EL SECRETO DE DOÑA GERALDA
Las manos de doña Geralda poseían la habilidad mágica de los grandes ilusionistas. Es decir que de lo poco o nada que lograba acumular, de las cosas que a veces alguien le daba, o ella encontraba tiradas por los cuatro rincones de la ciudad; fueran éstas pedazos de género, ropa usada, trozos de vidrio, mesas cojas, alfombras deshilachadas, libros medio devorados por los ratones y tantas otras, ellas los iba transformando en flores o pájaros multicolores, mariposas encantadas, gatos angora de pelaje verde o rosado (porque no hay ley instaurada sobre el color exacto del pelaje de los gatos angora todavía), o en muñecas de sonrisa ingenua y pelo rizado o muñecas de ojos felinos y faldas hendidas que mostraran un muslo "fatal", u otros objetos y juguetes que hubieran hecho palidecer de envidia a los propios emires de los reinos de Oriente. De este modo doña Geralda llevaba una vida que se podría calificar de “tranquila” o “reposada”, trabajando a su propio ritmo sin tener que darle cuentas a nadie, salvo, quizás, al desteñido retrato de un joven marinero que llevaba siempre consigo, escondido con precaución en el dobladillo de una de sus polleras y que, según murmuraban las malas lenguas y los comerciantes del mercado que le hacían competencia, había sido su novio “puchas, por allá por los años de cuando la injusticia todavía no tenía nombre...”. De aquel retrato desteñido sólo ella hubiese podido dar más indicaciones. Pero resultaba delicado e irreverente preguntarle ¿cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo?..., sobre todo si aquello había sido un regalo del interesado como recuerdo por una corta ausencia, o un recuerdo por un adiós más definitivo. Entonces, no quedaba más remedio a aquellos que la historia del secreto de doña Geralda intrigaba, que bordar, tejer, coser y poner parches a relatos inventados por otros, o alargar y acortar su propia narración personal (al menos para los que tenían una que se pudiera contar). Y es así como doña Geralda paseaba por el mercado y por los cincuenta y tantos cerros de Valparaíso, llevando en el dobladillo de una de sus polleras: el retrato del primer mártir de la batalla del Pacífico, al guardaespaldas de Balmaceda que había dado su vida por él, al primer cadete de la flota chilena cuando todavía no existía la Academia Naval; a su hermano menor al que había dedicado su soltería para expiar el pecado de estar ausente cuando éste había expirado; a su hijo ilegítimo que había parido en secreto (porque el padre era un embajador europeo, casado y todo...) y al que había tenido que abandonar, pero su augusto padre lo había colocado en la Marina Nacional para que no se muriera de hambre y ella no tuviera que mantenerlo, y hasta al propio Manuel Rodríguez que, para parecer tan joven, había tenido que sacrificar pelos y patillas y con el cual ella se había acostado.
Entonces doña Geralda en su afanosa vida diaria, viviendo entre sus madejas de lana, sus recortes de ropa, sus ovillos de hilo y sus tintas multicolores, arrastraba consigo un perfume de amores marchitos, de vidas malogradas y de bodas santificadas con azufre.
En realidad, nunca nadie supo nada de lo que era verdad o mentira, invento o exageración. En lo único que todos asentían de concierto era en la extraordinaria agilidad que sus dedos usados por el rigor de los inviernos y retostados por el calor de los veranos, tenían de maravilloso, de imaginativo, de inefablemente creativo. El día en que agregó a su puesto un osito que movía la cabeza y sabía decir “te quiero” se le pegó el apodo de “ventrílocua” para los más inventivos y de “bruja” para los más malintencionados. Algunos trataron de indagar el origen del “invento”, “la manera de cómo se las arregló para hacerlo...” hasta que uno más sagaz que los otros dio la única solución que pudo encontrar: “Hay que comprarlo y desmandibularlo para saber cómo lo hizo”. El autor de la idea, con mucha curiosidad y esperanzas, mandó a uno de sus muchos sobrinos para que comprara el osito animado, no sin antes rezongar un poco porque aquello le costaba el valor de casi un mes de salario, y le dio cita en el bar de la esquina adonde sus compadres los estaban esperando. Cuando al fin pudo tener el osito entre sus manos lo colocó en el medio del mesón y con un formidable martillazo lo hizo trizas. Los pedazos del juguete salieron disparados hacia los cuatro rincones de la pieza, algunos se escaparon volando por la ventana abierta ante los desorbitados ojos de la concurrencia. Cuando pudieron recuperar sus sentidos y quisieron buscar a gatas lo que se pudiera encontrar, sólo lograron juntar un puñado de paja mezclada con trocitos de género picado, junto a unas bolitas de cartón mojado y dos o tres resortes.
El osito animado de doña Geralda murió como un valiente, sin haber revelado el secreto.