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Enrique Lafourcade o la insatisfactoria realidad

por: Juan Antonio Massone


1. Retrato público de un hombre privado

Cualquier opinión puede uno forjarse de Enrique Lafourcade Valdenegro, casi nunca de indiferencia. Esto habla bien de él. Muchos le sienten airado, exhibicionista o negativo; no falta quien cree descubrirle oscuros y hasta inconfesables resentimientos. Los más no han leído casi nada de él, pero la imagen televisiva les basta a despacharlo, casi siempre, con epítetos poco auspiciosos de simpatía. También existe—probablemente minoritario—un número de lectores de su quehacer narrativo y periodístico que descartan marbetes simplistas en los que suele escudarse la opinión visceral, y aceptan el reto de leerlo, sometiendo a examen la contundencia de sus historias literarias y de las autopsias sobre la espinuda actualidad.

A despecho de opiniones biliosas o entusiastas, Lafourcade ha estado y está presente en el acaecer de nuestro país, muchas veces como evocador de la amistad, de sus tiempos juveniles, forestales, irreverentes y aspirantes de entusiasmo: época de aprendizaje que una vez y otra rememoran sus crónicas. Sin embargo, por sobre todo ha desempeñado el incómodo oficio de poner en duda y en solfa las pretendidas grandezas y esplendores de la cambiante cuanto veleidosa convivencia nacional. No se le va una a su mirada que se despliega animosa al reproducir desproporciones y desatinos, algarabías de la tribu o vociferaciones grandilocuentes de los tenidos por grandes e importantes. Costumbres de las buenas y de las otras son arena para su lidia verbal. Pero es justo recordar que, con frecuencia, esas aristas negativas las contrasta con casos dignos y ejemplares.

Probablemente, Lafourcade pertenezca a esas personas que cuesta conocer de verdad debido al papel polémico que, fomentado por su espíritu combativo, o bien, añadido de circunstancias propensas al cáustico comentario, ofrece como epidermis más identificable a la mirada pública una faceta pendenciera. Ha aceptado la impopularidad como una condecoración de la plebe. Le da en el gusto al trabajar en medios masivos, especialmente en programas donde no campea la perspicacia y sí un laminado espesor cultural. Sin embargo, poco se percata la opinión pública, "esa suma de las perezas mentales", según la calificación de Ortega, del fondo veraz o aconsejable de tomar en cuenta cuando se refiere al tumulto cotidiano y a sus incontables desbarajustes.

Empañado queda también una cualidad muy escasa en el mundo de las letras, tal su abstinencia de egotismo como no sea una experiencia traída a cuenta—casi nunca encomiástica--, o la necesaria recuperación del tiempo fugitivo, cuando es forzoso hablar de vividas más que por boca de ganso. Su ingente bibliografía no le es motivo de vanagloria. Tiene el pudor necesario de no citarse con la prodigalidad con que otros olvidan, abotagados de propio entusiasmo, esa condición de sombras de un sueño con que Píndaro motejara a los humanos. Definitivamente, la docilidad al común parecer no figura entre sus prácticas. Dijérase que su tarea incómoda, irritante, provocativa es la del tábano.

No estoy seguro de que la faz pública de Enrique Lafourcade, nacido el 14 de octubre de 1927, en Santiago, se avenga a esa verdad privada de la persona que es, sostenedora del escritor y del polemista. El exterior dice de alguien de mirada inquieta y huidiza; el tono de sus dichos suele contagiarse de reconvención; su escritura: incisiones en el cuerpo de la realidad que así como muestra a un implacable pesquisador de erratas sociales no mezquina al memorialista de estro poético y conmovida sensibilidad. Lo más habitual de su trabajo es la prontitud con que acude a la batalla verbal, a la demoledora sátira, sin excluir de ésta el sarcasmo. No pase algo durante la semana que provoque su interés, y el domingo conocemos de su reacción. Temeridad. No se guarda para después. La senda escondida que busca su admiración traduce emociones o elogios a quienes desafían cualidades adocenadas. Al acto sorpresivo, desafiante, descontentadizo, síguele el complemento del hombre que piensa en la participación de otros en alguna actividad estimable. Aparece el animador de iniciativas, el incitador, el perfeccionista. Si bien se le atiende, su personalidad deja intacto al sibarita lo mismo que al hombre que nunca reniega de un trasfondo religioso.

