Roberto Ampuero |
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Roberto Ampuero (n. 20 de febrero de 1953 en Valparaíso) es un escritor, columnista y profesor universitario chileno con un B.A., un M.A. y un Ph.D. Su primera novela, ¿Quién mató a Cristián Kustermann?, fue publicada en 1993 y en ella introdujo al detective privado Cayetano Brulé, obteniendo el premio de la Revista libros de El Mercurio. Desde entonces el detective ha vuelto a aparecer en cinco novelas, siendo la última El caso Neruda. Además ha publicado una novela autobiográfica sobre sus años en Cuba titulada Nuestros años verde olivo en 1999 , y las novelas Los amantes de Estocolmo (Libro del Año en Chile, 2003 y fue el libro más vendido del año en Chile ) y Pasiones griegas (elegido en China Mejor Novela en Español, 2006). Sus novelas han sido publicadas en América Latina y España, y ha sido traducido al alemán, francés, inglés, italiano, chino, sueco, portugués, griego y croata. En Chile sus obras llevan más de 40 ediciones.Ampuero reside actualmente en Iowa, donde ejerce de profesor en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Iowa.Fue columnista del New York Times Syndicate. Desde 1994 hasta 1999 fue columnista de El Mercurio de Valparaíso, hasta 1999, al año siguiente fue columnista de La Tercera, Santiago, hasta 2009. Desde 2009 a la fecha es columnista de El Mercurio, de Santiago.La última novela de 2010 se títula La otra mujer.
De nuestros años verde olivo Sabes, chico, quería hablar contigo -me dijo Cienfuegos una tarde en que, cumpliendo una breve gira por La Habana por razones misteriosas, fumaba en un sillón de la amplia y fresca sala de estar de la casona. -Usted dirá. Cienfuegos se arrellanó en el sillón, aspiró profundamente de su tabaco Lanceros, obsequio del Comandante en Jefe, cruzó una pierna sobre la otra y me dijo con cierta displicencia: -Chico, he estado averiguando sobre ti y sólo he escuchado cosas positivas. Que eres estudiante ejemplar, trabajador eficiente y de vida ordenada. Parece que no te gustan los hierros, pero las cosas marchan y te "aplatanas" adecuadamente. -Pues las cosas no marchan mal -repuse con una suerte de desconcierto, pues no podía imaginar que Cienfuegos ignorase la crisis familiar por la que atravesaba con su hija, a menos que Margarita la manejase como algo muy íntimo. -Al mismo tiempo he estado estudiando la situación de tu país -continuó mientras se pasaba la mano por la cabellera blanca, que comenzaba a ralear- y veo que allá las cosas están mal. Pinochet se encuentra sólido en el poder, la oposición no es capaz de quebrar un vidrio y la DINA política sigue asestando golpes demoledores. Todo indica que Pinochet va a seguir gobernando por muchos, muchos años más en Chile. Traté de rebatir su visión pesimista sobre las perspectivas del país empleando los argumentos aprendidos en las sesiones de la Jota, cifrando esperanzas en la nueva política militar del partido, pero sólo esgrimí justificaciones pálidas y vacilantes, para nada convincentes. Mientras él se refería a datos y situaciones concretas, yo citaba discursos de Luis Corvalán o elegantes exposiciones de Volodia Teitelboim, o bien textos de Lenin sobre el período pre-revolucionario en la Rusia zarista. Cienfuegos hablaba de la realidad de Chile, yo de una visión remota y voluntarista de la misma. -No te llames a engaño, chico -advirtió reposado-. La oportunidad que desperdició la Unidad Popular significará un retroceso de veinte años en el movimiento popular chileno. La actual generación de tus dirigentes revolucionarios es una generación que fracasó, que ya debería procurarse su jubilación en París o Moscú, mejor en París. Guardé silencio pensando en los incesantes viajes y reuniones que realizaban nuestros dirigentes en el exilio para articular un movimiento opositor internacional: a Roma o Ciudad de México, Estocolmo o Caracas, París o Budapest, en fin, giras que a veces se confundían con periplos turísticos. Pensé en las limosinas oscuras, con cortinillas y escoltas, que los aguardaban en los aeropuertos y los conducían a exclusivos hoteles que ponían a su disposición los partidos hermanos en el poder. -Por todo esto, chico, creo que lo más conveniente es que admitas que siendo un hombre joven, revolucionario e integrado, con hijo y mujer cubanos, tu destino no se halla en Chile, sino en Cuba. Sus ojos grises de fulgor metálico, que me habían impresionado durante nuestro encuentro en Leipzig invernal, ojos guarnecidos por cejas tupidas, me contemplaban ahora con cierto aire de complicidad, como aquella tarde en que acudió a buscarme al hotelito de Berlín occidental. A los cuarenta y cinco años, Cienfuegos todavía era un hombre atractivo y de aspecto juvenil, que usaba mocasines franceses y trajes que compraba, al igual que su difunto y menospreciado suegro, en exclusivas tiendas españolas, y disfrutaba a plenitud los privilegios que le acarreaba el poder. -Te voy a proponer derechamente algo nuevo -continuó. De afuera llegaba el croar de las ranas y el canto de grillos, y los mosquitos iniciaban su asedio diario. -Se trata de una alternativa verdaderamente honrosa. -¿De qué se trata? -¿Y mi lucha contra Pinochet? -A tu patria la puedes servir mejor integrándote a la Revolución cubana. Como van las cosas, es probable que a Chile lo libre sólo una nueva generación de líderes. Los