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DOS
Hijo
único, siendo pequeño, sus padres se separaron.
Soraya, la mamá abandonó el hogar siguiendo a
un fotógrafo canadiense algunos años menor que
pasó por estos lares, procurando retratar las tierras
del fin del mundo, en medio de un campeonato mundial de
fútbol.
Es cierto, la relación entre los padres de Gaspar se
encontraba maltrecha y agotada, pero la formal convivencia se
había impuesto tácitamente atendida la edad del
menor y seguramente por lo difícil de asumir la ruptura
en un tiempo que privilegiaba las uniones legales, ocultándose
bajo el manto de nuestra perenne hipocresía, aquellas
que se mantenían sin sentido irremediablemente resquebrajadas.
En el plano formal, la representación de Manuel y Soraya
por soslayar la fatiga de la relación, permitía
no despertar sospechas acerca de su verdadero trance.
Día a día marchitábase así el madrigal
que en algún tiempo albergó sueños y proyectos
en cuyo trasfondo se creyó contar siempre con la melodía
del amor; con el pasar dicha melodía, fue apagándose
y sus estribillos
desojándose uno a uno.
Un año antes de la abrupta partida de Soraya, falleció
la abuela Teresa; madre de Manuel; su padre y Elías,
su tío. Doña Teresa había enviudado hacia
dieciséis años de don Bartolomé Morino
Correa oriundo de Galicia y
afincado en el Nuevo Mundo a inicios del siglo veinte.
Terminó de criar a sus dos hijos gracias a las inversiones
en bienes raíces, con que el difunto don Bartolomé
la dotó para después de sus días y que
fueron muy bien administradas por su hijo mayor, Elías.
Habitaban una antigua casona a pasos de la Gran Avenida en el
sector del Llano Subercaseaux. El inmueble tenía una
clara reminiscencia de esas casas patronales tan características
del campo de nuestra zona central. Desde
luego, ésta era más pequeña y dispuesta
con las últimas comodidades de la época.
Poseía la virtud de ser muy agradable en los veranos,
por donde se colaba a ráfagas el intenso sol entremedio
del parrón y el follaje de los árboles
frutales que la guarnecían. Aquella vegetación
apaciguaba el calor con sus sombras protectoras y creaba espacios
seductores donde se podía descansar, leer o bien incluso,
tomar una buena siesta veraniega.
Por la amplia galería embaldosada que circundaba las
habitaciones y dependencias y fruto de aberturas estratégicas,
el viento estival escurría moderada y constantemente
aplacando cualquier tipo de sofocón, encauzando su brisa
entre los ventanales y sillas de mimbre dispuestas en el corredor.
En el invierno la calidez de la misma, estaba a cargo de una
chimenea y un par de estufillas que templaban todo el espacio,
y en las noches de lluvia inclemente, escuchábase abatir
de manera lejana los goterones amortiguados por las tejas coloniales.
A Manuel le bajó inesperadamente el deseo de escribir,
el mismo que estuvo latente durante su primera juventud y que
ahora, casado y con hijo, irrumpía con la fuerza de un
volcán reactivado.
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