Cualquiera
de nosotros
Lo primero (y primordial): una declaración
de principios.
Es lo que Cristián Brito hace en cada línea de este
libro: clavar una bandera con sus colores propios –la mayoría
de las veces oscuros, aunque resplandecientes, negros y grises que
pueden cegar a ratos la mirada, para luego hacer ver con otros ojos,
mejor, más claro, distinto, en terrenos difíciles, pedregosos,
podridos y abatidos. Pero no como alegoría, no para fundar
un reino con esos materiales, sino para transformarlos en esperanza.
En la firme esperanza de salvarse por medio de las palabras.
Cuento viejo, dirán. Sin embargo, cuando se advierte que en
un conjunto como este hay más verdad que en casi toda la poesía
“profesional” que se hace a fuerza de modas, academias,
concursos y palmadas en la espalda de los contactos adecuados, es
el momento de celebrar que, por viejo que sea el cuento del ejercicio
poético, sigue siendo –las contadas veces que nos topamos
con un libro como este? una auténtica bocanada de oxígeno.
Los versos de Brito, en esta, su primera publicación en solitario
–antes algunos de sus poemas habían sido recogidos en
antologías colectivas de editoriales españolas? tienen
la urgencia propia de los adolescentes, aunque el pulso en la escritura
de un poeta con cancha tiro, lado y madurez. Y es que el autor de
este volumen, además de haber leído ?se nota en cada
estrofa- mucha poesía, ha leído a los poetas correctos.
O a los que él necesitaba para, a partir de ellos, configurar
un universo propio, lleno de referencias, guiños y citas, pero
que en conjunto nos habla de un solo individuo: él mismo. Claro
que también, y aquí tal vez radica el más grande
de sus méritos, podría ser cualquiera de nosotros.
Porque cuando habla de los vagabundos, por ejemplo, en Paseo familiar,
no es que él en realidad actúe como tal ni padezca las
miserias de los vagabundos de la calle, sino que más bien logra
sentirse y ponerse en la piel de los desabrigados y perdidos, de aquellos
que no tienen certeza alguna y deambulan a los tumbos; es con ellos
que llega a sintonizar, y por eso los asume como su familia, como
sus pares, pero no desde la marginalidad social, sino desde la errante
sensación de estar en un mundo donde las cosas simplemente
no calzan del todo.
Son estos rasgos los que, nos guste o no, compartimos al fin casi
todas las personas.
Lo mismo ocurre cuando nos habla de los muertos. Por eso se dan cita
en estas páginas los epitafios –tres? de un sujeto que
asume como último refugio sus poemas, que escribe “para
justificar su paso por este mundo”.
Para no estar muerto, en definitiva.
Por eso es una declaración de finales también.
Una apuesta frente al miedo, frente al vacío cotidiano.
Frente al final.
Poemas escritos a la carrera, corriendo, sin –por suerte- excesivo
filtro, imperfectos pero honestos, como una imperfecta pero honesta
canción de Hendrix, versos algunos que llevan las rimas consonantes
al paroxismo (“Solo en su habitación / cigarro en mano
/ oyó su canción con detención…”),
subvirtiendo las normas “correctas”, cagándose
en ellas, se diría, haikús que no alcanzan y no quieren
ser haikús, sino su equivalente desgarrado de métricas,
de tradiciones y de ingenios sin genio. Versos que, a fin de cuentas,
eluden la experimentación indi, la provocación taquillera
y la impostura postmoderna.
Que cuando desafinan suenan incluso mejor.
Versos para leerlos a todo volumen.
En silencio pero como si fueran descargas eléctricas.
Eso es.
De esto se trata.
Versos que, de algún modo, son puñetazos.
Brito ya puso la cara.
Ambas mejillas, además.
El turno ahora es del lector.
Alejandro Aliaga
Editor Punto de Lectura, España