Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura
Patrocinador
Secciones
Escritores

Semblanzas

Entrevistas

Artículos

Revista
Premios nacionales
Enlaces
Ebooks
Micro Cuentos
Cuentos Chilenos
Poesía chilena
Libros gratis



Páginas personales de escritores

Sitios en escritores.cl
Renato Martinez
Nicolás Mareshall
Cristián Brito
Andrés Castillo
Gonzalo Torrealba
Vistor De la Maza
Sonia Luna

Patricio Silva O.

OMAR

Estela Socias
Margarita Rodriguez
Juan A. Massone
Jaime Hales
Bernardita Moena
Humberto Flores
Loreto Silva
Luis Varas
José Pedro Soza
Orietta de la Jara
Elizabeth Gallegos
Annamaría Barbera
Roberto Rivera
Martín Lasso
Felipe Maturana
Tamara Rojas
Leandra Brunet
Naiffe Jasen
Buscar en escritores.cl
Ultimos Números
Abril 2001
Junio 2002
Julio 2002
Agosto 2002
Julio 2003
Agosto 2003
Septiembre 2003
Octubre 2003
Noviembre 2003
Diciembre 2003
Enero 2004
Feb/Marzo 2004
Abril/Mayo 2004
Octubre 2004
Noviembre 2004
Diciembre 2004
Enero/Feb 2005
Marzo 2005
Abril/Mayo
junio/Julio
Agos/sept
Verano 2006
Otoño 2006
Invierno 2006
Verano 2007
Otoño 2007
Verano 2008
Otoño 2008
Invierno 2008
Primavera 2008
Verano 2009
Otoño 2009
Invierno 2009
Primavera 2009
Verano 2010
Otoño 2010
Invierno 2010
Primavera 2010
Verano 2011
Otoño 2011
 

Adriana Lassel


El REGRESO DE ELÍAS CARBEYRA

Al escritor chileno Matías Cardal

El taxi atravesó el puente que se alzaba a pocos metros sobre el manso y oscuro río. En pocos minutos se había pasado de una visión agradable de barrios modernos, amplias avenidas y casas enjardinadas a los suburbios melancólicos de la ciudad. Por sobre un viejo muro, la brisa agitaba la copa de algunos cipreses, como anunciando que estábamos a la altura del cementerio. Inquieta de verme en parajes tan diferentes de lo que había imaginado, empezaba a dirigirme al chofer cuando éste me anunció: “ya estamos”, señalando un macizo edificio, notoriamente maquillado y rejuvenecido gracias a la pintura ocre de sus paredes. Una mirada inquisitiva mostraría, sin embargo, que bajo la delgada capa de cemento y pintura subsistían, imponentes, las sólidas piedras del viejo molino.

Sin mayor transición que el cementerio y las viñas aledañas me encontraba ahora en un mundo diferente, sometido al imperioso dominio que el cercano río y la densa vegetación le infligían. Subyugada, a mi pesar, por esta quietud, fui sacando, en trajines de roperos que llenar y libros y papeles que distribuir, toda la energía y tensión que el cambio de vida y de ciudad me habían causado.

Los árboles que veía alzando la vista a través de mi ventana me trajeron el crepúsculo antes que la noche cayera sobre Montpellier. Llegando al final de mis afanes de instalación, me di a la tarea de limpiar la oquedad que había debajo del lavabo de la cocina. Se encontraban allí hacinados, entre borras y telarañas, viejos periódicos y estropajos de limpieza que mi antecesor había olvidado tirar. Con cierta cautela, recelosa de tocar aquello sucio y polvoriento, fui retirando esas ruinas que un día tuvieron vida y actualidad. De pronto, entre todos esos diarios y trapos topé con unos pequeños papeles hechos ovillos, como si alguien, antes de lanzarlos allí, los hubiese torturado con el movimiento rotatorio de la palma de la mano.

“No pude esperar más que ese estúpido teléfono sonara y pasé por aquí. Ocho de la noche y tú no estabas”. El segundo papel que abrí había servido a su dueño para recordarle una serie de alimentos que tenía que comprar y aún agregaba “lavandería”, “seguro”. Ya lo iba a lanzar junto al resto de la basura, cuando vi, al reverso, otro recado con la misma letra: “Ni aquí ni en ninguna parte. ¿Dónde estás?, ¿por qué no me llamas?”. Este y otros papeles de igual tono firmaban con una B. Me quedé un rato pensativa, afectada en cierto modo por la ansiedad de esos cortos mensajes que, a pesar de todo, no habían escapado al destino de ser arrojados a un oscuro rincón, una vez que su dorso hubo cumplido su misión de ayuda-memoria.

