Aproximaciones
a tres novelas de Ramón Díaz Eterovic
por Juan Mihovilovich Hernández
Solo en la Oscuridad
(Editorial Torres Agüero. Buenos Aires, 1992)
Heredia pareciera un personaje salido de la nada. No tiene historia
personal, no se conoce su procedencia, no hay mención alguna a su entorno
familiar, carece de amistades o de puntos de referencias que lo liguen al mundo
cotidiano. Heredia, es luego, un ser desprovistos de vínculos sociales.
A un personaje así podría catalogársele de vacío,
de estar circunscrito a la abstracción y no poseer ligazones directas
con el mundo real como si estuviera fuera de contexto. Sin embargo, Heredia,
el personaje central de la novela, no obedece a ninguna de sus aparentes carencias.
Y eso que pareciera ser un contrasentido le otorga un sello distinto de profunda
hondura humana, de patética soledad, de trágico quijotismo sometido
a un vaivén urbano ajeno y que, no obstante constituyen su mundo inmediato.
Heredia es un detective privado, anclado en la metrópolis santiaguina
que por cuestiones del azar se vincula al asesinato de una azafata que conoce
de manera casual. Las vicisitudes del mundo de la droga y ciertos manejos de
poder subterráneos van tejiendo un hilado múltiple que entrecruza
diversos ámbitos sociales. Pero, bajo la superficie de los acontecimientos,
que Heredia va ligando en busca de una verdad que intuye siempre a medias, lo
importante está en la atmósfera, en la humanidad que esconde la
dureza exterior de Heredia, más que nada máscara para sobrevivir
en un mundo abyecto y corrupto al que va sacando dosis de ternura para soportar
la soledad y el abandono de sí mismo.
En el plano de las escasas novelas policiales que como género se trabaja
entre nuestros narradores, Solo en la Oscuridad , trae un aire renovador, explorativo,
lleno de matices y sugerencias que atrapan desde la primera a la última
página. Más allá de la trama, que de por sí es atrayente
y refleja un devenir activo y ágil, sobrecoge la dimensión "solitaria"
de Heredia. Cuesta imaginar a un hombre relacionado con la investigación
como alguien dotado de una sensibilidad asociada a la ternura, que sumido
en atrapar a un asesino regresa cada cierto tiempo hasta su gato "Simenon" y
establezca con él una relación mítico-natural, una especie
de convenio no dicho en que cada uno es el soporte necesario del otro en medio
de una urbe desprovista de sentido.
Es cierto que Heredia tiene a una mujer. Es verdad que ella le otorga una compañía
que refuerza su condición de niño desprotegido. Pero, en el fondo
de sí mismo, Heredia sabe que está condenado a descifrar los arrestos
de la maldad, porque, de alguna extraña manera él mismo se intuye
como un salvador, no tanto de los otros como de sí mismo a través
de los demás. Por eso se enternece con la hija de la mujer asesinada.
Por eso viaja a Buenos Aires y se involucra en una historia que para cualquiera
carecería del más
elemental sentido. Pero, Heredia intuye, como esos héroes solos y solitarios
que "algo" es posible encontrar detrás de lo aparente, que bajo el barniz
de las cosas y de las formas que manejan el mundo siempre hay rostros humanosque
se utilizan para beneficio de otros.
Solo en la oscuridad , es luego, una novela que refleja el sitio impreciso de
un hombre anclado a una urbe de cemento y casi siempre nocturna y acechante,
que merece el calificativo de "triste" y también de "desolado", pero
que es capaz de sonreírle a la muerte por recuperar en una niña
su sonrisa natural.
Y además, o por último, es una novela bien escrita, amena, con
sentencias de vida y humor, negro en ocasiones, pero que deja en el lector,
sin duda, algunas huellas profundas después de su lectura.
Nadie
sabe más que los muertos
(Editorial Planeta, Santiago, 1993)
Con Nadie sabe más que los muertos , Ramón Díaz Eterovic
completa una trilogía con Heredia como personaje central, antihéroe,
investigador privado medio perdido en una ciudad reconocible. Antes, La Ciudad
está triste (1987) y Solo en la Oscuridad (1992) habían
preanunciado la existencia de este individuo poco convencional, más cerca
de la nostalgia y la tristeza que de su propia actividad semipolicial.
