Ramón
Sepúlveda
Una Biblioteca para Pisagua.
(Crónica)
LOS CERROS grises y
amarillos escondían segmentos de la carretera
enfrente nuestro. A las diez de la mañana de un
día de trabajo, el nuestro era el único
vehículo que serpenteaba la vía por
kilómetros desde que dejáramos la
panamericana. A veces precipicios de rocas a un lado y
cerros arenosos al otro. Habría que filmar un
comercial de cerveza aquí, pensé, y era lo que
me venía en ganas tomar en esa sequedad.
Después de una
media hora en esta carretera desolada, las colinas de a poco
delataron al Océano Pacífico en el horizonte.
El parabrisas se fue tiñendo de azul al tiempo que el
asfalto culebreaba con la raya blanca en medio. Siguiendo
los giros de esta sinuosa estela nos descolgamos de los
cerros. Y como todos los pueblos pesqueros, Pisagua
irrumpió a la bajada de la cuesta: Una franja de
viviendas de unos cien o doscientos metros entre mar y
cerros. Desde arriba veíamos por primera vez en ho
ras, árboles y plantas bordeando tejados viejos.
Nos detuvimos para
llevar a un caminante solitario que bajaba la cuesta.
Venía a pié desde la misma panamericana y con
la humildad nortina dudó unos instantes en subir;
además, pensaría, ya había hecho la
mayor parte de la caminata. Pero pudo más la
insistencia nuestra y subió. Pronto nos dijo donde
almorzar y que había una profesora de francés
que estaba armando la biblioteca de Pisagua.
Para el almuerzo, mi
cuñado que vive en Iquique tenía planes
distintos. Nos llevaría donde Juan Araya, el
Guatón Juan. El tendría mariscos frescos para
comer crudos al limón. Bajamos a la caleta pero el
gordo Juan no estaba de genio:
--No tengo mariscos
hoy --dijo--. Algo de pescado hay en la hielera, pero eso es
todo.
--No gracias --dije y
me acerqué a observar el mar. El sol ahora
caía perpendicular a Pisagua. Otro momento para poner
avisos cerveceros.
A los minutos, para
condescender el gordo Araya había dicho que no se
casaría hasta tener 50 años, y eso
sería en cinco mas. Yo juraría que
había pasado esa marca mucho tiempo atrás,
pero será la brisa del mar y el sol que le
tenían la piel así.
-- Pa' que casarse
antes, ¿pa' puro mantener mujer y cabros?... No, yo no
estoy pa' esas todavía. -- diría el
guatón frunciendo la pera--. Así trabajo
cuando quiero no más.
EN LA PRIMAVERA de
1970, algunas semanas después de la elección
de Allende, me había hecho de un puesto en la FISA.
Vendería artesanía de La Ligua y otros
artículos que incluirían poleras pintadas como
la de Joe Cocker en Woodstock, With a Little help from my
Friends. Con 18 años de edad e iniciativa que nunca
mas he tenido, conseguí dos jóvenes
colaboradoras las que hicieron de modelos y vendedoras:
Myriam y la flaca Lucy. Cuando cerrábamos el local
por la noche, nos quedábamos los tres mas el pololo
de Lucy, Mario Acuña, gallo un poco mayor que yo y
estudiante de derecho en sus últimos años. A
esas horas, la actividad se centraba cerca del escenario, y
aún después de que el programa terminara,
parejas jóvenes se perdían en los rincones de
la feria. Mario abría una botella de pisco, y los
cuatro bebíamos. En Octubre las noches suelen ser
frías en Maipú.
Del estudiante de
leyes sabía poco, creo que era de provincia. Muy
amistoso y de risa fácil, hábil de palabra y
para conseguir pisco. Dejábamos que él fumara
yerba, pero nosotros rara vez la tocábamos. Lucy nos
contó, que para estudiar por horas, Mario a veces se
ayudaba con coca. La flaca estaba enamorada de
Mario.
Días
después de la clausura de la FISA, el general
Schneider fue emboscado en Martín de Zamora y
asesinado por una pandilla de delincuentes políticos,
una media docena de niñitos bien. Se presume que fue
una misión fallida ideada por la CIA. El efecto que
tuvo en mi fue obligarme a cerrar filas con el partido al
que pertenecía. Había que parar a estos
matones, a aquellos que obstaculizaban la ascensión
al poder de Salvador Allende.