Pasó un corto tiempo. Una o quizás dos semanas. El viento y yo ya éramos amigos; un día me había saludado con alegres torbellinos lanzando hacia mí unos invisibles y múltiples seres de grandes alas hechos de hojas caídas en el parque; el aire, a su vez se había ceñido a mi piel enseñándole a conocer la frescura del lugar.

El espectro del antiguo arrendatario volvió a surgir con la sorpresa que me dio el cartero al entregarme sus cartas, mostrando su nombre. En realidad, ya estaba enterada de que su correspondencia llegaría a mi casa. La patrona, interesada en instruirme sobre los diferentes asuntos que yo debía conocer, había atravesado el jardín que separaba su casa del antiguo molino y, entre otras cosas, me había hablado de él.

-El señor éste dijo que un día volverá a buscar sus cartas y el televisor. !Ah!, si quiere lo usa, aunque creo que no funciona.

Y agregó, bajando la voz, atenta al oído indiscreto:

-No hacía más que escuchar música todo el tiempo… es decir, cuando estaba en casa.

-¿En qué trabajaba? -pregunté.

-¡Me creerá que no lo sé! A veces quedaba días sin salir y en otras ocasiones se ausentaba por semanas.

Así que al ir al encuentro del cartero para decirle que no echara las cartas al buzón ,que yo las cogería, éste me dijo, mostrándome dos de ellas: “estas son para el señor Carbeyra, haga el favor de guardárselas” sin que esto me causara sorpresa y no fue sino distraídamente que contesté “sí, de acuerdo” mirando de soslayo los sobres.

Allí entonces vi escrito por primera vez el nombre de Elías Carbeyra.

Asombrada miré al hombre que ya se aprestaba a montar en su bicicleta: “¿No era francés?”. “No, señora, era extranjero y si no me equivoco, por el acento, hablaba su misma lengua”.

Esto no me aclaraba mucho, porque ya algunos me creían española o italiana, según interpretaban mi acento. Pero Elías y no Elie era un índice de que tal vez mi compañero de casa en tiempos no encontrados, fuese un transplantado de allende los Pirineos o, quien sabe, alguien que vino del llano, la pampa o la cordillera andina. Fue esta fuerza sugerente de la tierra la que me llevó a preguntar por él al jardinero de la casa.

-¿Cómo era el antiguo arrendatario?

El jardinero y hombre-hace-de-todo poseía una voluntad exquisita junto a una mente de lento rodaje. Cuando me acercaba a él, alzaba su gran cuerpo siempre doblado hacia la tierra y mis palabras parecían encaminarse lentamente desde sus oídos hasta el punto del entendimiento. La tardía comprensión se reflejaba en una pequeña chispita que alumbraba sus ojos dorados. Ahora decía con una pequeña sonrisa :

-Ah!, el señor Carbeyra… muy amable, muy correcto. Moreno, alto.

Y así, esta sombra que rondaba todavía los espacios del antiguo molino se fue insinuando en mi vida como si no bastara ese mundo nuevo que me solicitaba, para que además, sintiera la premura de dar rostro y materia al nombre que llegaba escrito en los sobres. Puede ser también portugués o brasileño, me decía, y quién sabe si no es judío. Y, luego me preguntaba:

-¿A dónde habrá partido?, ¿qué hará?

Como un carrusel la ciudad comenzaba en otoño a impulsar su movimiento de vida interior que la llevaría por los meses invernales a vivir recogida al calor de los piano-bar y galerías comerciales. Animada me incorporé a su ritmo recorriendo sus calles peatonales, sus cafés-teatros, los cines y los restaurantes, las salas de lecturas y los tantos lugares que se presentaban ante mí.

Pero al bajar por las calles angostas y al subir a lo alto de la ciudad no dejaba de pensar en Elías Carbeyra, que partió un día sin prevenir a la mujer que lo amaba. Esto me lo había confirmado una misiva que el cartero me entregara una mañana, junto con papeles del banco e impresos de propaganda. Venciendo ciertos escrúpulos y pudores, decidí abrirla, sobre todo, porque la patrona ya me había dicho con su fuerte voz: “No hay ninguna obligación de guardarle sus cartas, eh!, ya ha pasado bastante tiempo y no dejó dirección…”, y con mayor razón porque el cartero me había advertido que no vendría más por algo de Carbeyra. Para ellos él había dejado de existir. Para Beatrice y para mí, no.

