Por Iván Quezada
«Me llamó la atención la vieja figura mitológica de Prometeo,
que, apartado de los dioses, pobló el mundo entero desde su taller.
Me daba buena cuenta de que únicamente podía producirse algo
relevante desde el aislamiento».J. W. Goethe.
Recuerdo el río Cautín y su leyenda: un indio pobre llamado Cautín
tuvo la mala suerte de enamorarse de la hija de un cacique rico
que, iracundo por el sentimiento surgido en la pareja, mandó a
matarlo en una noche de mal agüero. El asesino, sin embargo, no
completó su tarea y mientras el nativo moría, desangrándose cual
animal sacrificado a los dioses, predijo que de su sangre surgirían
caudalosas aguas que jamás se someterían al yugo del Hombre. Así
fue. Hasta el día de hoy ese endemoniado torrente desafía el entendimiento,
llevándose un cuerpo de vez en vez, anegando las riberas y las
casas cuando se cumple un presagio secreto...
Recuerdo también el viaje. El tren. Lautaro sólo era el toqui
heroico y Cautín un nombre que aprendí en la escuela. El vagón
empezó a balancearse a las ocho de la tarde. En el asiento contiguo
una chiquilla me miraba con curiosidad. ¿Se habrá preguntado Jorge
Teillier, en su primer desplazamiento a la capital para estudiar
Historia —como hoy se cuestionan tantos jóvenes—, cuándo comenzaría
su vida?... Por momentos la vía del tren se internaba hasta la
intimidad más sensible de las pobres chozas que rodean Santiago:
entré a un living y miré televisión junto a una familia
que ni siquiera levantó los ojos cuando me despedí. De pronto,
algunos niños salían a saludar el paso del «convoy» (a Teillier
le hubiera gustado esa palabra). Agitaban sus manos y luego corrían
golpeándose unos a otros. Entonces pensé: «Este es el mundo real
de Jorge. ¿Por qué a tanta gente le parece imposible?».
El forastero
La niebla no dejaba ver nada en Lautaro, cuando tres pasajeros descendimos
en la estación. El viaje desde Santiago se había prolongado por doce horas,
lapso que transcurrió en la más estricta oscuridad. Aunque sólo en el interior
de los vagones: afuera, las luces de los abundantes pueblos que interrumpían
la floresta, o la carrera de otro tren en el sentido opuesto, rompieron mi
desde ya agitada vigilia. ¡Cuántas personas tratando de desterrar la soledad!...
Pero, ¿servirá de algo la sobrepoblación, habrá aumentado las posibilidades
de conseguirlo? «El lugar más poblado es el más deshabitado». Por fin estaba
en el pueblo natal de Jorge y mejor pensaba en otra cosa. Como, por ejemplo,
en qué dirección tomar. Cuando lo hice me descubrí completamente solo. Mi
única guía era la obra de Teillier. Sin embargo, sus versos relativos a la
calle principal, la antigua avenida Comercio (hoy Libertador Bernardo O'Higgins),
no indicaban si quedaba al norte o al sur de la estación, de modo que durante
largos minutos estuve extraviado como el primer hombre sobre la Tierra. El
mensaje era claro: «Es necesario perderse para hallar lo importante».
El pueblo entero era un rastro, aunque todavía no se me revelaba.
Lo mismo me sucedía con el paisaje. Ver tanto verde me dejó anonadado,
pero días después —cuando el maravilloso contraste entre la hirsuta
campiña de la zona central y la frondosidad de la Araucanía transformó
mi percepción— la naturaleza se me presentó sin reservas, vestida
de sutil laconismo.
No quiero «añorar» románticamente la relación entre la escritura
de Teillier y su pueblo, no al menos como se concibe el romanticismo
en el presente: como algo obtuso, o «bonito». Al contemplar la
naturaleza del lugar, su exuberancia —que incluía a los habitantes—,
presentí que los sentimientos escritos por Teillier no eran del
todo personales. La subjetividad es un instrumento que el verdadero
poeta utiliza con mucha sabiduría. Tampoco digo que la impresión
idílica que causan sus versos es una pantalla o una intrincada
clave, que debemos descifrar como si fuese una condena. La poesía
es un murmullo tenue, que inquieta y tranquiliza al mismo tiempo;
nada hay detrás de ella. Sin duda, la escritura de Teillier es
romántica, en el sentido de que es tierna y joven. Aunque lo que
vi en su «lar» no me pareció idílico: Lautaro es un pueblo como
muchos otros del campo chileno y, al igual que el resto del país,
está sumido en el vacío materialista. Pero eso aún no lo sabía;
no nos adelantemos.
Dirigí mis pasos hacia el centro de la ciudadela, intuitivamente.
Por la noche había mantenido los ojos cerrados a lo sumo por media
hora, sin lograr el descanso. Estaba rendido. Pero no dejé de notar
que la vida en los poblados dormitorios es igual en todas partes.
