violencia. Inmediatamente se encendieron los avisos que indicaban el uso de los cinturones de seguridad y la prohibición de fumar, mientras el insistente “ding-dong” hizo que más de un pasajero comenzara a rezar en voz alta. Pero, María Esperanza había decidido no perder la compostura por lo que se limitó a enderezar la espalda, aferrándose a los brazos del asiento.
La próxima sacudida fue dos veces más fuerte y producto del movimiento, comenzaron a caer frazadas, maletines de mano, abrigos y demás efectos personales, que hasta antes de abrirse las pequeñas portezuelas de los compartimentos, se habían mantenido en perfecto orden suizo.
En ese momento, la voz del piloto anunció en español que el avión se encontraba en zona de turbulencias y pidió a los pasajeros que permanecieran en sus asientos con los cinturones de seguridad ajustados. María Esperanza no perdió la calma. El piloto tenía un fuerte acento suizo y ella bien sabía que los suizos no se equivocaban.
Cuando comenzaron a volar los vasos del servicio de cóctel, los gritos de los pasajeros se convirtieron en alaridos de terror. María Esperanza acomodó con la mano izquierda su sombrero azul -que insistía en desplazarse de un lado de su cabeza hacia el otro, de adelante hacia atrás- y con la derecha tomó la mascarilla de oxigeno –la que había caído tal como lo anticipara la aeromoza- y obedientemente respiró normalmente.
En tanto, la enorme nave descendía con furia entre gruesos nubarrones dando saltos cada vez más fuertes y convirtiendo la cabina en un verdadero caos, con todo tipo de objetos que volaban por su interior.
María Esperanza acomodó su falda azul, pues el continuo zangoloteo la había dejado en una posición poco pudorosa.
Transcurrió más de media hora de locura. Fueron casi treinta y dos minutos de llantos y confusión hasta que un golpe -diez veces más fuerte que todos los anteriores- trajo una relativa calma a este festín del terror. La voz del piloto sonó adormilada y ahora en tres idiomas repitió:
-Comunicamos a los señores pasajeros, que hemos debido realizar un aterrizaje forzoso en la ciudad de Mendoza, donde la temperatura es de veintitrés grados centígrados. Rogamos a los señores pasajeros mantenerse en sus asientos hasta que se encuentre en operación el tobogán de emergencia y abandonar la aeronave con la mayor calma a fin de evitar inconvenientes. “Thank you” –fue lo último que dijo.
María Esperanza esperó su turno, dejando que aquellos viajeros en estado histérico se lanzaran por el deslizador como fieras. Tomó su cartera azul, volvió a acomodar su sombrero y se sacudió la falda antes de sentarse en el tobogán que la conduciría finalmente a tierra firme. Fue entonces que experimentó una sensación que en su vida no había contemplado: ser recibida en suelo argentino sin mayores gentilezas. Casi como un bulto.
Dejó pasar dos ambulancias y luego reprendió a un bombero que no tuvo la finura de disculparse al rozarla con violencia en su loca carrera hacia el carro extinguidor.
María Esperanza se dirigió al edificio terminal, meneando su cartera y sujetando en su mano derecha la revista de Swissair.
Costó mucho que alguien le prestara atención pues todos, civiles y militares; bomberos y paramédicos, se encontraban en una actitud -a juicio de María Esperanza- de franca locura.
Finalmente un empleado de Aerolíneas Argentinas -que no quiso identificarse- escuchó su ruego.

 

 


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