Beatrice parecía ser joven. Su carta fue escrita, yo lo adivinaba bien, venciendo orgullos y despechos, en un momento quizás de absoluta necesidad. Las palabras salían fluidas, eran un torrente de promesas, de reproches, de recordar aquellos momentos juntos, rogando, perdonando. Y al llegar a lo alto de Montpellier, place de la Comedie, para encaminarme a mi trabajo no sabía aún si ceder o no a mi deseo de llevar esas cartas a su dueña y decirle que no esperase más. ¿Compasión?, ¿curiosidad por conocerla?, ¿o por conocerlo a él a través de sus palabras?

A medida que el invierno avanzaba mi barrio caía en un silencio más profundo. Al término de mi jornada, al regresar a casa, sentía la impresión de entrar en una atmósfera diferente, como si los árboles me viesen llegar y se quedasen un instante en silencio para observarme. El pino con su verdor perenne y el leve movimiento de sus agujas me parecía más bien amistoso y nada agresivo. Los otros, aquellos más cercanos al río, parecían sufrir de la desnudez de sus grises y delgadas ramas y se juntaban entre ellos buscando compensar su fealdad con ese aspecto brumoso y etéreo que daban al lugar.

Finalmente me decidí. De todas maneras, sin nada importante que hacer, ese día estaba más dispuesta a esta pequeña aventura que a otra cosa que requiriese mayor concentración. El frío comenzaba a producirme ese dolor general que parecía presagiar una gripe.

Fui, pues, a la calle de la Croix d’Argent, casi al final de la avenida Toulouse. Miraba aún las villas, buscando el número cuando dos jóvenes salieron de una casa. Su caminar era ligero y cortaban el aire con su aspecto de vitalidad y energía. Una mujer de edad madura salió a la puerta y llamó:

-Beatrice,¿vendrás al mediodía?

La más joven se volvió para contestar:

-Sí, olvidaba decírtelo…

Beatrice sonrío al hablar. Su rostro era delgado y pálido y en él destacaba una mirada celeste. No era una belleza, pero su cara expresaba ternura y sensibilidad.

Realmente, Beatrice no necesitaba de nadie. Me sentí ridícula con mi historia de carta abierta y el por qué de mi venida. Cuando se alejaron las jóvenes, me encaminé a la parada del bus que me llevaría de regreso a mi barrio. Todo lo que recuerdo es que regresé a casa penosamente, encendida en fiebre y asediada por un dolor que me oprimía las sienes, agitándome el estómago.

Al día siguiente, una calma inusitada y blanca penetraba por las ventanas. Se levantó a mirar y vio la calle, los árboles y los tejados cubiertos de nieve.

-¡Qué extraño!, pensó, nunca hubiera creído que aquí nevara.

De todos los árboles sólo podía ver el cercano pino, los otros desaparecían tras la niebla. Empezaron a caer finos copos de nieve y un viento helado se filtró por las hendiduras de ventilación de la casa. “Qué extraño”, volvió a pensar.

De pronto, fuertes golpes resonaron en la puerta.

-¡Hola!, ¿hay alguien?, ¿alguien vive aquí?

Una fuerte impresión se apoderó de la mujer, quien corrió hacia afuera de la alcoba, sin protegerse del frío.

-¿Eres tú, Elías?, ¿has regresado, por fin?

Anhelante y cansada, la mujer se detuvo en el primer descanso de la escalera, esperando que se repitieran los golpes. Su pecho palpitaba como pajarillo asustado; la ansiedad; la alegría enrojecieron sus mejillas. “Sabía que volverías”, murmuró, “nunca dejé de esperarte”. El hombre detuvo la mano que iba a golpear la puerta otra vez. Allá afuera había dejado de nevar. Elías Carbeyra giró en redondo y dejó su pequeña valija en el suelo. Vestía un grueso abrigo azul y una bufanda gris le ceñía el cuello. Una barba negra de varios días ocultaba parte de su rostro. Tendió la mirada a su alrededor. Allí todo parecía igual que antes de su partida. La calle silenciosa, el jardín bien cuidado y poco más allá el pino cuya cúpula sobrepasaba el techo blanco de nieve.

