El muerto

Ernesto Langer Moreno


El muerto estaba ahí sin decir una palabra. Y si alguien debía entonces decir algo ese era él, tendido allí en medio de la pieza dentro de un cajón mirando de frente hacia la otra vida, mientras los otros, todos los otros se agitaban a su alrededor. No había cruzado hace mucho esa delgada línea que separa los dos mundos pero, ya su cuerpo se estaba enfriando, tomando el color de los seres inanimados, aunque podía escuchar lo que sucedía y verse a sí mismo como si se viera en un espejo.

Algunos de sus parientes llegaban apurados, con una cara de pena ceremoniosa, y estrechaban las manos de sus hijos abrazándolos y besándolos en las dos mejillas mientras les decían al oído palabras cariñosas.

El personal del servicio funerario lo había hecho bien. Acomodaron su cuerpo y lo dejaron tendido allí como en el más confortable de los lechos. Y habían encendido a los cuatro costados unas luces en forma de velas para que todos pudieran apreciarlo mejor a través de una pequeña ventanita en donde su rostro sin gestos aparecía para que le dijeran adiós.

Al principio había gritado con todas sus fuerzas pero, rápidamente había comprendido que era inútil. Poco a poco fueron llegando todos sus hijos y sus nietos, los que a medida que llegaban se ponían a llorar. Al menos era confortable ver esas espontáneas manifestaciones de cariño, muestras claras de cuanto lo querían y del dolor que les provocaba verlo así, en ese estado.

Pero él estaba bien. Tranquilo.

En eso llegaron los vecinos y el ambiente comenzó a ponerse denso entre tantas personas amontonadas como nunca en aquella habitación. Algunos lo besaban en el rostro sin que él pudiera sentir nada. Era extraña esa sensación de estar y no estar al mismo tiempo, observándolo todo como si fuera el espectador de una película.

Por la noche lo dejaron solo. Sumido en un silencio casi sepulcral. Entonces recién tuvo tiempo para echar una mirada a su vida. Pensó en lo feliz que se pondrían todos aquellos que habían deseado su desgracia de todo corazón. Y en esos que por fin podrían aspirar a un asenso profesional gracias a su ausencia desde ahora definitiva y permanente.

Pensó también en su perro y en como lo extrañaría todas las tardes cuando con infaltable cariño le llevaba su comida y éste movía su cola especialmente para él.

Podía ser que también lo echaran de menos en la garita de los juegos hasta donde llegaba impajaritablemente cada viernes con su cartilla ganadora. El hombre del servicentro , también.

Por su mujer no tenía porque preocuparse. Todos sus hijos eran grandes y había dejado para ella una suculenta suma pactada con una compañía de seguros.

Habían tenido una vida larga y bendecida, sin grandes tropiezos y muchas pero muchas veces habían conversado sobre este posible acontecimiento. Ella lo honraría, claro, con sus familiares y amigos. Derramaría bastantes lágrimas pero, continuaría su camino hasta reencontrarlo más adelante nuevamente.

Por último, nada tenía en su conciencia que le pesara de algún modo inusual. No había sido ni bueno ni malo, según él.

El día llegó y con éste, la gente de la funeraria otra vez.

Ellos lo llevaron al que sería su último paseo por este mundo. Lo instalaron frente al altar en una iglesia y nuevamente vio a la gente llorando desfilar frente a su ventanita. Ahora hasta pasaron junto a él personas a quienes ni siquiera conocía. El cura dijo unas palabras a las que, premeditadamente no puso atención. ¡ Pamplinas ! dijo él. Luego vio como lo rociaban con agua que no debió ser más que agua de la llave, mientras el llanto de los presentes aumentaba.

Después lo volvieron a pasear. Y esta vez el paseo fue más largo porque cruzaron toda la ciudad. Hasta que allá lo pusieron sobre una especie de camilla con ruedas y lo arrastraron cruzando por lóbregos y silenciosos portales de cemento y de metal.

Al final del camino se juntaron todos para decirle el , ahora si, último adiós. Algunos cantaron, otros rezaron el rosario y otros no pudieron siquiera pronunciar una palabra, entre ellos su mujer.

Después de un rato prudente se marcharon y él les gritó. Olvidándose de que ya no lo podían escuchar. Hasta que entonces murió definitivamente, junto al ruido de los pasos de los suyos que también desaparecían en la distancia, allá al final del corredor.


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