1. Retrato público de un hombre privado
Cualquier opinión puede uno forjarse de Enrique Lafourcade
Valdenegro, casi nunca de indiferencia. Esto habla bien de él. Muchos
le sienten airado, exhibicionista o negativo; no falta quien cree descubrirle
oscuros y hasta inconfesables resentimientos. Los más no han leído
casi nada de él, pero la imagen televisiva les basta a despacharlo, casi
siempre, con epítetos poco auspiciosos de simpatía. También
existe—probablemente minoritario—un número de lectores de
su quehacer narrativo y periodístico que descartan marbetes simplistas
en los que suele escudarse la opinión visceral, y aceptan el reto de
leerlo, sometiendo a examen la contundencia de sus historias literarias y de
las autopsias sobre la espinuda actualidad.
A despecho de opiniones biliosas o entusiastas, Lafourcade
ha estado y está presente en el acaecer de nuestro país, muchas
veces como evocador de la amistad, de sus tiempos juveniles, forestales, irreverentes
y aspirantes de entusiasmo: época de aprendizaje que una vez y otra rememoran
sus crónicas. Sin embargo, por sobre todo ha desempeñado el incómodo
oficio de poner en duda y en solfa las pretendidas grandezas y esplendores de
la cambiante cuanto veleidosa convivencia nacional. No se le va una a su mirada
que se despliega animosa al reproducir desproporciones y desatinos, algarabías
de la tribu o vociferaciones grandilocuentes de los tenidos por grandes e importantes.
Costumbres de las buenas y de las otras son arena para su lidia verbal. Pero
es justo recordar que, con frecuencia, esas aristas negativas las contrasta
con casos dignos y ejemplares.
Probablemente, Lafourcade pertenezca a esas personas que cuesta
conocer de verdad debido al papel polémico que, fomentado por su espíritu
combativo, o bien, añadido de circunstancias propensas al cáustico
comentario, ofrece como epidermis más identificable a la mirada pública
una faceta pendenciera. Ha aceptado la impopularidad como una condecoración
de la plebe. Le da en el gusto al trabajar en medios masivos, especialmente
en programas donde no campea la perspicacia y sí un laminado espesor
cultural. Sin embargo, poco se percata la opinión pública, "esa
suma de las perezas mentales", según la calificación de Ortega,
del fondo veraz o aconsejable de tomar en cuenta cuando se refiere al tumulto
cotidiano y a sus incontables desbarajustes.
Empañado queda también una cualidad muy escasa
en el mundo de las letras, tal su abstinencia de egotismo como no sea una experiencia
traída a cuenta—casi nunca encomiástica--, o la necesaria
recuperación del tiempo fugitivo, cuando es forzoso hablar de vividas
más que por boca de ganso. Su ingente bibliografía no le es motivo
de vanagloria. Tiene el pudor necesario de no citarse con la prodigalidad con
que otros olvidan, abotagados de propio entusiasmo, esa condición de
sombras de un sueño con que Píndaro motejara a los humanos. Definitivamente,
la docilidad al común parecer no figura entre sus prácticas. Dijérase
que su tarea incómoda, irritante, provocativa es la del tábano.
No estoy seguro de que la faz pública de Enrique Lafourcade,
nacido el 14 de octubre de 1927, en Santiago, se avenga a esa verdad privada
de la persona que es, sostenedora del escritor y del polemista. El exterior
dice de alguien de mirada inquieta y huidiza; el tono de sus dichos suele contagiarse
de reconvención; su escritura: incisiones en el cuerpo de la realidad
que así como muestra a un implacable pesquisador de erratas sociales
no mezquina al memorialista de estro poético y conmovida sensibilidad.
Lo más habitual de su trabajo es la prontitud con que acude a la batalla
verbal, a la demoledora sátira, sin excluir de ésta el sarcasmo.
No pase algo durante la semana que provoque su interés, y el domingo
conocemos de su reacción. Temeridad. No se guarda para después.
La senda escondida que busca su admiración traduce emociones o elogios
a quienes desafían cualidades adocenadas. Al acto sorpresivo, desafiante,
descontentadizo, síguele el complemento del hombre que piensa en la participación
de otros en alguna actividad estimable. Aparece el animador de iniciativas,
el incitador, el perfeccionista. Si bien se le atiende, su personalidad deja
intacto al sibarita lo mismo que al hombre que nunca reniega de un trasfondo
religioso.