Carbeyra era un vagabundo frustrado que amaba la música y cuya forma de ganarse la vida le repugnaba. Su apariencia huraña como su significativa abulia hacían de él un hombre extraño y de reacciones impredecibles. Sabía perfectamente porqué había dejado Montpellier y abandonado intempestivamente a Beatrice. Siempre le dolió aquello como una herida, pero nunca trató de justificarse con ella. Ahora, un paréntesis importante permanecía abierto y había que cerrarlo, pero estaba su bochornoso oficio, que lo hacía vivir desconcertado y errático, consecuencia, en fin, de ocultar en alguna parte de su ser, un simulacro de conciencia. Por eso, cuando su imperio de tráfico humano se le hacía insoportable corría a refugiarse a este rincón de Montpellier, junto al Lez, donde nadie lo conocía y nadie lo buscaba. Sólo que había surgido Beatrice, con su amor absorbente y posesivo.

Aquel tiempo junto a ella había sido uno de los más hermosos de su vida. Durante su ausencia, sentía a menudo su mirada revoloteando como un pájaro celeste en su memoria y buscaba, anhelante, su precioso cuerpo lleno de temblores. Con ella vivió, sin duda, una época maravillosa y desenfadada. Solían pasear por el centro de la ciudad y detenerse bajo los toldillos multicolores en verano mientras la marejada humana parecía ignorarlos completamente o deambular hacia el sur por las ruinas de Maguelone. A comienzos de la primavera, cuando aparecían las primeras flores se iban a la orilla del Lez y en el otoño, recogían hojas doradas en los bosques cercanos. Algún anochecer caminaron riéndose como niños bajo la lluvia fina e irreal, escabulléndose bajo el puente frente al Polígono o por entre las callejuelas de la vieja ciudad.

-Je meurs de faim, mon chèri -solía decirle ella con ese acento mimoso de la mujer que se sabe amada.

Y entraban entonces a un barcito y pedían café y emparedados y charlaban hasta el amanecer mientras la voz trasnochada de Aznavour brotaba desde alguna parte. Había un encanto desorbitado y singular en aquellas madrugadas de Montpellier y en ese vagar desaprensivo junto a Beatrice. Nostalgia de todo aquello que ahora lo hizo volver, aunque él sabe que esta nueva escapada sería la última y definitiva. Cuestión de cerrar un paréntesis y decirle adiós.

Comenzó a nevar de nuevo y allá, a la distancia, el Mediterráneo brumoso desataba sus mareas y sus voces agresivas en el viento. Hay un silencio tranquilo en la calle que se interrumpe por el transitar de un solitario automóvil y la conversación de una pareja trasnochadora que va a la parada del bus.

Elías Carbeyra piensa que debió hablar primero con la patrona para indagar si la casa estaba o no ocupada por un nuevo arrendatario. Cojió la maleta y cruzó, decidido, hacia el jardín. Su figura va perdiéndose entre los copos de nieve que cerraban el aire y borraban rápidamente sus huellas, mientras adentro, la mujer afiebrada esperaba, inútilmente, que tras la puerta surgiera una sombra, una tierna sonrisa, el brillo de unos ojos.

Al otro día la fiebre había bajado y pude levantarme con el cuerpo aún resentido. Miré hacia afuera maravillada de la dorada transparencia del aire, mientras aún me habitaba, como en un sueño de madrugada, la voz y la presencia de ese hombre venido de un mundo lejano, blanco y helado. Me miré asombrada en el espejo, pensando por un instante que mis ojos serían celestes y mi cuerpo delgado y joven.

 

 

 

 


Hacer clic sobre la imagen

 

 
Club Literario
Destacados
Cartas al director

Páginas personales de escritores
Web de un escritor
Blog del editor de escritores.cl
Comentarios de libros
Mandalas de Omar

mandalas de Omar aquí

su email
Ingrese su email para recibir novedades de escritores.cl
Haga clic aquí
DIASPORA

Antología escritores fuera de Chile

Suplementos

La Mistral en fotos

Poesía Religiosa

Encuentro de escritores

Escritores chilenos en Canada

Letras de cuecas chilenas
Escritores al banquillo
Diversos

Libros recibidos

Boletines temáticos

continúe estas Historias Inconclusas

El Ciego

María

El diario de un cesante.

El ascensor.
El viaje en autobus
Participa en la Tierra de los MicroTextos

clic

   

© escritores.cl - Permitida la reproducción de su contenido mencionando la fuente siempre y cuando no sea con fines de lucro