Andrea Jeftanovic

 

Andrea Jeftanovic, Santiago de Chile, 1970. Socióloga y doctorada en literatura hispanoamericana de la U. de California, Berkeley. Ha publicado la novela Escenario de guerra (Alfaguara, 2000; que en abril 2010 reeditará Ediciones Baladí, en España). Luego siguió Geografía de la Lengua (Uqbar, 2007) y Conversaciones con Isidora Aguirre (Frontera Sur, 2008). Ha sido merecedora de los premios Mejor Novela Inédita del Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile, Primer lugar en los Juegos Gabriela Mistral.
En campo del cuento ha publicado el volumen Monólogos en fuga (Animita Cartonera, Chile, 2006 y La Propia Cartonera, Uruguay, 2010), y varios de ellos han aparecido en diversas antologías nacionales y extranjeras. Algunos de sus relatos han sido traducidos al inglés, húngaro y francés. Como autora ha sido invitada a numerosas ferias, encuentros y residencias literarias. Además, cuenta con una amplia producción de ensayos sobre literatura y dramaturgia contemporánea.
Actualmente es académica de la Universidad de Santiago de Chile e imparte talleres de narrativa. En estos momentos finaliza un volumen de cuentos, Piezas en fuga y el libro de crónica de viajes, Eros Errante.

 

“GEOGRAFIA DE LA LENGUA” de ANDREA JEFTANOVIC
(Fragmento)
UQBAR, 2007

Digas lo que digas, tu viaje se torció cuando me viste, y capté el momento preciso en que yo te recordé a otra persona, de otro tiempo, y en un remoto lugar. ¿Somos el recuerdo de alguien que hemos olvidado? Avanzabas dibujando con tu andar pausado una curva o una elipse sobre las baldosas, y no una curva o una elipse para alejarte de mí, sino una curva para rodearme. De lo contrario nunca nos habríamos encontrado, porque tú te ibas a apartar como quien se desplaza de un punto a otro, como quien espera un vuelo de conexión y pasa por el aeropuerto de una ciudad que pisa pero no conoce, ¿o tú dirías que conociste Dallas? Yo no habría podido alcanzarte. Tú no te has desviado porque toda línea curva existe con respecto a un plano, y nosotros nos movemos según dos planos distintos, y porque a fin de cuentas solo existe el hecho de que tú me has mirado y que yo he interceptado esa mirada. En un principio esa línea era relativa y compleja, ni curva ni recta sino un punto que se resumió en un beso en la boca.

Me quedé un minuto o dos sin decir nada. Intercambiamos datos y coordenadas y partimos rumbo a nuestros casi opuestos destinos. No me abrazó, me tomó las manos por unos segundos. Levantó su maleta y yo me encogí de hombros. Sí, a Alex lo tengo en la punta, de rehén en mi paladar. Prisionera su palabra en la cuenca de mi boca, su idioma invade mi garganta, tensa las cuerdas vocales.

Alex me espera todas las noches, todas mis tardes, al otro lado de la pantalla. Así, entre líneas, sorteamos la distancia y la espera. Cada uno escribe en su idioma, mezclamos términos, desarrollamos una lengua artificial y artificiosa. Hoy me despierto trasladándome a cualquier lugar por esta máquina que dispara mensajes, recados, conversaciones. Creo dominar esta máquina, que me lleva a donde él está, pero es un artilugio. Hacemos estallar la letra en el monitor blanco y titilante del computador.

A veces escribe mensajes en su lengua, extensos, articulados. Yo consulto el diccionario. Otras veces son en español, breves y fragmentados. Alex escribe prolijamente, sin faltas de ortografía, con imágenes. Dice: “extraño lo que no hicimos”. Insiste: “guardo la fantasía de juntarnos en alguna parte, aunque parece poco factible”. Repite: “extraño lo que no hicimos; todo es un círculo, eventualmente vamos a coincidir”. Declara: “no puedo evitar el gesto de acariciar tu rostro en el monitor, en este reverso ficticio”.

Guardo silencio, estoy esperándote al otro lado de la pantalla, es mi turno. Escribo: Alex, estoy al Sur. Te escribo y las palabras no logran fijarse en el cielo. En cambio, tú que escribes desde el Norte dejas caer tus palabras con velocidad. Escribo y las ideas se fugan de mi cabeza. Hablo en la primera, en la segunda lengua. Tecleo al ritmo de desordenados pensamientos. Apoyo suavemente la yema de los dedos sobre el teclado. Desde aquí te pienso y te escribo sentado frente al computador, un ojo sin párpado que transmite emociones, noticias, hechos. El zumbido del computador atraviesa las veinticuatro horas del día de un tiempo con dos relojes. Te dejo recados, calculo horas, sigo el panorama climático. Pero hoy me fijé. Allí estaba yo, allí estabas tú, estábamos los dos, juntos, sosteniendo una línea tenue en la red, transversal como un meridiano. La línea más delgada que dibuja esta ficticia mesa de encuentro. Una ventana que se minimiza, se superpone y se despliega en un juego caleidoscópico: una ventana dentro de otra, una sobre otra.

