EVEN
La caída es una gran liberación de energía. Un terremoto al cuerpo. Una forma extrema de hacer las cuentas, de volver a cero, de empezar de nuevo. Hoja en blanco.
El cuerpo y la mente en blanco desde el segundo paralizado de la caída. El no espacio que se va ganando entre la posición vertical a la horizontal, en que la perspectiva va cambiando conforme el equilibrio está en retirada, hasta quedar viendo el horizonte a su altura, a la altura del horizonte, con los ojos muy pegados a la tierra y en que la rotación de este otro gran cuerpo, la Tierra, se apodera del tuyo, pequeño y frágil, que yace quebrado sobre la acera.
Desde ese instante no hay más que inicios y la fecha se toma como otra más en el calendario de la memoria. Se cuentan horas, días, semanas, desde el momento aquel en que quedamos en cero y se suman años nuevos intermedios de acuerdo a los progresos, ínfimos, que pueden hacerse con una pierna inmovilizada.
Viene un recuento de dolores, de intensidades, color, temperatura, posición del dolor. Se convierte uno en el descriptor maravilloso de lo ajeno, lo destruido, lo insoportable. Desde el minuto cero, se inicia una nueva historia basada en los grados del dolor que se completa con el mismo amor que antes se dedicaba a la relación de pareja.
Los otros se desplazan a bordes o sencillamente hacia la nada y se queda una sola, tal cual el momento de nacer, en una convivencia amorosa con el miembro roto y los matices del dolor.
Nadie cabe en este mundo reinaugurado.
Nadie debería tratar de entrar en este reino gobernado por aquello que es monstruoso y que lleva colgado, en recuerdo, una interminable cicatriz.
Todos parecen una extensión de las muletas que reemplazan ahora tus piernas que antes fueron bellas. Todos, sin importar edad, color, sexo, son una muleta más, un bastón con manos libres que te acercan café, toallas o sillas. Y el gesto de agradecer es mecánico, porque lo único auténtico es el dolor, al que no se le dice nada, sólo rendir el culto diario de repasarlo, para mesurar las diferencias, descubrir pequeñas enervaduras que se tensan, hinchazones nuevas y otras que han partido para dejar en su lugar moretones.
Sentirse pez descamado respirando pulmonadas de aire bajo el agua.
Sentirse débil insecto que dejas morir en la leve presión de tus yemas.
Convivir con el dolor, con lo destruido, con lo grotesco.
Luego de una caída.
Milisegundos después de percibir la marioneta de tu cuerpo contra el suelo, entiendes, en un entendimiento que se te agolpa en el lagrimal, que tu vida está en cero, no le debe nada a nadie.