Aficionado a la buena mesa, goza de fama de catador. Tampoco
su escritura ha faltado a una tal cita gustativa. A fines de los años
setenta mantuvo en "Artes y Letras" una sección de comentario
de libros bajo el rótulo de "El mesón de Cándido".
Las publicaciones recibían una clasificación elogiosa o deprimida
según el número de tenedores asignados. Tampoco ha escatimado
oportunidad de homologar realidades diversas con el recuerdo de comidas y bebidas.
Es una medida que administra con delectación y no es imposible suponerle
el pecado de gula.
Suele irse de lengua. Tampoco le han faltado a este respecto comparecencias
a tribunales o enfurecidas respuestas a sus opiniones, en la prensa. ¿Cuántas
tiene a su haber? Contendiente entusiasta, parece divertirle la controversia.
Animó una tribuna en revista Qué Pasa titulada "La guerrilla
literaria". Hubiera gozado encontrándose con don Francisco de Quevedo,
con Ruiz de Alarcón, con Lope de Vega. En tanto, ha puesto en solfa a
la flora y fauna de la sociedad criolla. Cantantes, animadores de televisión,
deportistas y políticos son blanco preferido de sus saetas.
2. En busca del idioma personal
No fue Lafourcade un estudiante muy perseverante. Su escolaridad
la vivió en el Liceo José Victorino Lastarria y en el Instituto
de Educación Secundaria. Posteriormente se matriculó en la carrera
de filosofía en el Pedagógico de la Universidad de Chile, pero
el entusiasmo declinó antes de alcanzar el título profesional.
Durante cuatro años estudió música, "pero fui mal
aprendiz porque la fase inicial de instrucción para ese instrumento tiene
una mecánica tremenda. Y me molestaba mucho eso de estar repitiendo escalas
y estudios que, en mi opinión, no eran la música misma, no eran
lo que yo quería hacer." Después intentó la pintura
en el Museo de Bellas Artes, donde, según él, "terminé
transformándome en el peor alumno que ha pasado por ahí".
A partir de los 16 años empezó a escribir "más
en serio". Y a los 20 publicó por primera vez un libro, en el que
recuerda a su hermana Ximena, fallecida prematuramente a los 17. Se trata de
El libro de Kareen. En esa misma época—1947—comenzó
su labor periodística en "Las Ultimas Noticias". Entonces la
dirigía el recordado Byron Gigoux, quien confiaba más en la calidad
de los textos de sus colaboradores que en las astucias de la técnica
publicitaria. Lafourcade viajó a Estados Unidos y a Europa, donde dictó
clases de literatura española e hispanoamericana. Catorce años
de desplazamientos y de apertura de horizontes. Desde entonces no ha cesado
de escribir ni de publicar, con una dedicación vocacional indiscutible.
Constante ha sido la evocación de su etapa formativa
socrática, amistosa y expansiva, de trasnoches, que viviera con algunas
personas destacadas de la cultura nacional. Aquellos nombres—que mencionaremos
más adelante-- son benéficas e incitadoras presencias que no cesan.
Como tampoco se eclipsa en sus crónicas el barrio de los primeros años:
"En Santa Isabel casi esquina de General Bustamante (donde yo vivía),septiembre
se anunciaba desde muy temprano. (...) ¡Septiembre! Mi tía Sinforosa
me enviaba a la esquina a comprar cigarrillos "Pectorales". Le expropiaba
uno. El papel de la boquilla era dulce. Entre toses, bao unos ciruelos en flor
delgados como flamencos, en rueda mandálica con "el Turco"
Abraham Tabaj, el "chino" Garrido, "el Bachicha" Luciano
Ormino (yo era "el Gabacho" o "el Trifulca"), y un alemán,
Ludwig Woolf, fumábamos el "pectoral" por turnos con la solemnidad
de quienes están ingiriendo opio."
Aquellos tiempos juveniles fueron, probablemente, de ensayo,
de tanteo, de acierto y error más fáciles de aceptar en la opinión
ajena. Tiempos de promesas, de proyectos, de dilataciones de ansias sin más
sobresalto que la energía probatoria de la vida. Después, como
se sabe, es imprescindible decidirse, escoger, domeñar la dispersa atención
y hacerse de trabajo; ser capaz de compromisos que aproximen el alumbramiento
de sí propio.