En Nadie sabe más que los muertos Heredia recorre de golpe nuestro
pasado reciente como país. Afloran por sus páginas escenas y personajes
que, de algún siniestro modo, preocuparon a parte significativa de la
sociedad chilena. Sin embargo, más que el correlato de los hechos, lo
que atrapa al lector es cierta forma de identificación con el personaje
central.
Aparentemente no tiene mucho en qué aferrarse. Su pasado pareciera no
existir. No hay datos que permitan configurar una cronología personal,
Y no obstante esa ausencia de elementos de referencia, todo en Heredia es pasado
y nostalgia: su perfil solitario, su desafectada manera de enfrentar el mundo,
de auscultar con cierta desidia al futuro lo sindican, a primera vista, como
un individuo condenado al fracaso desde siempre. Y no obstante esa limitación
de futuros Heredia sobrecoge por su innato sentido de querer-aprender, aunque
sea tangencialmente, cierta dosis de veracidad en un tiempo cargado de hipócritas
mentiras y de falseamientos compartidos.
La historia puede parecernos simple: la búsqueda de un niño nacido
durante el período dictatorial en algún centro de detención,
una madre ya inexistente, un par de abuelos que ansían tener al nieto
como lo único posible de ligarlos al pasado y enfrentar con esperanza
el futuro. Y en medio de la argumentación central, un juez presionado
por una lapidaria verdad, conexiones con reminiscencias vivas del período
nazi, una mujer hermosa que es posible amar, y un gato silencioso que parece
el retrato mismo de un héroe sin pretensiones. Y no obstante, en las
cerca de 200 páginas de esta trama político policial es posible
reencontrar "actitudes" demasiado evidentes con nuestra historia como para pensar
que el argumento
es sencillo.
Heredia irradia esa melancólica compulsión a una soledad escogida.
La existencia, allá afuera, no tiene mucho sentido. El mismo ha perdido
parte importante de lo que alguna vez fuera su joven vitalidad. Sus reflexiones
están llenas de una irónica forma de engarzar su baja autoestima
con el derrumbe del mundo adyacente. Su espacio vital, plagado de libros y polvos,
y esa presencia casi omnímoda de su gato Simenon son lo único
palpable y acogedor para alguien hastiado hasta de su misma sombra.
Y aunque Claudia (o Fernanda) emerja en su vida como una estela de luz que le
permitirá soñar y creer en algo parecido o similar al amor, su
escepticismo lo hace deambular de continuo por los bordes de esa desesperanza
metida en él hasta los tuétanos.
Si la historia misma en su desarrollo y desenlace es trabajo para un lector
entusiasta, la atmósfera que irradian las páginas de esta novela
se van incorporando subjetivamente en la sicología personal de quien
las lee, casi como si se estuviera atrapando en esa secreta complicidad que
todos sentimos por los héroes difusos, los que más que estatuas
cosechan siempre el olvido y el anonimato.
Una cierta mezcla admirativa y compasiva al mismo tiempo. Cierta ternura reflexiva
por Heredia que sacude la inercia aburguesada del poder complaciente. Y que
por qué no decirlo remueve desde su ficción mecanismos
de un pasado no resuelto, de actitudes todavía vigentes en un país
que avanza discretamente hacia el olvido.
Y como si fuera poco, Heredia lo hace de manera dinámica: remece alguna
cuota de conciencia todavía existente entre sus otros personajes con
razonada velocidad, metido en un lenguaje de novela veraz, convincente y matizado
de una ironía sugerente que consolida a un investigador privado inédito
de la literatura chilena.
Angeles y Solitarios
(Editorial Planeta, Santiago, 1995)
Hay dos mundos -al menos que se superponen: el de las apariencias, el
situado tras el tenue y sutil barniz de lo convencional, y el otro, el que anidado
en una profundidad paralela controla, mide, pulsa y regula la apariencia. Se
trata de realidades que, paradójicamente superpuestas, avanzan por carriles
que se tocan cuando es necesario, pero que se ignoran habitualmente.