Con la flaca y su
pololo nos juntamos unas veces mas, pero en pleno 1971 el
tiempo se me hacía escaso. Les perdimos la pista,
solo supimos rumores que se habían peleado, al
parecer por lo de la coca, y que Mario habría partido
al norte.
EN UNA LADERA del
cerro al costado del cementerio se divisaba una fila de
perforaciones rectangulares. "Una Hilera de Tumbas," rezaba
el título de una novela de vaqueros que había
leído y olvidado hacia miles de años. Estas
excavaciones habían sido rellenas a medias por el
viento y la arena. Si hubiesen sido fosas de fusilados,
pensé, no habrían sido nunca tan ordenadas,
pero no lo pudimos comprobar. El cementerio de Pisagua es
seco y caluroso, bordeado de acantilados donde se ve el mar
verde y rocoso allá al fondo. Mi cuñado
fantaseaba de como cierto prisionero, un solo hombre se
había escabullido de la prisión que era
Pisagua, y que a los otros los habían fusilado y
enterrado en ésas fosas. Pero no tenía
ningún otro dato como para comprobar si eso era
verdadero.
Mas tarde encontramos
una inmensa excavación rectangular al norte del
cementerio, y ése si era el lugar donde en 1990
habían encontrado unos veinte cadáveres
preservados por el aire salino y la falta de humedad.
Tenían heridas de bala, amarras en las manos, y sus
ropas aun se conservaban. Esto ayudó a que
rápidamente fueran identificados. Hoy no había
más que arena en ésa fosa gigantesca, el sol
quemante y un silencio enrarecido. Yo sentía los
gritos sofocados de jóvenes de pelo largo y barbas
crecidas.
Habíamos por
fin vuelto a subir hacia la entrada de Pisagua en busca del
restaurant que el caminante recomendó. El lugar
consistía de tres mesas largas dispuestas en un
terraza al aire libre y una cocina al interior de la casa.
Desde la explanada donde nos encontrábamos se
apreciaba toda la pequeña aldea. La plaza
polvorienta, un edificio de tres pisos que doña
Margarita la dueña del restaurant nos dijo era la
cárcel de Pisagua, el teatro de madera al lado de la
casa de la cultura, la misma do nde se armaba hoy la
biblioteca.
Me vi obligado a
pensar en la novela del Negro Castillo "Muriendo por la
dulce Patria Mía," cuando doña Margarita nos
contó que antes de abrir su restaurant ella
había sido podóloga en Iquique. Que
había atendido a Arturo Godoy en sus últimos
días. «Era un viejito muy apuesto, muy
amable». Pero no pudo decirnos mucho mas. Yo me
quedé con que esa era la historia de cada
iquiqueño: haber conocido al héroe de la
novela del Negro en persona.
--Nosotros supimos de
un escritor gringo que le quiso robar la historia al
Arturito hijo --decía doña Margarita--. Pero
creo que hasta preso lo tienen por plagio.
Le aclaré a la
señora que el Negro no era gringo ni estaba en la
cárcel. Era un novela, señora, cualquiera
puede escribir una novela, es decir cualquiera que tenga el
talento.
--Ese será otro
señor --dijo--. Del que yo sé es gringo y
está preso. Hasta una película le iban a hacer
con ese libro. Imagínese las patas del
gringo.
Una camioneta roja
paró en la bajada frente al restaurant y una mujer
chilena nos saludó en francés. El caminante la
había dateado que gente de Canadá estaba donde
la Margarita,. -- Bon jour! le contesté
sonriente y quedamos de bajar a la casa de la cultura
después de almuerzo.
EN 1972 vi la flaca
desde arriba de una micro. La vi mas flaca que antes y su
piel blanca casi transparente. Grandes ojeras colgaban de
sus ojos verdes y tristes, intenté llamarla, haciendo
gestos desde la micro, pero no me vio. Una
ex-compañera de curso habría dicho que la
flaca
había sufrido
por un amor, un abogado, no estaba segura pero creía
que andaba metido en la pichicata en Iquique... Que obligaba
a la flaca a empolvarse las fosas nasales... Que ella era
débil o que el tipo era un abusivo. No lo
sabía. Lo último que me quedó fue esa
cara de pena, esa sonrisa marchita y esa piel
clorótica.