Regreso a la tierra natal y a la voz de la tribu. Matrimonio
y tres hijos. Escribir, escribir, siempre escribir, porque se está vivo
y para no dejar de estarlo. Numerosas lecturas, aprendizajes y contiendas. Toma
de posición ante lo uno y vario, este mundo y el otro, habida cuenta
de una historia que atropella con muertos, con atonías y unas pocas complacencias.
De una forma o de otra, ser escritor es un destino en el que se despliega un
ser que, en cada momento, debe jugarse la propia humanidad. Así lo ha
entendido el autor y, congruente con esa responsable pasión, se ha batido
en su tiempo, sobre todo, el de las últimas tres décadas, de cuyas
peripecias se ha hecho parte en sus análisis y observaciones, porque
"un intelectual puede tener ideas a favor o en contra...A lo que no tiene
derecho es a no tener ideas..."
3. A contracorriente
El hombre público que es Lafourcade quiebra lanzas en
pro y en contra, posiciones las suyas que provocan escozor. En veces los motivos
son declaraciones, biografías, la conducta de un escritor; en otras,
disuelve en lijosa pócima los maquillajes que ocultan reprobables costumbres
y concertados ditirambos a lo habitual. Los formatos suyos son, de preferencia,
la novela y la crónica. Ambos le son útiles a sus propósitos,
a pesar de que las novelas expanden su creatividad, sobre todo en los retratos
de personajes que viven penurias de pasiones y de carencias. Mezcla de ingenuidad
e intenso delirio, varios de esos caracteres novelescos viven en el filo de
la ternura y de la abyección.
Entre Pena de muerte, (1952) su primera novela, y la más
reciente Las señales van hacia el sur (2000) ha publicado otras dieciocho,
además de tres libros de cuentos, cuatro antologías del mismo
género, cinco libros traducidos por él y trece recolecciones de
crónicas. El escrutinio es elocuente: cuarenta libros de su autoría.
Podría pensarse que el tamaño y calidad de su bibliografía
le ha deparado la obtención de numerosos galardones. Algunos ha obtenido.
El primero: "Marcial Martínez" (1950), después Premio
Municipal de Santiago, mención novela, en 1959 y en 1961, el Gabriela
Mistral, Premio a la Trayectoria literaria (Feria del Libro Usado, 2001). Quizás
el más importante sea el "Premio María Luisa Bombal",
otorgado durante algunos años por la Municipalidad de Viña del
Mar, y que él recibió en 1982. Del "Premio Nacional",
ni hablar. Parece vetado su nombre.
Lafourcade es uno de los pocos escritores que sobrevive en
su condición de tal. Desde luego, no debe pensarse en la venta de sus
libros que pudiera ser suficiente, a pesar de algún caso, como el de
Palomita Blanca, (1971) que alcanzó la cifra superior al millón
de ejemplares vendidos. Se sabe que los libros no alborozan económicamente
el bolsillo. Tampoco es de creer en los supuestos réditos de su librería
en la Plazuela Mulato Gil, sitio al que contribuyó a impulsar su remozamiento.
Esa independencia se debe, en gran parte, a un cometido perseverante en la prensa
nacional y en los diferentes trabajos literarios realizados en instituciones.
Cansado de morosos réditos de los editores, decidió
a publicar por cuenta propia varios de sus libros. Primero fue con el sello
de Ediciones de Lafourcade; más reciente, las Ediciones Rananim, nombre
que evoca la isla que desvelara las búsquedas de D.H. Lawrence y Katherine
Mansfield. Durante años ha dirigido talleres literarios. Uno fue el "Altazor",
en Biblioteca Nacional; el más constante y actual: "El paraíso
perdido", en su librería.
Al novelista súmase el escritor de crónicas,
verdaderas catapultas de consideraciones y de exámenes a que somete lo
habido y por haber. Por ver. Porque de todo hay en sus páginas censorias
y memorialísticas. Recuerdos, denuncias, exaltaciones, reprensiones éticas,
afanes de mejoría, humor de todos los colores. La suya es tarea constante.
Conoce de iniciativas y de asuntos que defiende. Entre las primeras, su batalla
en contra de la vulgaridad estentórea, la oposición al iva que
graba indebidamente los impresos, la promoción de una cultura más
sólida, así como la insobornable libertad del creador y del ciudadano.