Ya Oscar Wilde señalaba que "quien asume el riesgo de las profundidades
asume su propio riesgo". Seguramente vinculaba ese espacio secreto, íntimo
y demoníaco que todo ser anida en lo profundo con la humana necesidad
de querer acceder a él traspasando volitivamente el límite opaco
y gris de la cotidianeidad, de lo rutinario y efímero, de lo que -en
definitiva- nos hace creer que vivimos cuando apenas si rumiamos una sobrevivencia
abúlica y
carente de intensidad.
Si a aquella necesidad interna y natural de todo ser humano sensible sumamos
el desencanto epocal, la trigicomedia de una historia nacional que, más
que avanzar, se equilibra y acomoda consensuando la vida y dirigiéndola,
si a un ser humano condenado a la perpetuidad de la derrota y aferrado a la
nostalgia de un igualmente derrotado romántico y desfasado individuo
de fin de siglo, le oponemos -además- la asfixia de una sociedad inmisericorde
en
su hipocresía y cinismo, debatiéndose en la suma de conflictos
que procura ignorar, si a ese ser humano en definitiva, lo asumimos y nos hermanamos
con él, es posible objetivarlo y darle cuerpo: Heredia.
Heredia a secas, detective privado, real o supuesto, que anclado en nuestra
propia necesidad vital de héroes que nos salven de esta sociedad compartida,
asoma en esta novela como un "solitario" más ávido de encontrar
una o más razones que justifiquen, no sólo su existencia, sino
la nuestra.
En la trama de Angeles y Solitarios subyace una visión de mundo
desencantada, apócrifa y triste que pareciera determinar los pasos de
Heredia. No se trata únicamente de una investigación semipolicial
donde concluyen ciertos vicios del llamado mundo moderno: narcotráfico,
elaboración de armas para guerras que vemos por televisión o conciliábulos
políticos y militares. No. La novela de Díaz Eterovic de nuevo,
como en otras de la serie ( La ciudad está triste, Sólo en la
oscuridad y Nadie sabe más que los muertos ) nos atrae y subyuga -principalmente-
por esa necesidad vital del personaje central de no sucumbir junto al mundo
que se desploma.
Puede parecer extraño que un detective de segundo orden, apegado a las
citas literarias, conocedor de Borges o Neruda, se niegue a ser parte de un
sistema que detesta y que, sin embargo, lo sustenta. Pero, si bien la historia
(o las historias) que se ligan y entrecruzan otorgan una impresión de
derrota anticipada, lo que enternece -si cabe el término- al lector,
es esa porfiada obstinación de Heredia en mirar como de soslayo el alma
humana destruída y destrozada tras el barniz vacuo del formalismo ramplón.
Heredia, luego, no es sólo un investigador privado. No es sólo
un individuo desencantado socialmente. Es eso, es cierto. Pero, vitalmente es
un hombre que necesita amar aunque lo niegue, que teme al temor y lo asume,
que no quiere soñar y que sueña. Y además, que evidencia
una pasión casi otoñal por ciertos principios y valores que hoy
nos parecen de antología: Heredia es capaz de querer fraternalmente y
asumir que la vida o la muerte de un amigo
gatilla interiormente su solidaria soledad.
Por lo mismo, Heredia reitera en esta historia parte de su propia historia anterior:
el mundo de afuera no tiene mucho sentido y el que subyace, siniestro y atroz,
determina su cárcel personal de la que no es fácil salir por su
mera y simple voluntad. Por eso también su "gettho" individual y rayano
en la triste hermosura de los seres solitarios tiene, a pesar de todo, su propia
esperanza. Como en los rezos infantiles Heredia evoca sin saberlo a su propio
angel de la guarda vestido como una joven mujer que surge de la nada para salvarlo
de la única forma que es posible salvar a quien se hunde: amándolo.
Y esto que pudiera sonar a cursi o novela rosa tiene un sello distintivo que
lo distancia sideralmente de lo banal: es la esperanza, dolida y triste, refaccionada
de ironías y frases oblicuas e hirientes, pero que también punzan
nuestra propia vergüenza sibsumidos en un mundo de mentira. Y si a alguien
le interesa la verdad, y si pretende que el pasado sea más que un sentimiento,
la lectura de Angeles y Solitarios sacudirá, sin duda, nuestros
restos de conciencia personal.
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