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La cartonera

Eran las cinco de la mañana, Isabel abrió los ojos recordando su realidad, debía levantarse para recolectar cartones porque tenía que alimentar a sus tres pequeños hijos. Se quedaban durmiendo mientras ella trabajaba para volver corriendo a las diez de la mañana a atenderlos, pues su vecina Herminia se hacía cargo de la venta trayéndole el dinero. Mientras se despertaba, pensó en su desgraciada vida. Nació en la pobreza, solo recordaba maltratos, soñaba con tener lo que nunca tendría. Un miedo terrible de enfrentar su miseria la envolvía al despertar. En sus momentos de más desesperación acudía a Dios, pero nunca la escuchaba. Su recuerdo, un submundo del que no podía salir, solo pensar en comer, para eso tenía que trabajar, cuando había trabajo.

Estaba sola con sus hijos, su primer compañero se fue con otra mujer antes que naciera su segundo niño, aludió que no quería más problemas, ni obligaciones; el padre del tercero, un bebé de tres meses, se lanzó a la droga, no supo más de él.

Salieron en el triciclo de Herminia, aún era de noche, hacía mucho frío, la ciudad estaba solitaria con las luces encendidas todavía, los demás dormían calientitos en sus hogares, pero ella debía sufrir todas las mañanas sin ninguna esperanza de cambiar su vida. Empezó a escarbar en la basura en la calle que a ella le correspondía, el cansancio la dominaba, se le cerraban los ojos de sueño. Esa noche casi no durmió pues el pequeñito tosió tanto que tuvo que dedicarse por completo a él. Recién se quedaron dormidos cuando sonó el reloj.

Estaba de lo mejor en su trabajo y vio brillar en el fondo de la basura una hermosa cajita con forma de joyero. La tomó con cuidado, quiso abrirla pero estaba con llave, tanto le dio, le dio hasta que pudo hacerlo ¡Tenía todo tipo de joyas! collares, anillos, pulseras, aros ¡y dinero! ¿Quién la dejaría ahí? Parecía estar escondida.

Pensó en cuánto sufría en una pieza que tenía una cama para los cuatro, ni siquiera podía ducharse, era joven, solo veintiún años, aunque aparentaba mucho más edad de la que tenía. Su cabello lo llevaba en un moño como una vieja, sus ojos cafés tenían el encanto, el brillo de la juventud. Estaba gorda de tanto comer comida chatarra, por lo barata. Su ropa era fea, remendada. ¿Qué podía hacer? Por sus hijos, se quedaría con el dinero, buscaría cómo vender las joyas, para poner un pequeño negocio de comida. Eso lo haría para arreglar la vida de sus niños, no quería que fueran tan pobres como ella, que nunca aspiraran a nada. Pero ¿cómo lo haría?
¡Herminia! Su ángel de la guarda, siempre la ayudaba, conocía mucha gente en el medio en que se movía.

Todo le resultó a las mil maravillas, después de muchos trámites puso su pequeño establecimiento para dar de comer a los trabajadores a la hora de almuerzo. A sus hijitos más grandes los inscribió en un colegio cercano. Al menor en una sala cuna.

Isabel estaba feliz, nunca habría arreglado su vida de otra manera, incluso había notado que uno de los obreros que almorzaban allí, no faltaba ningún día, mirándola con ojos de enamorado. Averiguó sobre él, se trataba de un joven de su edad que vivía con sus padres, y era soltero. Le gustaba mucho, nunca lo vio bebido, siempre fue amable con ella. En su ignorancia daba gracias a Dios por haberla ayudado de esta forma, a pesar que era dinero mal habido.

Herminia ayudó en todo, siempre estaba a su lado. Los pobres se apoyan mucho entre ellos. Era una mujer obesa como la mayoría de las pobladoras, que vivía sola pues sus hijos, casados, hacían poco caso de su madre. Se acercó a Chabela por falta de cariño, donde la vio tan desvalida se dio cuenta que esta también la necesitaba, entonces hizo el papel de madrina de la muchacha y los niños.

En un momento en que Isabel se encontraba sirviendo un plato de comida a Juan, el objeto de su futuro amor, sintió la voz de Herminia que la llamaba. Ella tembló, aún no se sentía muy segura pues temía que la policía se apareciera a saber de dónde sacó el dinero para poner ese comedor, que era bastante bueno, pero Herminia la volvió a llamar y esta vez a remecer mientras le decía. -Ya po Chabela, te quedaste dormía de nuevo, despierta, por eso ganamos tan poco con los cartones po.
Abrió los ojos, el mundo se le cayó encima a la pobre muchacha después de su hermoso sueño, se subió al triciclo, ambas mujeres se perdieron por las calles aún iluminadas de la ciudad.