Alex escribe: No sabes cuánto pensé en ti. Anoche en mi cabeza te escribí una carta larguísima. Ni sé qué dije. Que primero te miré de perfil, que luego conocí tu boca y tu lengua, y que tejimos un idioma a la distancia que se enroscó por días y por noches en el espacio digital. Y que a pesar de todo, nos vimos y constaté que eras más real de lo que imaginaba. No he hecho más que inventar una instalación holográfica para pensar que no te has ido. Y me acordé de ti otras mil veces, y planeé mil cosas de verte de nuevo, y reescribí mil veces más nuestras conversaciones. Pero ahora con más aplomo te decía las cosas que no me atreví cuando estuvimos juntos. Sigues dando vueltas en mi mente, sigues aquí, enredada en mi lengua.

Escribo: Alex, siento que camino por un tenue hilo. El sudor se queda grabado como un golpe salino en la boca. Me quiero hincar para que solo me ames, y me acaricies la nuca y me lamas la espalda. Siento que me has robado el centro, y verte me da la ilusión de reencontrarlo. Por ahora camino zigzagueante por la ciudad, es un espejismo porque el amado te tira de los pelos, te arrastra hacia nuevas fronteras, y desciendes a otras profundidades, y quieres que todo eso termine porque sientes vértigo. Sueño que estoy a punto de caerme pero soy salvada por las rodillas, por la cintura, por el ombligo y memorizo tus ojos. Sigo: Las malas lenguas dicen que el amor de lejos no resulta. Que es una utopía amarse sin rutina, sin cercanía. Pero a ti te tengo en la punta de la lengua. Recuerda: está prohibido copiar idéntica las frases. Debemos comprender los golpes cifrados en el teclado.

Sara, bajo la tela ceñida, senos de muchacho, caderas estrechas, hombros lánguidos. Ahora la respiración agitada, las lenguas activas, respiración temblorosa, y no: senos de muchacha, piernas largas, caderas generosas. Calla. Me pones tu dedo índice en los labios. No hablemos. Desarrollemos nuestro propio alfabeto en el borde del lavamanos. De pie, de costado, de frente, a la altura de los ojos. Técnicas mudas para amarse sin que nadie más comprenda. Morder el lóbulo, el costado o la punta, el lado izquierdo o el derecho debe implicar distintas formas de amarnos. Haces tu primera petición. El acto dura apenas unos segundos. Mi cuerpo te reclama, como ha reclamado decenas de veces tactos perfectos y lenguas enrolladas. No eres un rostro o una emoción, sino un silencio que vuelco y giro de un lado a otro. Y ahora atrapo el calor que emanas, y me estremezco al pensarte, callada, obediente, disciplinada. Yo, de cuclillas; tú, rodeándome por la espalda.

Alex, estamos inventando un nuevo término en una rotación de caderas, en el tenue movimiento de las piernas, en el gesto de las cejas, en la mirada de soslayo, en la boca apretada. La capacidad de las muñecas, que giran y se tuercen, el pliegue de la espalda. Deposito mi lengua en tu boca y los moluscos enredados confirman que sí, que somos reales después de llevar meses alternando mensajes virtuales. Por eso muerdo tu oreja, tu hombro para que no huyas. No importa no entender todo lo que dices, la espera ha valido la pena. Me apoyo sobre mi codo y luego me inclino sobre ti. Tu mano acaricia mi abdomen. La pierna, el muslo y la cadera claudican bajo el empeño de tu mano. Ya no quiero doblar en ninguna esquina. Todo termina en los zapatos. Un poco de saliva entra en la garganta. Aún tiembla el labio. Tu mano es un reloj que deja caer grano a grano la arena que cubre mi pubis. “Por favor”, es una orden. “Espera”, dices. Habías pensado tanto en él. “Ven”, susurras. Un cuerpo de arena que se remece en la tormenta. Los ojos de toda mi familia muerta de hambre atenta a su jadeo.

—Tiene las huellas de un pavoroso viaje— me dice y se detiene en el hueso de la pelvis.