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Adriana Lassel


¿FUI ALGUNA VEZ ELVIRA AGUIRRE?

Nunca tuve la impresión de un regreso al pasado tan nítido como en aquel viaje al Cuzco. Cuando Juan, un colega peruano, me repitió su invitación “si quieres ir allí no hay problema; aviso a mis padres y estarán encantados de recibirte”, comprendí que era posible responder a esa extraña y antigua obsesión: encontrarme alguna vez en las calles de la vieja ciudad.

La prolongada ausencia de mi tierra y los diversos trabajos en el extranjero me habían moldeado el carácter convirtiéndome en una jubilosa vagabunda para quien no existían las distancias. Pero mis viajes, pagados por universidades, tenían un punto de partida y de llegada y no pocas veces, volando sobre el Perú, había tenido el molesto sentimiento de postergar otra vez la ocasión de conocer ese país, como si -cosa curiosa- traicionara a algo que, allá abajo, me llamaba con la fuerza de un imán.

Por fin, un día, las circunstancias se juntaron para que, al regresar de una visita a mi país, pudiera quedarme un corto tiempo en casa de los padres de Juan. Pero, a última hora y cuando ya estaban ellos avisados sucedió algo imprevisible: no tenía la visa, en la que nunca pensé, necesaria para entrar al Perú. Si bien es cierto que este percance pudo arreglarse con rapidez, me significó perder el vuelo previsto y el contacto con mis anfitriones. En consecuencia, cuando horas después aterrizaba en el Cuzco, llegaba a una ciudad desconocida sin que nadie me esperara y con unos pocos dólares en el bolsillo.

El aeropuerto, que era pequeño, se fue vaciando rápidamente de sus viajeros y ya me encontraba en posesión de mi maleta cuando escuché por el altavoz : “A la señorita Adriana Aguirre la espera su familia en el salón azul”. Por cierto que yo no tenía familia allí y los años en que me llamaban “señorita” dormían en el olvido. Pero, intrigada, pregunté al muchacho que me había cogido la maleta:

-¿Sabe dónde está el salón azul?

-Justo al frente. ¿Es a usted a quien llaman?

-Me llamo Adriana Aguirre, pero no es a mí a quien llaman.

-Pues, allí están todos esperándola- dijo el hombre, como si no entendiera mi explicación.

En eso pasó a mi lado, a grandes pasos, una elegante y hermosa joven. La vi entrar al salón donde unas cinco o seis personas se dirigieron hacia ella con evidentes muestras de alegría. La abrazaban, hablando todos en voz alta, cuando alguien me vio y murmuró algo que paralizó el gesto y la risa de los demás.

En un instante se hizo el silencio y, ante mi sorpresa, el rostro de esa gente cambió, pasando ahora al asombro y hasta, diría, al temor. El de más edad, un hombre de rostro noble y blancas canas, caminó lentamente hacia mí:

-¡Elvira!, dijo cuando estaba cerca.

-No me llamo Elvira- contesté.

En eso, un hombre que venía desde afuera, llegaba apresuradamente a mi lado:

-¿Señora Aguirre?

-Sí, soy yo.

-¡Por fin! Como no llegó esta mañana, la señora Morales me mandó para ver si llegaba en el avión de la tarde.

-¡Qué exquisita atención! -murmuré-, y antes de seguirle me dirigí al hombre del salón:

-No soy Elvira, perdone.

Al otro día el sol brillaba sobre el valle del Cuzco, pero un aire frío se colaba por las callejuelas empinadas, dando a la limpidez del cielo una belleza de cristal. Por las calles, algunos turistas rubios llevaban vistosos gorros que les cubrían las orejas. Indiferentes a los extranjeros pasaban algunas mestizas balanceando, al caminar, sus amplios faldones; bajo el sombrero de corte masculino sus rostros impenetrables mostraban la marca de la raza quechua, como si el tiempo hubiese detenido en ellas el ritmo imperturbable de su paso. Dos mundos irreconciliables se cruzaban, dos épocas, dos mentalidades. “Esto sólo puede suceder en el Cuzco”, comenté a la señora Morales, quien agregó:

-Aquí se encuentra el verdadero símbolo del continente.