Aficionado a la buena mesa, goza de fama de catador. Tampoco su escritura ha faltado a una tal cita gustativa. A fines de los años setenta mantuvo en "Artes y Letras" una sección de comentario de libros bajo el rótulo de "El mesón de Cándido". Las publicaciones recibían una clasificación elogiosa o deprimida según el número de tenedores asignados. Tampoco ha escatimado oportunidad de homologar realidades diversas con el recuerdo de comidas y bebidas. Es una medida que administra con delectación y no es imposible suponerle el pecado de gula.
Suele irse de lengua. Tampoco le han faltado a este respecto comparecencias a tribunales o enfurecidas respuestas a sus opiniones, en la prensa. ¿Cuántas tiene a su haber? Contendiente entusiasta, parece divertirle la controversia. Animó una tribuna en revista Qué Pasa titulada "La guerrilla literaria". Hubiera gozado encontrándose con don Francisco de Quevedo, con Ruiz de Alarcón, con Lope de Vega. En tanto, ha puesto en solfa a la flora y fauna de la sociedad criolla. Cantantes, animadores de televisión, deportistas y políticos son blanco preferido de sus saetas.


2. En busca del idioma personal

No fue Lafourcade un estudiante muy perseverante. Su escolaridad la vivió en el Liceo José Victorino Lastarria y en el Instituto de Educación Secundaria. Posteriormente se matriculó en la carrera de filosofía en el Pedagógico de la Universidad de Chile, pero el entusiasmo declinó antes de alcanzar el título profesional. Durante cuatro años estudió música, "pero fui mal aprendiz porque la fase inicial de instrucción para ese instrumento tiene una mecánica tremenda. Y me molestaba mucho eso de estar repitiendo escalas y estudios que, en mi opinión, no eran la música misma, no eran lo que yo quería hacer." Después intentó la pintura en el Museo de Bellas Artes, donde, según él, "terminé transformándome en el peor alumno que ha pasado por ahí".

A partir de los 16 años empezó a escribir "más en serio". Y a los 20 publicó por primera vez un libro, en el que recuerda a su hermana Ximena, fallecida prematuramente a los 17. Se trata de El libro de Kareen. En esa misma época—1947—comenzó su labor periodística en "Las Ultimas Noticias". Entonces la dirigía el recordado Byron Gigoux, quien confiaba más en la calidad de los textos de sus colaboradores que en las astucias de la técnica publicitaria. Lafourcade viajó a Estados Unidos y a Europa, donde dictó clases de literatura española e hispanoamericana. Catorce años de desplazamientos y de apertura de horizontes. Desde entonces no ha cesado de escribir ni de publicar, con una dedicación vocacional indiscutible.

Constante ha sido la evocación de su etapa formativa socrática, amistosa y expansiva, de trasnoches, que viviera con algunas personas destacadas de la cultura nacional. Aquellos nombres—que mencionaremos más adelante-- son benéficas e incitadoras presencias que no cesan. Como tampoco se eclipsa en sus crónicas el barrio de los primeros años: "En Santa Isabel casi esquina de General Bustamante (donde yo vivía),septiembre se anunciaba desde muy temprano. (...) ¡Septiembre! Mi tía Sinforosa me enviaba a la esquina a comprar cigarrillos "Pectorales". Le expropiaba uno. El papel de la boquilla era dulce. Entre toses, bao unos ciruelos en flor delgados como flamencos, en rueda mandálica con "el Turco" Abraham Tabaj, el "chino" Garrido, "el Bachicha" Luciano Ormino (yo era "el Gabacho" o "el Trifulca"), y un alemán, Ludwig Woolf, fumábamos el "pectoral" por turnos con la solemnidad de quienes están ingiriendo opio."

Aquellos tiempos juveniles fueron, probablemente, de ensayo, de tanteo, de acierto y error más fáciles de aceptar en la opinión ajena. Tiempos de promesas, de proyectos, de dilataciones de ansias sin más sobresalto que la energía probatoria de la vida. Después, como se sabe, es imprescindible decidirse, escoger, domeñar la dispersa atención y hacerse de trabajo; ser capaz de compromisos que aproximen el alumbramiento de sí propio.