Desde luego, la ausencia de cambios provoca una monotonía que de
inmediato pone en guardia al viajero de las grandes urbes frente
a los contemplativos lugareños. Eran las ocho de la mañana. Las
calles estaban vacías y los negocios cerrados. Fue necesario quedarse
muy quieto, sin mover un músculo, para soportar la espera. Los
primeros en aparecer fueron los cesantes. En grupos de tres o cuatro,
se instalaban en las esquinas próximas a la Plaza de Armas, casi
al fondo de la avenida principal. «El pasado es un fantasma que
aún no muestra su rostro». Y me dije a mí mismo: «Muy bien, viniste
en busca del pasado y encuentras el presente. ¿Qué puedes hacer
con él?...». Un forastero llega al pueblo donde nunca ha estado
y observa a lo lejos las calles de su retorno.
El doble filo de la navaja
¿Por qué Jorge Teillier emigró de Lautaro, abandonando la fuente de su poesía?
Echemos un vistazo a las razones coyunturales: tras el golpe de Estado de
1973, su familia completa salió al exilio, primero a Perú y después sucesivamente
a Rumania, Mozambique, y, por último, Suecia. Pero él había partido mucho
antes del terruño.
En Lautaro, la lectura de sus poemas cobra una inusitada transparencia.
Si un lector observa con atención encuentra todos los tópicos:
los queltehues, los borrachos, los molinos. El espejismo del tiempo
ha borrado una parte fundamental de la sociedad que lo cobijó durante
su niñez y adolescencia. Sin embargo, las comunidades humanas cambian
con más lentitud de lo que uno cree. Me tocó una noche asistir
a la coronación de la Reina de las Piscinas en el Club Social de
Lautaro. Mientras en sus salones se paseaban impasibles muchachas
vestidas de gala, en el exterior, apostados en las veredas, jóvenes
que no podían pagar la entrada traducían su desaliento en un sordo
rumor contra los «cuicos». En la ciudad no hay aristocracia. Los
latifundistas, que podrían ser calificados de tales, no frecuentan
sus calles. Sí son visibles la clase media, los innumerables pobres
y quienes ocupan el puesto más bajo en la escala social, los mapuches.
El día de mi arribo el pueblo estaba de luto. Un hombre apellidado
Flores, director del liceo —establecimiento en donde Teillier estudió
y luego hizo clases tras egresar de la Universidad—, había muerto
y un largo cortejo ocupaba la cuadra de la iglesia, en el centro
de la ciudad. Observé callado el paso de la carroza.
No había dónde alojarse. Fui al hotel favorito de Jorge, el Hotel
de France, pero lo estaban demoliendo. El sueño y la emoción
terminaron por vencerme y me dormí apoyando la cabeza en el bolso,
bajo la sombra de un árbol próximo a la estatua de Lautaro, en
la Plaza de Armas. Después recurrí a la Municipalidad, donde
al fin obtuve resultados: el alcalde, Renato Hauri, me permitió
ocupar una cabaña en el Parque Isabel Riquelme, al otro lado
del río Cautín, en una zona llamada Guacolda o Ultra Curacautín.
Era la cabaña perfecta para escribir la novela eterna de Chile:
un hermoso bosque de álamos la protegía del ruido; pero yo no
podía estarme en pie un momento más para apreciar el espectáculo
del silencio.
Teillier solía decir: «El hombre tiene que encontrarse a sí mismo».
¿Él mismo necesitó alejarse de Lautaro para conseguirlo? La juventud,
la amistad, el humor, fueron sus valores cotidianos, los cuales
se fundían en un ideal melancólico. Antes de cumplir veinte años
escribió: «No es nada esto, sólo que a veces siento temor de saber
quién soy verdaderamente». Su estoicismo, que el poeta combinaba
con el sarcasmo en su diario vivir, encuentra eco en la vibrante
naturaleza que rodea a la aldea. Algo perturbador se agita en las
copas de los árboles, una belleza angustiante, un espíritu que
aparece y desaparece igual que una imagen rota en un pozo de agua.
Probablemente tuvo que huir, retirarse a una ciudad súper poblada,
para reencontrarse con aquello en la memoria. «El verdadero
mundo exterior es el verdadero mundo interior». Me atrevo incluso
a afirmar que quizás detrás de su alcoholismo había una «aprensión
presentida». En sus escritos, dicha presencia es evidente, por
más que tratemos de obviarla, temerosos de lo que pueda ocurrir.
Naturaleza y conformismo; aislamiento y sensibilidad. La navaja
por ambos lados corta la carne. Pero Teillier fue un rebelde. Su
idealismo era áspero; para subsistir se valió hasta del fracaso
y la amargura; todo fue útil para conservar a salvo la poesía.
Por la mañana, apenas desperté en mi nueva residencia lautarina,
escribí en mi libreta de apuntes:
Tengo una certeza que no puedo comunicar
que vive su propia aniquilación como un animal salvaje
cuando termina su ciclo.
