Cuando hablamos de brujas viene instantáneamente a nuestras mentes la imagen de una mujer entrada en años, de peculiar tono de piel que generalmente es de espectral blancura o un interesante tono verdoso, cabellos lacios desgreñados con hilos de plata, narices poco armoniosas y granos conspicuos en rostros surcados por el tiempo. Las brujas nos recuerdan los cuentos de hadas, personajes antagónicos a estas mujeres asociadas, generalmente, a pociones y brebajes mágicos preparados en calderos con exóticos ingredientes, a hechizos malignos capaces de convertir apuestos príncipes en horrorosos sapos y poderes otorgados por el mismísimo demonio por medio de las fuerzas oscuras.
Sin embargo, una bruja no necesariamente debe ser hechicera, estrafalaria y transportarse en escoba voladora para serlo. Habemos personas a las que Dios nos dio ciertos dones que nos permite anticipar hechos o mover objetos mediante una fuerza mental descomunal, y también somos llamadas “brujas” aunque no andemos asustando niños, pero pensándolo bien cuando nos ponemos máscaras naturales de belleza asustamos hasta los adultos y a nosotras mismas sin quererlo.