De las segundas, su defensa de la infancia, la denuncia de la invalidez en que
se tiene a niños, a pobres, a los humillados y ofendidos de este mundo;
el derecho de vivir en la propia tierra y la necesidad de reencuentro entre
los chilenos; el elogio de la sociabilidad como antídoto del tonto grave
y del ofuscado violento; el alegato de los excesos valorativos que disfrutan
espectáculos masivos, ídolos publicitados, minucias tan olvidables
como ridículas a las que se dedica abundantes páginas y tiempos
de atención que merecerían emplearse en mejores causas. "Nos
movemos en un mundo de extraños énfasis" , aserta.
Un viaje a través de los títulos de libros de
crónicas publicadas en Qué Pasa y El Mercurio, especialmente,
ofrece cierta fisonomía y tenor de sus dichos. De acuerdo al orden cronológico
aquéllos son: Inventario I (1975); Nadie es la patria (1981); El escriba
sentado (1981); Los refunfuños de M. Le Comte Henri de Lafourchette (1983);
El pequeño Lafourcade ilustrado (1985); Carlitos Gardel (1985); El veraneo
y otros horrores (1996); Crónicas de combate (1996); Animales literarios
de Chile (1996), libro que conoció de una edición más breve
en 1981; La cocina erótica del Conde de Lafourchette (1997); Cuando los
políticos eran inteligentes (1998); La concertación de la macaca
(2001). Recientemente presentó Puro gato es tu noche azulada (2002),
consideraciones gatunas y un antológico apéndice poético
acerca del personaje de agosto.
La cultura de masas--¿un contrasentido?—le brinda abundante materia
prima al punzón crítico que emplea sin amilanarse. No hay vuelta.
Imposible acordar dos lógicas y dos maneras de habitar tan opuestas el
espacio interior: las hablas solitarias y locas de la intimidad, donde se hospeda
primeramente cuanto existe para traducirse en obra de creación o de hazaña
ética, por un lado, y la conducta y el linaje de las aspiraciones, cuando
no codicias, que revelan la cara pública del más pintado. En el
caso de la masa, se conocen sus niveles chocarreros y la obediencia a cuanta
moda y apetito artificioso pueda existir. Lafourcade no es un misántropo,
pero acusa esa diferencia que lo aleja de la turbamulta.
"La primavera de la costa es la más bella estación
del año. Quisiera irme de vacaciones en octubre y noviembre, y dejar
enero y febrero, cuando todo se pone color de paja, a los gregarios veraneantes.
Que, por lo demás, no necesitan del paisaje."
Con no menor entusiasmo y alarmado convencimiento pulsa el
espíritu de la época. Modernidad en estado terminal. Posmodernidad,
¿remedio peor que la enfermedad? Aboga por el lenguaje, esa pálida
semejanza con el Verbo contra la que se conjura la tiniebla culturalista con
su añadido de ruidos y jerigonzas. "Palabras, palabras, palabras"
fue un urgido alegato de Hamlet. Es preciso ver y decir con claridad nuestra
condición. Eso es lo que entiende y a eso propende nuestro autor.
"Oscurecer las palabras es una tarea peligrosísima. Nos ha tomado
muchos años perfeccionar el sistema de señales para que nuestra
tribu se entienda y hasta, incluso, llegue a amarse. Un lenguaje es eso, un
sistema para convivir. Pero, ¿si la palabra justicia, si la palabra caridad,
si la palabra amor, si la palabra libertad, pierden sus significados? ¿Y
si nada mejor las reemplaza?"
.
4. "Miré los muros de la patria mía"
No sólo testigo, también caminante de muchos
senderos y vericuetos es el idioma vital de Lafourcade. Las crónicas
avanzan envolviendo de este mundo apariencias y trasfondos a base de antecedentes,
de verdaderos expedientes de la memoria tanto como de los datos precisos que
aporta en cada ocasión. Observador y comentarista de agitaciones y de
pálpitos que relata con delectación y lapidaria ironía.
De la lectura viene un triscar de realidad quebradiza, que llama con urgencia
a la reparación de sus descalabros. Viaja por la actualidad lo mismo
que por las citas textuales de las que se vale para nombrar, sugerir, diagnosticar.
Canciones, poemas y personajes de la historia son dóciles, análogos,
comunicables en sus protestas y entusiasmos. Citas en otros idiomas agregan
resonancias y caracterizaciones que extienden símiles y ejemplaridades
frescas, excesivas, parlantes de motivos y dislates en que se aglomeran sus
materias reprensibles o laudables. Cultura audible la suya, abigarrada de lecturas,
de rastros y de rostros, con espaldarazo de experiencias varias, sin faltar
la información relevante. Cada una de las crónicas convierte el
texto en provocativa aventura nunca exenta de tono juguetón, burlesco,
travieso y sentimental. Material ambivalente; explosiva semántica.