Sin prisas, me llevó al antiguo Templo del Sol, caminamos al lado de muros incaicos, de fachadas coloniales y conversando de su hijo y de nuestro trabajo, nos quedamos de pie en la altura de una calle observando las cercanas cumbres de los Andes.

-¿No está cansada?- me preguntó, mientras se ajustaba su moño con algunas horquillas que el viento había soltado.

-¿Cansada? No, ¿por qué?

-Generalmente los turistas... como estamos a más de tres mil metros sobre el nivel del mar.

Entonces, de golpe, achaqué a la puna esa indolencia que se enroscaba en mi cerebro, vaciándolo de toda sensación, excepto, quizás, del deseo que me asaltó de encontrarme acostada en una habitación, sin ventoleras.

Al otro día, bien descansada y en plena posesión de mis fuerzas, me senté a tomar el desayuno junto a los padres de mi colega. El aire sereno y distinguido de los dos armonizaba bien con la elegancia sencilla de los muebles, hechos con madera de calidad. Las paredes estaban cubiertas con cuadros y retratos y echando una mirada a la lámpara, noté que su magnífico trabajo de bronce completaba la decoración ideal para dar al ambiente un algo de confortable y seguro.

-El chofer nos contó de su encuentro con los Aguirre en el aeropuerto- dijo ella. Conocí poco a Elvira, pero es cierto que se le parece mucho.

-¿Quién fue Elvira?

-La que mejor puede informarla es mi hija, que vendrá esta noche a cenar. Eran compañeras y amigas.

No quise insistir y mirando el reloj señalé que ya era hora de partir hacia el trencito que me llevaría a las ruinas de Machu Picchu. De peregrinaje, sola, como lo deseaba. Afuera, el sol de agosto brillaba siempre. Al encontrarnos, me acarició la piel y su fulgor dorado cayó sobre los Andes como un magnífico telar de sombra y luz.

Por la noche, después del baño tibio y reconfortante me introduje en una suave ropa interior que guardaba aún el olor a espliego del lavado, y terminé con un vestido negro y un sencillo collar de perlas. Luego bajé al salón donde los tres esperamos la llegada de Mariluz, la hija.

Y sucedió, otra vez, lo mismo: un par de ojos que me miran fijos, helando mi sonrisa y atándome al sillón donde estaba sentada. Cuando la señora Morales me presentó como la colega de Juan, me di cuenta de que, conscientemente, no le había hablado de mí. Y el efecto había sido el esperado.

-La señora Adriana Aguirre -le dijo.

-...Mu...mucho gusto, -atinó a murmurar la otra.

-Hay una coincidencia de apellidos, ¿sabes?, pero no es Elvira -agregó el padre, en tono ligero, queriendo romper el hielo de la sorpresa.

-No es en Elvira en quien pensaba, sino en su abuela, la del retrato. Elvira era joven, de ojos brillantes y pelo largo. Pero la dama del retrato tiene las sienes blancas, como usted, viste de negro y sentada, así, me pareció de pronto, encontrarme frente al cuadro...

La pobre mujer no lograba reponerse de su impresión. Creo que por un segundo fuimos dos las que miramos resentidas a la madre, pero el asunto era demasiado apasionante como para estropearlo con reproches. En todo caso, aquella noche comprendí porqué, de todas las ciudades del mundo, siempre me había atraído el Cuzco.

Una vez sentadas a la mesa, supe por fin quien había sido la persona con quien todos me confundían. Elvira era alegre y bonita. La única mujer entre los hijos de Hortensia y Gabriel Aguirre. Nada alteraba su vida hasta el día en que, sin dejar la menor huella y sin razón aparente, desapareció. Estaba casada con el muchacho que siempre la quiso, el amigo de infancia, y tenía una niña de dos años, Adriana, la que venía en el mismo avión que yo tomé, desde Lima; y que vive en la capital con unos tíos y estudia en la universidad, contaba la señora Morales.