Regreso a la tierra natal y a la voz de la tribu. Matrimonio y tres hijos. Escribir, escribir, siempre escribir, porque se está vivo y para no dejar de estarlo. Numerosas lecturas, aprendizajes y contiendas. Toma de posición ante lo uno y vario, este mundo y el otro, habida cuenta de una historia que atropella con muertos, con atonías y unas pocas complacencias. De una forma o de otra, ser escritor es un destino en el que se despliega un ser que, en cada momento, debe jugarse la propia humanidad. Así lo ha entendido el autor y, congruente con esa responsable pasión, se ha batido en su tiempo, sobre todo, el de las últimas tres décadas, de cuyas peripecias se ha hecho parte en sus análisis y observaciones, porque "un intelectual puede tener ideas a favor o en contra...A lo que no tiene derecho es a no tener ideas..."

3. A contracorriente

El hombre público que es Lafourcade quiebra lanzas en pro y en contra, posiciones las suyas que provocan escozor. En veces los motivos son declaraciones, biografías, la conducta de un escritor; en otras, disuelve en lijosa pócima los maquillajes que ocultan reprobables costumbres y concertados ditirambos a lo habitual. Los formatos suyos son, de preferencia, la novela y la crónica. Ambos le son útiles a sus propósitos, a pesar de que las novelas expanden su creatividad, sobre todo en los retratos de personajes que viven penurias de pasiones y de carencias. Mezcla de ingenuidad e intenso delirio, varios de esos caracteres novelescos viven en el filo de la ternura y de la abyección.

Entre Pena de muerte, (1952) su primera novela, y la más reciente Las señales van hacia el sur (2000) ha publicado otras dieciocho, además de tres libros de cuentos, cuatro antologías del mismo género, cinco libros traducidos por él y trece recolecciones de crónicas. El escrutinio es elocuente: cuarenta libros de su autoría.
Podría pensarse que el tamaño y calidad de su bibliografía le ha deparado la obtención de numerosos galardones. Algunos ha obtenido. El primero: "Marcial Martínez" (1950), después Premio Municipal de Santiago, mención novela, en 1959 y en 1961, el Gabriela Mistral, Premio a la Trayectoria literaria (Feria del Libro Usado, 2001). Quizás el más importante sea el "Premio María Luisa Bombal", otorgado durante algunos años por la Municipalidad de Viña del Mar, y que él recibió en 1982. Del "Premio Nacional", ni hablar. Parece vetado su nombre.

Lafourcade es uno de los pocos escritores que sobrevive en su condición de tal. Desde luego, no debe pensarse en la venta de sus libros que pudiera ser suficiente, a pesar de algún caso, como el de Palomita Blanca, (1971) que alcanzó la cifra superior al millón de ejemplares vendidos. Se sabe que los libros no alborozan económicamente el bolsillo. Tampoco es de creer en los supuestos réditos de su librería en la Plazuela Mulato Gil, sitio al que contribuyó a impulsar su remozamiento. Esa independencia se debe, en gran parte, a un cometido perseverante en la prensa nacional y en los diferentes trabajos literarios realizados en instituciones.

Cansado de morosos réditos de los editores, decidió a publicar por cuenta propia varios de sus libros. Primero fue con el sello de Ediciones de Lafourcade; más reciente, las Ediciones Rananim, nombre que evoca la isla que desvelara las búsquedas de D.H. Lawrence y Katherine Mansfield. Durante años ha dirigido talleres literarios. Uno fue el "Altazor", en Biblioteca Nacional; el más constante y actual: "El paraíso perdido", en su librería.

Al novelista súmase el escritor de crónicas, verdaderas catapultas de consideraciones y de exámenes a que somete lo habido y por haber. Por ver. Porque de todo hay en sus páginas censorias y memorialísticas. Recuerdos, denuncias, exaltaciones, reprensiones éticas, afanes de mejoría, humor de todos los colores. La suya es tarea constante. Conoce de iniciativas y de asuntos que defiende. Entre las primeras, su batalla en contra de la vulgaridad estentórea, la oposición al iva que graba indebidamente los impresos, la promoción de una cultura más sólida, así como la insobornable libertad del creador y del ciudadano. De las segundas, su defensa de la infancia, la denuncia de la invalidez en que se tiene a niños, a pobres, a los humillados y ofendidos de este mundo; el derecho de vivir en la propia tierra y la necesidad de reencuentro entre los chilenos; el elogio de la sociabilidad como antídoto del tonto grave y del ofuscado violento; el alegato de los excesos valorativos que disfrutan espectáculos masivos, ídolos publicitados, minucias tan olvidables como ridículas a las que se dedica abundantes páginas y tiempos de atención que merecerían emplearse en mejores causas. "Nos movemos en un mundo de extraños énfasis" , aserta.