viejos políticos de izquierda, instalados en Europa, seguirán aferrados al inmovilismo. Nunca, óyelo bien, nunca conquistarán el poder, a lo más terminarán por cerrar una alianza con los militares para disfrutar las migajas del poder político. Hazte cubano, chico, te lo está ofreciendo el comandante Ulises Cienfuegos. Aquella oferta sólo podía provenir de Margarita, de un intento suyo por salvar el matrimonio, enderezar mi destino y proyectar un futuro común, que me costaba aceptar, sumergido, como estaba, en dudas y vacilaciones. La vida en conjunto ya era un asunto inimaginable para mí, primero, porque Margarita había sobrepasado el límite de lo tolerable en su identificación acrítica con la Revolución; luego, pues ya no confiaba en ella como para confesarle el peligroso almacenamiento de libros, y por último, porque tenía la percepción de que mis sentimientos hacia ella se basaban a esas alturas ya más bien sólo en el recuerdo de lo que había sido nuestro amor. No me cabía duda alguna, el matrimonio estaba condenado a sucumbir bajo las penurias de la isla, a las cuales jamás me acostumbraría. La única esperanza, aunque remota, consistía en hallar un sendero que nos permitiera dejar Cuba y vivir en un sitio próximo a las librerías de viejo y cafés con mesas al aire libre, donde pudiéramos escapar para siempre del asedio de Cienfuegos. Los dominios de la política, como lo demostraban el golpe de Estado, la Revolución, el reclutamiento y la guerra de Angola, no eran los terrenos románticos imaginados por mí en Valparaíso. Siendo honesto conmigo mismo debía reconocer, no obstante, que el motivo principal para desestimar la oferta de mi suegro radicaba en el temor a que las puertas de Chile se me cerraran definitivamente en mi condición de cubano castrista. Por años no obtendría visado de ingreso a Chile. Por unos instantes vi morir a mis padres sin poder asistir a su entierro, vi los cerros ventosos de mi ciudad como espejismo remoto, vi al país reducido a un esquema de mapas. Tan sólo imaginar el trueque de mi pasaporte chileno por uno cubano me abrumaba. El documento chileno, pese a Pinochet, significaba en última instancia la libertad de desplazamiento, la posibilidad de viajar sin cortapisas por el mundo, sueño supremo de los cubanos y de todos quienes habitaban detrás del Muro de Berlín. Si bien el pasaporte cubano me habría perspectivas en Cuba, me obligaba a renunciar a lo demás. Sólo podría viajar en misiones oficiales, pero en el caso de que nunca llegara a integrar una, permanecería anclado en la isla sin poder abandonarla, compartiendo el amargo sino de mis compañeros, que sólo viajarían el día en que el poder se los permitiera. -Hay gente que te aceptaría gustosa en el servicio -agregó Cienfuegos, como si pudiese intuir mis temores. Aspiró con gesto voluptuoso una bocanada de humo mientras se miraba la punta de sus mocasines negros lustrados. Siempre llevaba los zapatos bruñidos-. Hablas varios idiomas, conoces el mundo y estás conectado con mi familia. Hallarás lugar en el servicio sin problemas. -Gracias, gracias -atiné a repetir. Estábamos solos en la casona. Mi mujer y su madre visitaban con Iván y Caridad del Rosario el pent house de la bisabuela en El Vedado, desde cuya terraza blanca se dominaba la ciudad con sus colinas y el mar, y que Angeles Rey Bazán había facilitado en los sesenta para que filmaran escenas de una película basada en la novela Memorias del subdesarrollo, del escritor cubano Edmundo Desnoes, imposible de encontrar ya en las librerías o bibliotecas cubanas, probablemente por cuanto reflejaba de algún modo la belleza y la modernidad de La Habana de los primeros años de la Revolución, heredadas del capitalismo. Extraña suerte corrían en Cuba las memorias reales de Neruda y las ficticias de Desnoes, pensé por un rato contemplando con indisimulada curiosidad la portada blanca de Confieso que he vivido. Las otras dos criadas debían estar haciendo cola en La Copa, pues se rumoreaba que en cualquier momento arribaría un camión cargado con plátanos machos, papas y malanga. -¿Qué opinas, chico? -me preguntó Cienfuegos y sopló la ceniza que acababa de desplomarse sobre la cubierta del libro de Neruda y luego se incorporó para comenzar a cerrar los postigos de la sala, sumiéndola en la penumbra. -En verdad es un gran honor y lo agradezco, comandante, pero tengo un compromiso con mi propio pueblo -dije al tiempo que percibía que mis palabras pecaban de grandilocuencia frente al pragmatismo del revolucionario de mocasines bruñidos-. Déme tiempo para reflexionar. Nada más grato para mí que volverme cubano y servir a la Revolución. Pero, ¿con qué cara miraría yo después a mi pueblo? -Por lo menos a mis camaradas de la Jota. Cerró el último postigo con estrépito, desaprobando así mi respuesta, y echó a andar el aire acondicionado. -Pues, piénsalo -sugirió al rato, cuando ya salía a dar un paseo por Miramar con un Lanceros en la mano. Aprovechaba los momentos más insospechados para pasear solo, aunque siempre lo hacía cargando un arma, temeroso, quizás, de que alguien -el pariente de algún fusilado o condenado a cadena perpetua- intentara ajusticiarlo. No debes decidirlo ahora, pero piénsalo y recuerda que Margarita e Iván tendrían motivo más que suficiente para sentirse dichosos y orgullosos por ti. |
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