Rostros en la Lluvia, de Nicolás Mareshall


por Giorgio Mobili

Tan lejano de la estéril “fuga en lo idílico” como del estridente panfletismo que en las últimas décadas, por un colosal malentendido, ha empobrecido el oficio metafísico de hacer poesía, este precioso libro de Nicolás Mareshall se presenta al lector como un retorno al taumázein (el asombrarse), la emoción original de la cual, según Platón, emana el impulso lírico. Claro está, se trata de un taumázein postlapsariano, que ha pasado por la gran máquina infernal del siglo veinte, por las catorce (y quizás más) estaciones de su calvario destructor y deconstructor. Es más bien el inverso espectral del asombro original, entonces, el que anima la poesía de Mareshall, un asombro entregado a una meticulosa radiografía no de la presencia, sino de la ausencia y de la espera beckettiana, una postura que conlleva una radical puesta a cero del acto de percepción.

En efecto, el yo percibiente del sujeto de Rostros en la lluvia es un yo descorporizado, al límite de la evaporación, al cual sin embargo sigue animando el cometido de observar las minúsculas efervescencias de un mundo entregado a insoslayables fuerzas de consunción. El poeta delinea un escenario del cual, por una extraña anamorfosis, el género humano parece estar fuera de foco, mientras se hacen nítidos los pequeños movimientos y objetos de la cotidianidad que normalmente pasan desapercibidos. Es más, los objetos adquieren relevancia por sí mismos, desvinculados de su acostumbrada función diaria: “los bordes de un visillo”, las “hilachas de mi suéter”, “el negro de esta tinta” (p. 15), las cucharas y tazas de café amontonadas en el fregadero, los espejos, la cuerda del tendedero. E incluso llegan a cobrar una vitalidad casi embrujada: “los zapatos me contemplan”, “los ojos recién nacidos de mis calcetines esperan algo de mí tirados en el sillón” (p. 21), mientras que de la presencia humana no quedan sino unos “rostros mudos”(p. 29), unas “siluetas / sin voz” (p. 41). Como en las telas metafísicas de Giorgio de Chirico, en la ciudad semidesierta de Rostros en la lluvia, más que cualquier presencia humana, se destacan sobre el horizonte misteriosas columnas y estatuas, que “me ven pasar / con sus ojos borrados / sus labios sellados” (33).

En este escenario posthumano de clara inspiración surrealista, los movimientos de los cuales se intenta, con sentidos aguzados, los registros son los de la luz, de la sombra, de la lluvia y, ambiciosamente, del tiempo, sólo perceptible en su efecto consuntivo sobre las cosas (los verbos perderse y derramarse recurren con insistencia). Dicha observación minuciosa (heredera del asombro platónico) tiene lugar en un espacio liminal, de probable adyacencia a una dimensión transcendental, de la cual el yo percibiente parece resuelto a determinar la distancia de sí. En su famoso comentario a Hölderlin, Poéticamente habita el hombre, Heidegger afirma que el poetizar es una toma-de-medida, un medir la esencia de nuestro habitar en relación al cielo, a la divinidad. También en Mareshall, el poeta-observador se vale de puertas, muros, paredes, umbrales, cuerdas, y de varias imágenes de tránsito de un lado a otro, en el intento de calcular y renegociar la altura de lo divino (representado quizás por el movimiento incesante de las aves) sobre el horizonte de los mortales. Consciente de la eventualidad de que lo divino no sea más, en definitiva, que el silencio de la nada, el poeta se pregunta: “¿Acaso existe el mundo más allá / de la cuerda?” (p. 16). Por supuesto, es una pregunta milenaria. Si una respuesta (por fuerza provisional) existe, el poeta parece encontrarla postulando la inmanencia de lo trascendente, es decir, celebrando una realidad exigua, a punto de extinguirse, y sin embargo cuya definitiva extinción es constantemente diferida por pequeñas epifanías de lo sagrado, en una alternancia lumínica que recuerda los lienzos sublimes de Caravaggio, o bien—en los escorzos de la ciudad envuelta en la bruma, o espectralizada por la “semiluz” (35) del alba—el fantasmal blanco y negro de las películas noir de Fritz Lang o Jacques Tourneur.

En fin, tras “los adjetivos mesurados” y el “tono sereno” de Mareshall (como bien dice Renato Martínez en su bella introducción al poemario), en la alternancia de una actitud de humilde asombro por los pequeños milagros cotidianos con el melancólico lamento por las cosas perdidas, no es difícil detectar una verdadera pasión por el infinito; aquel infinito que incesantementecamina a nuestro lado, revelándose rara y fugazmente a través de microscópicas torsiones en la superficie de las cosas. Aprender a captar sus señas requiere muchísima paciencia y atención. Sobre todo, requiere la convicción indisputable que el poder alquímico de la poesía puede servir como líquido de contraste capaz de iluminar, aunque sólo por un instante, el significado de nuestro paso sobre esta tierra.

 
ebook gratis

 

 

© Escritores.cl - Todos los derechos reservados 2020
Editorial@escritores.cl