A menudo recurre a supuestos diálogos y entrevistas.
Paródico. El novelista acompaña al fiscal. La voz satírica
arremete con ardor desapacible, sobre todo cuando en el máximo enervamiento
del ánimo escribe atrevidas sugerencias, verdaderas cachetadas a una
sociedad trituradora de sesos y de sensibilidades. Como Jenaro Prieto, asigna
nombre burlón al país. Bobolandia—variación de Tontilandia,
según el creador de El Socio—tiene de capital a Estultópolis.
Prieto la mentó Cretinópolis. Sus habitantes se caracterizan por:
"a) reírse cuando hay que llorar; b) Llorar cuando hay que reírse;
c) Dormir cuando hay que estar despiertos; d) Despertar cuando hay que estar
dormidos; e) sentir cuando hay que pensar..." Saca roncha. Mariano José
de Larra y Francisco Umbral son autores a quienes reconoce magisterio, también.
Todo parece interesarle. Mejor que eso. A cada situación
sabe arrancarle un borde de interés, el lado flaco, la faz que recuerda
lo falible, pero con la misma intensidad exalta lo humano en el talento ajeno,
la disparatada libertad de los artistas, el gesto fecundo de ternura y solidaridad,
la auténtica conducta. No es un demoledor nihilista sin más, a
lo Cioran, sino un reprendedor, como decía Gabriela Mistral de Joaquín
Edwards Bello. Si un propósito le domina es hacer considerable de reflexión
el alegato en favor de la belleza que merece urgente e irrenunciable atención
de las autoridades, no menos que en los remedios que lleven a fortalecer una
existencia humana de caracteres singulares. El presente debe mejorar; rehacerse.
Por eso mismo el ayer cumple el papel referencial que no cesa de abrirse a la
memoria de lo mejor; en el mismo sentido perfeccionista, el mañana debe
enarbolarlo la esperanza.
Esa función crítica la ha ejercido en tiempos
difíciles, de colosales fricciones en el país y de la no menor
desmesura foránea sita en el último tercio del siglo XX y de su
aún breve continuación en estos primeros años de esta nueva
centuria. Por eso mismo no puede extrañar el atrevimiento mostrado para
con personajes, guerras y escaramuzas de estos tiempos de penumbra, enrarecidos
de esmog y de bullicio. Tiempos erizados de sinrazones, de violencias, de sangre,
de muros de innumerables lamentos, de endurecimientos fanáticos, de esclerotizada
afectividad, de pulsión y forastería humanas. Por eso mismo se
apura en declarar con el verso de Borges: "Nadie es la patria", pues
entiende que existen formas varias de quererla, de limpiarla, de animar lo mejor
de ella, corrigiendo sus yerros, desarmando tramoyas que pretenden vulgarizarla,
desafiliarla de sus mejores personas, del esfuerzo honesto y cotidiano de los
silenciados. "Nadie es la patria" porque ella es, sobre todo, la benéfica
y hermosa naturaleza, la poesía que despierta sueños sin orillas,
la proximidad de seres que, en los tiempos, lanzan sondas de belleza, de pensamiento,
de realizaciones para hacer digno el paso humano, la pasión y el asombro.
El diseño escogido para sus crónicas—acompañadas
de cromáticas ilustraciones-- es la abundancia de subtítulos internos
que alivian el largo cuerpo de los textos. Palabras extranjeras y de la tribu
sirven por igual a dejar en su punto críticas y fervores. El punto seguido
y el punto y coma animan el ritmo sincopado de la prosa. De este modo, afirmaciones
y repulsas ganan autonomía y fuerza opinante. El paralelismo de los verbos
reafirma situaciones e intensifica efectos. Así el vivir queda temblando;
bate palmas; alza en vilo lo insólito en el medio cotidiano. Y con no
menos resolución se distancia de lo banal; lo escarnece en personajillos
de moda, voceados a la medida y gusto de la masa. "El lugar común—dice—es
la toxina mayor de la inteligencia".
Maestro del contraste, anima el centro de sus dichos con hervor
emotivo cuando a la vulgaridad estridente sale al paso con antítesis
de hombres y de mujeres excepcionales, tenidos por tales de acuerdo a la gran
razón válida según el parecer del autor: el haberse dado
a la vida con resolución de aventureros o de locos, de filantropía
e imaginación, benefactores, en suma, de obras, enseñanzas, actitudes
fecundas, y, por esa misma razón, son inolvidables.
