Elías Letelier


Poema X

 

 

Historia del vacío;
de una mueblería rota;
de un diminuto espejo en un cuarto oscuro;
de un vértigo balanceándose
en el tacto de una espina,
arrastra la orgía de la campana
desde su pedestal de estatua
sobre los pilares de un columpio.
                     
En los templos verdes
y andeles de la selva,
la campana izó la furia de un altar
suspendido sobre un arquitrabe,
y encumbró hasta la punta de una estaca
las libertades que había en el continente:
con cabezas de indios decapitados,
apuntando hacia las extensiones mezquinas del cielo,
alumbró la magnitud del nuevo orbe.
                     
La furia de la campana y su tilde,
montó la huella vertiginosa de los ríos,
y por los peldaños del misterio de la llovizna
subió hasta la costura de los capiteles andinos,
arrastrando las industriales instalaciones
de su vicaría de sables,
y entre la liturgia de aquellos que caían
apresurados por el miedo y el chantaje,
se transformó en bacteria cardinal de la teología:
                     
En la asaltada copa de América,
la lengua de la campana
fermentó con su azote.
                     
En la gravedad de la gota
que retorna drogada por el aerotropismo
a los suspendidos arrecifes del cielo,
la campana subió como un cántaro nevado,
hasta los extremos de los ponchos polares,
y desde las ventiscas glaciares de Chile
al gran norte canadiense de cenizas boreales,
quedó de guardia en el corazón de un copo de nieve,
hecha un retén de advertencias infernales.
                     
La muerte
fue el primer campanario
que anunció la llegada del cristianismo,
y por los andamiajes de América,
con rezos y espadas
la habían subido.
                     
¿Y qué hizo con el hombre?
                     
Caín de flechas quebradas,
sepulto en el domo felón de la vida;
calvario de pólvora y arcilla,
que matando caía muerto
en los intentos de levantar
otro inmenso campanario.
                     
¿Y qué hizo con el hombre?
                     
Sobre peldaños de indios muertos,
sobre estertores de almas vacías,
de bulto en bulto subía la campana con su sexo,
y mientras más alta su sanguinaria corporación,
más grande se hacía la uña
de los asexuados herederos del santo reino.
                     
Fue de bronce,
de fierro,
de mandíbulas famélicas,
de navajas filudas
que ya habían pasado
por otros dormidos territorios,
pero, sobre todas las cosas,
su alcurnia, no era pura.
                     
En las sagradas superficies de la tierra,
donde el indio, después del rito de la colecta,
compartía el néctar del grano
y el cuarzo amarillo de sus tubérculos;
la campana con su clítoris y piernas de campana,
como un molino con sed de oro y sangre,
embistió las rucas del continente:
                     
En una orgía de sonidos dilutos
en las cuerdas vocales de los campesinos muertos,
orquestó una ferviente eucaristía de pillaje
y saqueo sin fin.
                     
El terrorismo de la campana
es el primer vocabulario de un púlpito
que engrasó con la desolación;
es un semáforo que ejerció a diestra y siniestra
el privilegio de un parlamento de servidumbre.
                     
Después de la orgía de dioses y calendarios
que se fundieron en las hogueras
con los sabios desnudos de América,
la campana estableció un rígido monopolio
sobre el volcánico temperamento del sexo,
imponiendo los estatutos
de un nuevo orden de libertad.
                     
¿Y qué pasó con el hombre?
                     
Allí,
él quedó sin memoria,
sin lengua y sin dioses,
con su minúscula ofrenda, desangrado
en el intestino meticuloso de una zanja,
donde fueron instaladas
monumentales abadías de mármol,
malaquita celestial y otras piedras del paraíso,
para poder contar los quintales de oro
y levantar más campanarios
que salven a las almas perdidas.

 

 

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