LA ESPERANZA
Desde hace unos pocos años empecé a llevar regularmente las cartas a la residencia de Dios. Esto es lo más notable que ha pasado en mi vida. O lo fue, por lo menos, hasta anoche.
Voy todos los días, aunque no tenga casi nada para entregar. Prefiero no guardar ningún papel para el día siguiente.
Es una casa hermosa y grande, de tres pisos, en lo alto del monte. Las numerosas ventanas me hacen pensar que allí debe vivir mucha gente.
A media mañana llego, cada día, hasta ese lugar, una cima amplia llena de vegetación. Me acerco lentamente a la casa, disfrutando su cercanía. Toco el timbre, y al poco rato me abre la puerta un tipo gordo y sonriente. Es un simple empleado, pero lo respeto porque representa al dueño. Todos los días lo miro con cara de estar listo para escuchar de él una palabra acogedora, como “Adelante” o “Pase”. Sin embargo, todos los días debo aceptar su tácita negativa a dejarme entrar.
Resignado, abro mi maletín. “Cartas para el Señor” dice la etiqueta pegada a la franja de papel que las mantiene a todas amarraditas. Se las tengo que entregar al simple empleado, quien las recibe con una sonrisa suficiente.
Mi secreta esperanza es ser invitado a entrar, algún día, y poder conocer la casa por dentro, recorrerla entera, y conversar con el propietario. Pero, una y otra vezhe debido irme, así no más, y bajar hasta la playa pensando que ya habrá otra oportunidad.
Hoy es un día diferente. Vengo lleno de felicidad, y ya imagino la cara que pondrá el simple empleado cuando me vea llegar y me abra la puerta. Es que anoche sucedió algo muy especial cuando salí en el bote. Divisé una figura a lo lejos, que parecía el fantasma de algún pirata atrapado para siempre en la inmensidad del mar. Me dio un miedo salvaje. No hallaba para dónde ir porque la visión parecía perseguirme. No quería mirarla. Hasta que tuve que rendirme a la situación que yo no podía controlar.
Levanté la cabeza. Dejé de remar y miré. No era fantasma. Ni pirata. Ni nada por el estilo. Era Jesús que caminaba sobre las aguas y venía hacia mí.
Me habló. Sí, y me dijo que cambiaría un poco mi profesión, mi forma de vivir el oficio de cartero. Ya no tendría que seguir llevando cartas a Dios. Ahora me ha sido permitido repartir sus respuestas.