LA PROFESORA de
francés había vivido 18 años en Quebec,
todavía tenía acento quebecúa, y todo
el mundo se lo notaba. "La señora francesa," o "la
señora Catherine" la llaman aquí, porque hasta
nombre francés tiene. «Estuve en toda la
chuchoca de Quebec», dijo, «desde las asociaciones
de chilenos de los años setenta, los grupos de ayuda
a los inmigrantes, los de derechos humanos, hasta con los
quebecos separatistas». Hoy, que todo eso era distinto
se había venido a Santiago y después a esta
cal eta que nunca será olvidada.
Su proyecto, mas que
la biblioteca, era la Creación de la Casa de la
Cultura de Pisagua, para que los pisagüinos tengan
donde y para que reunirse. «Mon Dieu, en esta
caleta no hay ni luz todavía», nos contó
Catherine. «Usamos un motor a petróleo que se
apaga a las once de la noche, salvo cuando juega la
selección». La casa de la cultura ocupa un
costado del teatro que a pesar de estar lleno de colores y
fantasmas, hoy se usa como cine para ver películas de
Arnold Schwarzenegger. Catherine inte nta que la gente se
reúna, aprenda música, lea de la historia
riquísima de la zona, partiendo de una
colección de artefactos precolombinos que tiene, y de
un centro de documentación fenomenal.
Del centro de
documentación, abro una hoja de diario del año
pasado: "Un largo y angosto cementerio clandestino," leo y
reconozco la foto a la fosa gigante que había visto
ese mismo día y encuentro detalles sobre mas
osamentas halladas después. En el texto del
artículo, que es en realidad una carta al editor,
reparo:
«El 11 de
octubre fueron sacados del campo José Córdova,
Humberto Lizardi, Mario Morris, Julio Cabezas y Juan
Valencia. Nunca más los vieron. A través de un
bando, firmado por el Comandante en Jefe de la sexta
división y hombre de confianza del general Pinochet,
Carlos Forestier, se informó que habían sido
fusilados para dar cumplimiento a la sentencia de un Consejo
de Guerra. Nunca se encontró el expediente. Los
detenidos fueron fusilados en Pisagua, pese a que se
aseguró que el juicio se ha bía realizado en
Iquique, sin la presencia de los sentenciados. A los presos
no les cupo duda de que había sido venganza. El
fiscal militar Mario Acuña era un abogado de Iquique
con vinculaciones con el narcotráfico. Sus
actividades ilícitas habían sido descubiertas
gracias a una investigación realizada por el
destacado integrante del Consejo de Defensa del Estado,
Julio Cabezas. El 11 de septiembre de 1973, Acuña fue
nombrado fiscal por el juez militar Forestier. Una de sus
primeras accion es fue ordenar la detención de
Cabezas...»
Incrédulo releo
varias veces el nombre del fiscal. Por fin me despabilo
agitando la cabeza, como para espantar una mosca invisible,
«Mario Acuña...» repito; habrá miles
de abogados con ese nombre, y la mirada perdida de la flaca
se me viene a la mollera, la piel tísica y de
cristal; habrá miles de iquiqueños, de
narcotraficantes con ese nombre. Y los ojos de ella me miran
vacíos, autómatas. Me convenzo de que es un
alcance de nombre, nada más, y le entrego a Catherine
el recorte, antes que nad ie mas lo viera.
Salgo afuera y el sol,
todavía fuerte a las seis de la tarde me enceguese.
Con el sabor a sal en la garganta le pregunto a mi mujer, la
misma que hacía de vendedora con la flaca
Lucy:
--¿Te acuerdas de
algún Mario Acuña?
Veo los cerros
recortando el cielo perfecto a sus espaldas, las sombras
largas del teatro sobre la plazoleta.
--No --me dice,
quizá pensando en otra cosa--. No conozco a nadie con
ése nombre.
Una bandada de
gaviotas mofándose de los gritos humanos, cruza desde
los tejados hacia el mar.
--Yo tampoco
--contesto--. Gracias a Dios.
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