La Contadora de Películas
por Jorge Arturo Flores
Esta breve, pero animada novela, nos retrotrae a tiempos pretéritos, los tiempos de nuestra infancia y parte de la adolescencia. La remembranza de las películas dadas en el cine de un alejado rincón de Chile está fielmente retratada en el libro del escritor Hernán Rivera Letelier. Así como él relata esas experiencias vividas en la pampa nortina, así también esos mismos avatares se repitieron en la vida de quien escribe, allá por los años 55 a 62.
Es por ello que esta novela atrae.
Al menos, para quien la comenta.
Al contrario de los otros textos del escritor pampino, éste viene más aligerado en su ropaje, el estilo se depura, va a la acción, permite una mirada limpia al texto y contiene, como siempre, el innegable talento narrativo de Hernán Rivera Letelier.
“La contadora de película” es una chica que, provista de condiciones artísticas, recrea a su familia, primero, y a un gran segmento del pueblo después, el filme que recién acaba de ver y que, gracias a las chauchas y pesos reunidos por su padre, le permitía ese privilegio.
Es una historia sobria, aparentemente sencilla.
Como va siendo tradicional en las narraciones de Rivera Letelier, en ellas se esconde el drama de los desposeídos, hay honda mirada a la pobreza, especialmente la de los mineros, sabemos de sus dramas familiares, conocemos sus existencias, siempre limitadas, donde las escasas alegrías son el alcohol, el sexo, y, en este caso, ir al cine.
El caso fue real, según el autor, y eran varios los que ejercían esta forma de recrear el filme. Generalmente hombres. La gracia estriba, entonces, en que Rivera Letelier se sumerge en la mentalidad femenina y al través de ella, relata. Lo hace bien, puesto que no es fácil entrometerse en el alma femenina. La protagonista del libro les gana a todos porque se especializa en el canto, el baile, el vestuario y la mímica.
Es toda una artista.
A tal punto que muchos dejan de ir al cine y prefieren verla.
El trasfondo social de Rivera Letelier.
Pero esta anécdota que pudiera parecer trivial, siempre transporta, reiteramos, un trasfondo que en la obra de Hernán Rivera Letelier está presente: su visión sobre la realidad de un segmento de chilenos que siempre han vivido estrecheces, mirando para arriba y, hablando derechamente, expoliados y explotados por los que detentan el poder del dinero.
El no ha olvidado sus raíces.
Y se le agradece.
El éxito, además, no ha contribuido a cambiarlo y permanece tal cual. Eso es elogiable y es una circunstancia que no siempre se da en los que triunfan.
Tal vez por ello - y por el éxito editorial- sus colegas chilenos no le tengan en alta estima y duden, al igual que con Isabel Allende, de sus condiciones literarias.
Equivocados, muy equivocados están y no sería difícil encontrar en los ataques socarrones la melancolía por el triunfo ajeno.
Avances en el trabajo literario.
Tal como lo expresamos anteriormente, comprobamos un notorio avance en la estructuración del trabajo literario. Aparte de avivar la carga, el estilo, reiteramos, se ha dinamizado, posee oficio para mantener el interés del lector, su lenguaje no recurre a artificios y la lectura fluye rápido. Los personajes, siempre curiosos en sus nombres, plasman el mundo pampino que tan bien conoce nuestro escritor y nos muestran parte de la historia que solamente se conocía al través de la oralidad.
Hernán Rivera Letelier ha tenido el talento de rescatar esas tradiciones, esas fábulas, formando un amplio friso de la pampa.
Atrás de la narración, el autor hace desfilar la historia de Chile que en esos momentos acontece. Es una pantalla de cine que desfila detrás de la anécdota. Y nos inserta en la época.
Es un recurso que el escritor utiliza a menudo.
De este modo, al final, cuando viene la debacle, contemplamos el surgimiento de la televisión, el fin del cine, los hippies, el hombre en la luna, Salvador Allende y su gobierno, el golpe militar, los desaparecidos.
Y, por supuesto, la muerte de la Oficina.
No existe una tensión dramática acezante y tampoco la necesita. Igual mantiene el interés. Tal vez el final sea complaciente y no le sacó punta, pero ello no aminora su valor literario. En comparación a sus otros textos, esta difiere por su brevedad. Ello se agradece, especialmente frente al espectáculo de mamotretos de 300 y más paginas, no siempre calificadas.
Nostalgias de un cine.
El dibujo del cine provinciano (le decíamos “ir al teatro”), con “el cojo” en las maquinas, las películas que se cortaban, la furia de los espectadores, su característico zapateo, el ambiente físico de las salas, los nombres de los actores de moda en aquel entonces (Audie Murphy, por ejemplo), la temática de los filmes (indios contra soldados azules de La Unión, alemanes con norteamericanos, películas de amor, filmes mexicanos, etc.), los preparativos familiares para ir a verlas, las breves anécdotas que en la sala ocurrían, la revista Ecran (que leímos con devoción), la marcha por los parlantes externos que anunciaban el principio de la función, todo ello, para una persona que ha pasado los 50 años, le traerá increíbles nostalgias de un pasado ya vivido, situación, obviamente, que no entenderá la generación joven.
Y también recordará que entre compañeros de curso o del colegio, se comentaba la película del domingo, con sus detalles más sabrosos, prendidos de la acción, donde el “jovencito” era el protagonista, la niña, la heroína y los malos, el blanco predilecto de los odios o chanzas.
Con seguridad, en esas ocasiones, más de alguno se debe haber parecido a esta contadora de películas.
Ese mundo de Nunca Jamás, Hernán Rivera Letelier lo recrea con absoluta naturalidad, no desmintiendo sus raíces, apuntando a la existencia de seres alejados de las ciudades, con vidas que solamente anhelaban salir adelante, pero que, por exigencias económicas, eran fácil presa del alcoholismo, la casa de prostitutas o el despilfarro del dinero.
Un tiempo que se mantiene en la historia de Chile.
Sin exigencias.
Libro agradable de leer, como las antiguas matinés, que nos catapulta al pasado, con una anécdota original, simple en su relato, sin olvidar marginalmente la real situación que vivieron los habitantes de las oficinas salitres y con el consabido toque de talento que irredarguiblemente posee Hernán Rivera Letelier.
En consecuencia, los presuntos críticos literarios, los que desde el periódico se las dan de tales, los académicos de ceño fruncido, los criticastros o los que por bendición divina creen que su tarea en la tierra es redimir la tierra de la letras, no pueden exigirle al texto aditamentos propios de una obra maestra.
Ni menos quitarle su calidad literaria.