Un viaje a través de los títulos de libros de crónicas publicadas en Qué Pasa y El Mercurio, especialmente, ofrece cierta fisonomía y tenor de sus dichos. De acuerdo al orden cronológico aquéllos son: Inventario I (1975); Nadie es la patria (1981); El escriba sentado (1981); Los refunfuños de M. Le Comte Henri de Lafourchette (1983); El pequeño Lafourcade ilustrado (1985); Carlitos Gardel (1985); El veraneo y otros horrores (1996); Crónicas de combate (1996); Animales literarios de Chile (1996), libro que conoció de una edición más breve en 1981; La cocina erótica del Conde de Lafourchette (1997); Cuando los políticos eran inteligentes (1998); La concertación de la macaca (2001). Recientemente presentó Puro gato es tu noche azulada (2002), consideraciones gatunas y un antológico apéndice poético acerca del personaje de agosto.
La cultura de masas--¿un contrasentido?—le brinda abundante materia prima al punzón crítico que emplea sin amilanarse. No hay vuelta. Imposible acordar dos lógicas y dos maneras de habitar tan opuestas el espacio interior: las hablas solitarias y locas de la intimidad, donde se hospeda primeramente cuanto existe para traducirse en obra de creación o de hazaña ética, por un lado, y la conducta y el linaje de las aspiraciones, cuando no codicias, que revelan la cara pública del más pintado. En el caso de la masa, se conocen sus niveles chocarreros y la obediencia a cuanta moda y apetito artificioso pueda existir. Lafourcade no es un misántropo, pero acusa esa diferencia que lo aleja de la turbamulta.

"La primavera de la costa es la más bella estación del año. Quisiera irme de vacaciones en octubre y noviembre, y dejar enero y febrero, cuando todo se pone color de paja, a los gregarios veraneantes. Que, por lo demás, no necesitan del paisaje."

Con no menor entusiasmo y alarmado convencimiento pulsa el espíritu de la época. Modernidad en estado terminal. Posmodernidad, ¿remedio peor que la enfermedad? Aboga por el lenguaje, esa pálida semejanza con el Verbo contra la que se conjura la tiniebla culturalista con su añadido de ruidos y jerigonzas. "Palabras, palabras, palabras" fue un urgido alegato de Hamlet. Es preciso ver y decir con claridad nuestra condición. Eso es lo que entiende y a eso propende nuestro autor.
"Oscurecer las palabras es una tarea peligrosísima. Nos ha tomado muchos años perfeccionar el sistema de señales para que nuestra tribu se entienda y hasta, incluso, llegue a amarse. Un lenguaje es eso, un sistema para convivir. Pero, ¿si la palabra justicia, si la palabra caridad, si la palabra amor, si la palabra libertad, pierden sus significados? ¿Y si nada mejor las reemplaza?"

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4. "Miré los muros de la patria mía"

No sólo testigo, también caminante de muchos senderos y vericuetos es el idioma vital de Lafourcade. Las crónicas avanzan envolviendo de este mundo apariencias y trasfondos a base de antecedentes, de verdaderos expedientes de la memoria tanto como de los datos precisos que aporta en cada ocasión. Observador y comentarista de agitaciones y de pálpitos que relata con delectación y lapidaria ironía. De la lectura viene un triscar de realidad quebradiza, que llama con urgencia a la reparación de sus descalabros. Viaja por la actualidad lo mismo que por las citas textuales de las que se vale para nombrar, sugerir, diagnosticar. Canciones, poemas y personajes de la historia son dóciles, análogos, comunicables en sus protestas y entusiasmos. Citas en otros idiomas agregan resonancias y caracterizaciones que extienden símiles y ejemplaridades frescas, excesivas, parlantes de motivos y dislates en que se aglomeran sus materias reprensibles o laudables. Cultura audible la suya, abigarrada de lecturas, de rastros y de rostros, con espaldarazo de experiencias varias, sin faltar la información relevante. Cada una de las crónicas convierte el texto en provocativa aventura nunca exenta de tono juguetón, burlesco, travieso y sentimental. Material ambivalente; explosiva semántica.