-Que desapareció sin razón aparente, no estoy segura- interrumpió su hija.

La conocía mejor que nadie. De niñas se iban juntas al colegio, tomadas de la mano y, adolescentes, se contaban sus sueños, sus rebeldías y sus lecturas.

-Era mi mejor amiga y lo que voy a contar nunca se lo dijo a nadie, ni siquiera tuve tiempo de hablarlo con ella. Un día la vi con un hombre, detrás de la iglesia de Santo Domingo. Ella parecía desfallecer en sus brazos, incapaz de rechazar la pasión insaciable con que él la besaba.

El ambiente de la cena se puso tenso. Parecía que Elvira hubiese partido recién.

-¿Quien era ese hombre- preguntó el padre, con el ceño fruncido.

-Un español, un abogado que estuvo aquí unos meses.

-No sé si lo recuerdan, de cara delgada, ojos verdes. A los pocos días que él regresó a Lima, Elvira desapareció.

-Nunca dijiste nada.

-¿Qué podía decir? La conocía bien, era soñadora, pero de carácter decidido. También era aventurera y si se había fugado, no quise traicionarla.

De pronto, Mariluz me lanzó una mirada penetrante:

-¿No encuentra que tengo razón? ¿No cree que ella tampoco me hubiera traicionado si hubiese sido yo la que me fugara?

-No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? Luego reflexioné y agregué:

-Aunque, si yo hubiera sido Elvira, le habría agradecido que guardara silencio.

Mariluz me miró sin responder. La señora Morales, algo agitada, me pidió que escogiera la presa de mi gusto del sabroso asado expuesto sobre una bandeja.

-Si hubiera sido mi hija -dijo el padre- hubiera preferido creer que murió, como le sucede a Gabriel, que saber que se fue tras un hombre abandonando a su niña y a su familia. En todo caso, nunca se lo digas.

-Nunca dije nada hasta ahora, además ese señor se lo pasa encerrado en la Rinconada, ¿cuándo podría verlo?

Como una estrella solitaria perdida en la negra noche, así brillaron esas palabras en el fondo de mi memoria. No sé donde ni cuando, pero yo viví en un lugar llamado la Rinconada.

Oí que alguien decía:

-...ahora hace lo que siempre deseó: dedicarse a la investigación de la historia... una de las mejores y más antiguas familias del país... el solar familiar, en la Rinconada, es de los tiempos de la Colonia.

Como ensimismada, dije: “tiene un muro pintado de blanco, a la entrada, con un portal de hierro negro. Luego viene un patio con piso de tierra, cactus y matas del lugar, árboles de flores amarillas o blancas y entonces aparece la casa, una construcción baja, un corredor donde es agradable sentarse en las tardes del verano, adornado con una hilera de maceteros con flores. Un salón sombrío y en una esquina, un piano antiguo...”

Todos me miran en silencio.

-¿Cómo sabe todo eso? -pregunta secamente el padre.

-¿Acaso las casas coloniales no son todas iguales? En mi país las he visto así.

Luego, ante el silencio, agregué solemnemente:

-Les juro que es la primera vez que vengo al Perú.

Mariluz sonríe, algo nerviosa:

-Tenemos una historia común y hasta lazos de sangre. ¡Usted puede ser pariente de los Aguirre de aquí! ¿Por qué no? ¿No partieron de esta ciudad los conquistadores de Chile?

Y yo contesto alegremente:

-¿Quién sabe si una de mis ancestros no fue prima, tía o abuela de la dama del cuadro, de la que parece que soy su imagen? En todo caso, les repito, es la primera vez que vengo al Cuzco.

Sonrisas relajadas y corteses. Para cerrar el tema, la señora Morales me pregunta:

-¿Que le parecieron las ruinas?

-¿Machu Picchu? ¡Oh, impresionantes!

 

 

 

 


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