Salí
de casa pensando que era verano pero a las dos cuadras me
envolvió un frío intolerable. ¿Estaba
en el sur de Chile, o en Europa, o en Alejandría?
Me refugié debajo de una cornisa que asomaba de un
edificio añoso y sopesé mis alternativas:
podía volver por mi impermeable, o bien correr hasta
la estación del Metro. Opté por lo segundo.
Al enfrentar la escalera de la estación Santa Lucía,
sentí una mano sobre mi hombro y una voz que me decía:
“Abuelo, ¡otra vez desnudo y con este frío!
Venga conmigo a casa, se lo pido por favor.”
Jorge Biggs
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