A menudo recurre a supuestos diálogos y entrevistas. Paródico. El novelista acompaña al fiscal. La voz satírica arremete con ardor desapacible, sobre todo cuando en el máximo enervamiento del ánimo escribe atrevidas sugerencias, verdaderas cachetadas a una sociedad trituradora de sesos y de sensibilidades. Como Jenaro Prieto, asigna nombre burlón al país. Bobolandia—variación de Tontilandia, según el creador de El Socio—tiene de capital a Estultópolis. Prieto la mentó Cretinópolis. Sus habitantes se caracterizan por: "a) reírse cuando hay que llorar; b) Llorar cuando hay que reírse; c) Dormir cuando hay que estar despiertos; d) Despertar cuando hay que estar dormidos; e) sentir cuando hay que pensar..." Saca roncha. Mariano José de Larra y Francisco Umbral son autores a quienes reconoce magisterio, también.

Todo parece interesarle. Mejor que eso. A cada situación sabe arrancarle un borde de interés, el lado flaco, la faz que recuerda lo falible, pero con la misma intensidad exalta lo humano en el talento ajeno, la disparatada libertad de los artistas, el gesto fecundo de ternura y solidaridad, la auténtica conducta. No es un demoledor nihilista sin más, a lo Cioran, sino un reprendedor, como decía Gabriela Mistral de Joaquín Edwards Bello. Si un propósito le domina es hacer considerable de reflexión el alegato en favor de la belleza que merece urgente e irrenunciable atención de las autoridades, no menos que en los remedios que lleven a fortalecer una existencia humana de caracteres singulares. El presente debe mejorar; rehacerse. Por eso mismo el ayer cumple el papel referencial que no cesa de abrirse a la memoria de lo mejor; en el mismo sentido perfeccionista, el mañana debe enarbolarlo la esperanza.

Esa función crítica la ha ejercido en tiempos difíciles, de colosales fricciones en el país y de la no menor desmesura foránea sita en el último tercio del siglo XX y de su aún breve continuación en estos primeros años de esta nueva centuria. Por eso mismo no puede extrañar el atrevimiento mostrado para con personajes, guerras y escaramuzas de estos tiempos de penumbra, enrarecidos de esmog y de bullicio. Tiempos erizados de sinrazones, de violencias, de sangre, de muros de innumerables lamentos, de endurecimientos fanáticos, de esclerotizada afectividad, de pulsión y forastería humanas. Por eso mismo se apura en declarar con el verso de Borges: "Nadie es la patria", pues entiende que existen formas varias de quererla, de limpiarla, de animar lo mejor de ella, corrigiendo sus yerros, desarmando tramoyas que pretenden vulgarizarla, desafiliarla de sus mejores personas, del esfuerzo honesto y cotidiano de los silenciados. "Nadie es la patria" porque ella es, sobre todo, la benéfica y hermosa naturaleza, la poesía que despierta sueños sin orillas, la proximidad de seres que, en los tiempos, lanzan sondas de belleza, de pensamiento, de realizaciones para hacer digno el paso humano, la pasión y el asombro.

El diseño escogido para sus crónicas—acompañadas de cromáticas ilustraciones-- es la abundancia de subtítulos internos que alivian el largo cuerpo de los textos. Palabras extranjeras y de la tribu sirven por igual a dejar en su punto críticas y fervores. El punto seguido y el punto y coma animan el ritmo sincopado de la prosa. De este modo, afirmaciones y repulsas ganan autonomía y fuerza opinante. El paralelismo de los verbos reafirma situaciones e intensifica efectos. Así el vivir queda temblando; bate palmas; alza en vilo lo insólito en el medio cotidiano. Y con no menos resolución se distancia de lo banal; lo escarnece en personajillos de moda, voceados a la medida y gusto de la masa. "El lugar común—dice—es la toxina mayor de la inteligencia".

Maestro del contraste, anima el centro de sus dichos con hervor emotivo cuando a la vulgaridad estridente sale al paso con antítesis de hombres y de mujeres excepcionales, tenidos por tales de acuerdo a la gran razón válida según el parecer del autor: el haberse dado a la vida con resolución de aventureros o de locos, de filantropía e imaginación, benefactores, en suma, de obras, enseñanzas, actitudes fecundas, y, por esa misma razón, son inolvidables.


