El territorio de Ñuble y el espacio poético

 

Por Lila Calderón

 

Yo nací en La Serena, he recorrido bastante el norte, el desierto, el altiplano. Conozco la fuerza de los elementos y la magia de los espejismos. El sur vino después. Evocar los recuerdos más antiguos que tengo de las ciudades, pueblos y parajes de Ñuble me conecta de inmediato con mi padre, Alfonso Calderón, que nos hablaba siempre del sur, a mis hermanas y a mí, como de un territorio emocionante donde él había sido muy feliz. Nos contaba que el terremoto de Chillán del 24 de enero de 1939 lo había marcado profundamente. Tenía 9 años y vivía en Lautaro con su familia, fue tan impactante todo lo que se oía y se sabía de aquel desastre que al día siguiente, como una manera de iniciar un registro de vida, se manifestó su vocación por la escritura al testimoniar: “He decidido comenzar a escribir mi diario. Anotaré aquí todo lo que me pasa, lo que leo, lo que no le cuento a nadie, lo que ocurre dentro de mi cabeza. El asunto es que a veces quisiera ser muchas personas. Me miro en el espejo y pregunto al que allí está quién soy. A veces siento que el Conde Caníbal, Erico, el niño de las cavernas, Daniel Flaxton junto al viejo Daniel, Jim y no el doctor Livesey, Robinson Crusoe…”. Y con esas narraciones sobre lo que sentía, pensaba y sus incertidumbres, revivía viajes en tren, idas y venidas por aquí y por allá fijando en su memoria las maravillas del sur. Por eso quizá no fue difícil que Chillán me pareciera más tarde una zona misteriosa con nieblas que se abrían o cerraban para nutrir la imaginación y llenarla de cuentos, músicas, películas, poemas y gestas.

Me acostumbré también a acercarme a los lugares relacionándolos con personajes de la literatura o de la realidad, nacidos o surgidos de la tierra o de la imaginación de un autor, poeta, músico, pintor o diosa madre que florece y da frutos a la luz del sol o de la luna. Como Violeta Parra por ejemplo, a la que escuchábamos desde un long play que tenía su fotografía en blanco y negro en la carátula. Ella había nacido en Ñuble, espacio que fue propicio para otros grandes artistas como Claudio Arrau, Nicanor Parra, Ramón Vinay, Marta Colvin, Mariano Latorre, Marta Brunet, Víctor Jara, entre tantos otros creadores que se quedaron para siempre habitando ese lugar fuera del tiempo, un espacio de lucha o resistencia contra todo lo que pusiese en peligro la libertad. Había que tener una piel especial, un corazón lleno de coraje para nacer y vivir allí, pensaba yo después, cuando estaba en el colegio. Porque la historia y la literatura nos nutría con escenas que confirmaban que por allá sucedían cosas. Ahora sé que sí, que ahí la naturaleza es poderosa y desafiante, y que es dulce y pura también, que seduce con sus aires aromáticos que fluyen entre árboles de bosques milenarios y espumas de aguas limpias que bajan bailando desde termas y saltos mágicos para tocar al visitante y despertarlo. Y asombrarlo.

He conversado este tema con amigos poetas y artistas de Santiago y coincidimos en que allí se conserva algo que ahora parece muy curioso (aunque en realidad es trágico para nosotros, comprobarlo), y es el que allí sí se ha protegido un modo de ser y estar en el mundo que es más humano. En un ritmo para humanos que por tanto no enajena ni desorienta, porque está en armonía con lo cósmico y nos deja propensos al reencuentro con nuestra esencia.

Con el poeta Ignacio Aguirre nos parece que es algo genésico, porque aflora desde el verde aterciopelado de las faldas de las montañas, para humedecer el musgo de las quebradas y espejear en las flores silvestres cuando el alma del viento sopla. En ese estado, viendo el rostro de la belleza, es natural cantar, bailar y hacer el ritual de la poesía amasando las palabras necesarias para hacer latir incluso un corazón en blanco.

Arturo Valderas, artista visual, amigo y colega con el que conversamos frecuentemente sobre experiencias artísticas y procesos performáticos de variada índole, me contó sobre un viaje que hizo el otoño pasado a las cercanías de Quinchamalí. Iba con su padre a la casa de un amigo de él. Luego de un hermoso encuentro, este señor los llevó a conocer unos bosques donde se maravillaron tanto que se desconectaron del tiempo; se les vino encima el atardecer arrebolado con el aroma de una humedad crujiente de hojas que se aglutinaban generando texturas. Llegó la noche, había luna llena y el viento empezó a agitar las sombras que surgían de entre los árboles centenarios y parecían cobrar vida hasta que se convertían en personajes que se comunicaban entre ellos. El bosque entero se veía plateado y se preguntaban si todos observaban lo mismo porque parecía una pintura. Fulguraban algunas estrellas y veían la silueta de la Cordillera de Los Andes por un lado y la Cordillera de la Costa por el otro. Era un espectáculo que provocaba la necesidad de seguir mirando sin decir nada para no perderse detalle. Me lo contó con la emoción de alguien que vivió una experiencia inolvidable. Un recuerdo que se cristalizó para siempre, que se hizo piel y corteza. Su recuerdo de Ñuble se fijó en él con la magia de ese día.

Me gusta ver y oír a los otros para comparar o entender mis efervescencias creativas que se gatillan en lugares como estos. Por eso también incluyo a mis amigos en mis cuentos o poemas o reproduzco sus experiencias, sabiendo que a mí me basta subir al tren para llegar a Chillán con todo lo que eso significa, e ir al encuentro de mis amigos del Grupo Literario Ñuble, para saber que además de participar en actividades creativas, ocurrirán cosas extraordinarias. Cada vez que he ido he encontrado allí algo que permite el recogimiento, el asombro, la conexión profunda con poetas, estudiantes y la gente que pasea en silencio por las calles, o en sus casas talleres aún siguen la tradición familiar de mantener sus oficios, generación tras generación, en telares, trabajos en cuero, gredas, hornos de barro, mientras recorremos ciudades, pueblos cercanos, haciendas, y me cuentan las historias de cada día, que son como las de la lámpara maravillosa con su flama inextinguible. Y he caminado en círculos o espirales, he almorzado en el Mercado, he visto los murales de Siqueiros,he tenido la gran suerte de presenciar encuentros de payadores iluminados. Y pretendo seguir ahondando en mi exploración experimental de la provincia de Ñuble cuando haya Carnavales, Festivales de Raíces Criollas, Fiestas del vino o de la Esquila. Porque algo atávico aparece, no encuentro otra manera para definir ese espacio interdimensional en el que entramos y que desata el fervor de la palabra o de los materiales creativos por fusionarse, por querer decir, por hacer. ¿Es la fuerza del paisaje que tiende puentes, se abren nuevos mundos, son pasillos? Porque la misteriosa geografía tiene sus mapas secretos, Ñuble es un territorio poético.

 

 
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Rubén Silva

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