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JORGE ETCHEVERRY ARCAYA

Jorge Etcheverry es chileno, fue miembro del Grupo América y la Escuela de Santiago, agrupaciones poéticas de los sesenta. En Canadá desde 1975, doctor en literatura y traductor, ha publicado los libros de poemas El evasionista/The Escape Artist, Poems 1968-1980, Ediciones Cordillera, Ottawa, 1981; La Calle, Poemas, Ediciones Manieristas, Santiago de Chile, 1986; Tánger, Documentas, Santiago de Chile, 1990; Tangiers (versión en inglés), Ottawa, Cordillera, 1997; Vitral con pájaros, Colección Poesía para la libertad, Poetas Antiimperialistas de América, Ottawa, 2002; Reflexión hacia el sur, Amaranta, Saskatoon, 2004, y De chácharas y largavistas, novela, Split/Quotation, Ottawa, 1993; Northern Cronopios, antología de narradores chilenos en Canadá, Canadá, 1993. Escribe prosa, poesía y crítica en Chile, Estados Unidos, Canadá, México, Cuba, España y Polonia. El año 2000 resultó ganador del concurso de nouvelle de ESCRITORES.CL con El diario de Pancracio Fernández. Sus últimas publicaciones en antologías figuran en Cien microcuentos chilenos, de Juan Armando Epple, Cuarto propio, Chile, 2002; Los poetas y el general, Eva Golsdschidt, LOM Chile, 2002, y Anaconda, Antología di Poeti Americani, Elías Letelier, Poetas Antiimperialistas de América, Canadá, 2003. Es embajador en Canadá de Poetas del mundo, organización dedicada a la paz y la justicia social.

 

 

 

HOMBRES Y ARAÑAS ( fragmento)

Y no era eso lo peor, la inminencia de la cosa, aquello real que colgaba sobre nosotros (en plural, a pesar de que a esta altura del partido, uno contaba sólo consigo mismo). Estábamos esperando lo peor, eso era cierto, pero de una manera más ordenada, si uno puede describir algo que era más una impresión que una idea o pensamiento. Nosotros por un lado, controlando al menos una parte de la ciudad (universidades, poblaciones y fábricas), preparados y esperando, contando con el número y la organización, sin suficientes armas, y esto, si es que había alguna. Pero todo puede ser un arma si uno está dispuesto, listo. El Presidente dijo por la Cadena Nacional que incluso un lápiz pasta puede ser un arma, si uno lo usa para atravesar una garganta en lugar de usarlo para escribir (memorandos, cartas, artículos o poemas). Yo soy una mezcla de intelectual, profesor y burócrata. Nosotros contábamos con el pueblo, el conocimiento del territorio en áreas específicas de la ciudad, la complicidad de la gente corriente, incluso de los que trabajaban en los cuarteles del enemigo. Pero el chancacazo fue tan fuerte que unas horas después de que los aviones bombardearon La Moneda, nosotros estábamos recién empezando a tener una visión de conjunto. No había nada que hacer, y minuto a minuto nos íbamos volviendo más unos restos dispersos de lo que iban a ser las Huestes del Mañana. No había nada más que hacer que arrancar y esconderse, tratar de salvar la piel (si es que estábamos realmente en peligro, ni de eso estábamos seguros). Nos encontramos de repente separados unos de otros, mientras los helicópteros volaban una y otra vez en círculos encima de nuestras cabezas, por encima de los fragmentos disectados de la ciudad, que se organizaban de nuevo en otro orden, uno de terror y embotamiento, como los hilos de una telaraña, en que las inocentes y hasta ayer nomás ingenuas y confiadas moscas se enredaban, esperando el acercarse de los segmentos arañiles de negras patas peludas, esperando lo que pueda suceder. Luego de varios días lo único que quedaba era el tableteo ocasional, el estampido de diversas armas, ahora más o menos identificables, y los incendios por toda la ciudad.

Para mí habían sido varios días arrancando, las noches pasadas con familiares o conocidos, no con amigos cercanos, porque ellos podían muy bien ser arrastrados fuera de sus camas por los sirvientes de la araña con las primeras luces del alba, celebrada sin embargo como siempre por una miríada de pajaritos y gallos cantando. Con una barba de dos días, con mi viejo portadocumentos lleno de papeles personales (ya que iba a salir del país si podía), una escobilla de dientes (con el apuro me olvide de las hojas de afeitar) y un poco de plata, me apuré doblando una esquina. Estaba casi oscuro y tuve que parar para tirarme boca abajo en la calle al escuchar el rumor de un motor que se acercaba. Me apreté contra el pavimento, tratando de parecer inerte, como un cadáver de algunas horas, como cualquiera de los otros cuerpos que se adueñaban de las calles de la ciudad en la madrugada o el crepúsculo. Traté de todas maneras de lograr un panorama de la calle: una patrulla del ejército en un jeep, vaga y obscura (no iban realmente de negro; eran verde oscuro, los uniformes y el vehículo, hasta las armas). Dos o tres de los hombres miraron mi cuerpo inerte, como una araña que fijara dos o tres de sus ojos, evaluando el pequeño bulto de un mosquito atrapado en la tela. Pero como está satisfecha, sólo registra, computa y sigue de largo.

 

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