5. "Cómo se pasa la vida"

Fuerza motora de este periodismo literario la nostalgia desde un presente en fuga, donde se otean vigores y tremolaciones del pretérito, cuando vivir era compañía en caminatas nutridas de un perorar que esperaba el amanecer o animaba brindis y condumios celebratorios en locales de desvelada juventud. Un tilo frente al Palacio de Bellas Artes reunió los nombres nunca idos de los amigos y maestros que acuden sin restricciones: Roberto Humeres, Eduardo Molina Ventura, Luis Oyarzún Peña, Inés del Río, conocida cariñosamente con el sobrenombre de Momo, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Alejandro Jodorowsky, Martín Cerda y una numerosa comparsa de personas mencionadas, como en un coro, perteneciente a esa vida que estuvo en otros sitios y en otros tiempos. Cada uno y en conjunto formaron legión de contertulios, de sabios y de beligerantes amistades del Parque Forestal. Después se dispersaron por sueños y proyectos como elegidos de un destino que les requería siempre más allá de sí mismos. Esa nostalgia de ir y de venir entre ausencias demasiado presentes, enfáticas, arracimadas expresan un indesmentible cariz de afecto que completa, con quilates de la mejor ley, la creación literaria de las crónicas.

El autor reflexivo comparece en medida precisa por que el escrito no se disperse en incontables anécdotas. Sin caer jamás en lo intrincado ni críptico, el conjunto exige una alta competencia del lector. Cultura vívida, habitada memoria, agudo pispar de un perfil o de alguna alusión en que refulgen realidades amplias o se insinúan eventuales consecuencias del presente. A su turno el eglógico entusiasta, conocedor de mil variedades de nuestra flora, anima las escenas y los ambientes con la compañía de nombres que, de suyo, traen alegría y fragantes reminiscencias a los pasos recobrados entre tantos otros perdidos.
Por demás recordar sus comentarios y citas de libros. Como Alone, niega ser crítico; en cambio le guía su hedonismo al sopesar aciertos e incitaciones librescos, si bien en contadas oportunidades deja impresión unívoca de los méritos literarios de un autor.
De pronto desliza un mea culpa. "Lo único que he tratado, pero no siempre he podido cumplir, es no ser deliberadamente injusto. Confieso que a aveces se me pasa el caballo, pero hay opiniones o acciones que merecen un buen caballazo."

Los pasajes más conmovedores de las crónicas corresponden a las despedidas, como si desde un andén, el tren del tiempo en marcha inexorable escribiera con humo la huida juventud. Todo lleva a sentir la presencia de Rubén Darío, el de "Canción de otoño en primavera":
"Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer"
Algo que se tuvo, imposible de retener, en ocasiones traducido en bolero o en tango que mejor dicen la ausencia, esa dolorosa trizadura de la vida, todo un homenaje sensible a personas y momentos que adelantaban eternidad. Algo semejante a una escritura de ilusiones y de júbilos en horas de reír y de escrutar dilatados litorales de ventoleras sin reparo; una infancia, una calle, un barrio con almacenes y altillos, con la costumbre familiar de la que el joven siempre quiere abjurar pero que, al cabo, los años lo regresan a la heredad de aquellos primeros rostros; algo que vocea carpe diem desollado o es imagen fantasmática de fluencias crecientemente entumecidas, así el roce del sol en demoradas hojas amarillas en su desprendimiento de adiós, esa doliente misiva del tiempo. Quizás, la delicada e inasible Nadja extiende los velos de una danza melancólica al son de crepúsculos y pareceres obligados a despertar.

"Por Lo Gallardo se paseó una parte mayor de nuestra vida intelectual. Jugando. Llegamos jóvenes a esas tierras mágicas. Era la casa que estaba detrás del espejo. Ya no queda casi nadie. Luis Advis escribió una bellísima canción: Nuestro tiempo terminó. ¿Por qué viene hoy a mi memoria? Hoy, día jueves, día de la última cena, escribo estas líneas. Para que ustedes las lean este domingo, en que Dios le abrirá los brazos a nuestra Momo, porque este domingo es tiempo de las resucitaciones y los resucitamientos."

 


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