5. "Cómo se pasa la vida"
Fuerza motora de este periodismo literario la nostalgia desde
un presente en fuga, donde se otean vigores y tremolaciones del pretérito,
cuando vivir era compañía en caminatas nutridas de un perorar
que esperaba el amanecer o animaba brindis y condumios celebratorios en locales
de desvelada juventud. Un tilo frente al Palacio de Bellas Artes reunió
los nombres nunca idos de los amigos y maestros que acuden sin restricciones:
Roberto Humeres, Eduardo Molina Ventura, Luis Oyarzún Peña, Inés
del Río, conocida cariñosamente con el sobrenombre de Momo, Enrique
Lihn, Jorge Teillier, Alejandro Jodorowsky, Martín Cerda y una numerosa
comparsa de personas mencionadas, como en un coro, perteneciente a esa vida
que estuvo en otros sitios y en otros tiempos. Cada uno y en conjunto formaron
legión de contertulios, de sabios y de beligerantes amistades del Parque
Forestal. Después se dispersaron por sueños y proyectos como elegidos
de un destino que les requería siempre más allá de sí
mismos. Esa nostalgia de ir y de venir entre ausencias demasiado presentes,
enfáticas, arracimadas expresan un indesmentible cariz de afecto que
completa, con quilates de la mejor ley, la creación literaria de las
crónicas.
El autor reflexivo comparece en medida precisa por que el escrito
no se disperse en incontables anécdotas. Sin caer jamás en lo
intrincado ni críptico, el conjunto exige una alta competencia del lector.
Cultura vívida, habitada memoria, agudo pispar de un perfil o de alguna
alusión en que refulgen realidades amplias o se insinúan eventuales
consecuencias del presente. A su turno el eglógico entusiasta, conocedor
de mil variedades de nuestra flora, anima las escenas y los ambientes con la
compañía de nombres que, de suyo, traen alegría y fragantes
reminiscencias a los pasos recobrados entre tantos otros perdidos.
Por demás recordar sus comentarios y citas de libros. Como Alone, niega
ser crítico; en cambio le guía su hedonismo al sopesar aciertos
e incitaciones librescos, si bien en contadas oportunidades deja impresión
unívoca de los méritos literarios de un autor.
De pronto desliza un mea culpa. "Lo único que he tratado, pero no
siempre he podido cumplir, es no ser deliberadamente injusto. Confieso que a
aveces se me pasa el caballo, pero hay opiniones o acciones que merecen un buen
caballazo."
Los pasajes más conmovedores de las crónicas
corresponden a las despedidas, como si desde un andén, el tren del tiempo
en marcha inexorable escribiera con humo la huida juventud. Todo lleva a sentir
la presencia de Rubén Darío, el de "Canción de otoño
en primavera":
"Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer"
Algo que se tuvo, imposible de retener, en ocasiones traducido en bolero o en
tango que mejor dicen la ausencia, esa dolorosa trizadura de la vida, todo un
homenaje sensible a personas y momentos que adelantaban eternidad. Algo semejante
a una escritura de ilusiones y de júbilos en horas de reír y de
escrutar dilatados litorales de ventoleras sin reparo; una infancia, una calle,
un barrio con almacenes y altillos, con la costumbre familiar de la que el joven
siempre quiere abjurar pero que, al cabo, los años lo regresan a la heredad
de aquellos primeros rostros; algo que vocea carpe diem desollado o es imagen
fantasmática de fluencias crecientemente entumecidas, así el roce
del sol en demoradas hojas amarillas en su desprendimiento de adiós,
esa doliente misiva del tiempo. Quizás, la delicada e inasible Nadja
extiende los velos de una danza melancólica al son de crepúsculos
y pareceres obligados a despertar.
"Por Lo Gallardo se paseó una parte mayor de nuestra
vida intelectual. Jugando. Llegamos jóvenes a esas tierras mágicas.
Era la casa que estaba detrás del espejo. Ya no queda casi nadie. Luis
Advis escribió una bellísima canción: Nuestro tiempo terminó.
¿Por qué viene hoy a mi memoria? Hoy, día jueves, día
de la última cena, escribo estas líneas. Para que ustedes las
lean este domingo, en que Dios le abrirá los brazos a nuestra Momo, porque
este domingo es tiempo de las resucitaciones y los resucitamientos."