Con el cazador de pumas
El tiempo escaseaba en mi imaginación, quería verlo todo. Durante las dos semanas
siguientes crucé el puente Cautín un millón de veces, dirigiéndome siempre
hacia la Plaza de Armas, más allá del regimiento que el ejército acababa
de abandonar. Todavía se hallaba a algunos conscriptos sentados en los bancos
o rondando fuera del colegio de niñas. Mi plan era recorrer la Araucanía
por completo.
La primera persona que conocí fue una muchacha que atendía en
un café. Tenía una lágrima tatuada en su mejilla izquierda. ¿Por
qué? Nunca me lo dijo. Era de Santiago y se llamaba Angie, como
la canción de los Rolling Stone. Ella me ayudó a localizar la casa
de Teillier en la calle Saavedra. Me pareció una auténtica casona
de cuentos de hadas, arrancada de un bosque de la Suiza francesa.
Un día logré traspasar su puerta. Me acompañó en la visita la hija
de la dueña, una chica de apasionados ojos verdes, de nombre Mariana.
Se esmeró en mostrarme hasta los recovecos más ocultos y cuando
llegamos al dormitorio que fuera de Jorge, en el segundo piso —una
habitación pintada enteramente de blanco y orientada hacia el patio
trasero—, permitió que me quedase solo. Pasó un tren y pensé que
en algunas ocasiones el mundo es demasiado obvio. En el pasado
esa casa fue una parcela, en la cual florecían las grosellas, las
frambuesas, los albaricoques, los duraznos y un enorme olivo justo
enfrente de la ventana de Jorge. Ahora todo ese espacio es un criadero
de almácigos. Después, partimos con Mariana a la chichería Cunzo (uno
de los «bares» predilecto del poeta) y bebimos chicha dulce en
un cuarto en penumbras. El turismo no me produce ninguna fascinación.
Regresamos a la casa. Tras despedirnos, un moscardón con su siseo
que altera los nervios me acompañó hasta el portón de salida.
Pocos días después tuve la oportunidad de ver algunas fotos de
la casa en la época en que vivían allí los Teillier. Sucedió en
Temuco, en la residencia de Fernando, el hermano menor de Jorge.
Es un hombre de pocas palabras, que optó por guardarse muchas cosas.
Sin embargo, algo entreví de la memoria que comparte con el poeta:
recordó los viajes en camioneta con su padre —el noble don Fernando—
por los caminos rurales. «En los poemas de Jorge yo veo todo eso»,
afirmó queriendo decir algo más.
Todos los indicios me lo señalan: Jorge se fue evaporando con
el paso de los años. «Había algo extraño en él, pero cuando te
ponías a conversar todo se aclaraba»; «Era ágil de cuerpo»; «Teillier
siempre caminaba despacito, bajando las escaleras poco a poco»;
«Se tomaba su tiempo para todo». La gente que lo conoció intenta
esquivar esa paulatina desaparición, pero para el cronista es imposible
rehuir su levedad. El declive psicológico del poeta, estimulado
por el alcohol y la sucesiva muerte de sus seres queridos (la madre,
el padre, el hermano Iván) dominó sus últimos años.
El pintor Germán Arestizábal, a quien visité en Valdivia en un
veloz viaje de un día, lo recuerda como «el capitán» del bar restaurante La
Unión Chica, en Santiago. Y luego me leyó los principios de
Teillier, extraídos de los diálogos que sostuvieron durante más
de treinta años: «Cultivar la memoria, pero selectiva»; «No es
bueno ‘monearse’ (exhibirse), con eso uno nunca termina lo que
anuncia»; «Y después de todo, ¿de qué le sirvió todo eso?»; «Deja
que las mujeres arreglen sus problemas»; «No mires para atrás,
te puede dar vértigo»; «Chapó valijas» (morirse). Y tres
respuestas a la pregunta convencional «¿Cómo estás?»: «Nada de
qué enorgullecerse»; «La presión 2 y 13, el pulso normal»; «Bien,
a pesar de la gravedad de estar vivo».
¡Qué dulce fue viajar a Curacautín, Galvarino, Victoria! Y luego
regresar al atardecer a Lautaro, cruzar la línea del tren sin apurar
el paso, entre las sombras alargadas de los árboles, mientras los
habitantes tenían el rostro adherido al televisor. En Curacautín,
una muchacha solitaria sonreía a los pocos transeúntes que se detenían
allí aquella tarde lluviosa. Galvarino, en cambio, es un pueblo
amargo; los mapuches que vagan por sus calles tienen la depresión
y el alcoholismo dibujados en la cara; sólo se mantienen vivos
por una atávica rebeldía, que los chilenos mestizos miran con desprecio.
Pocas horas antes de marcharme fui a visitar la tumba de los Teillier.
Me costó dar con la sepultura que indica los nombres de Sara e
Iván Teillier. Sara fue la hermana fallecida antes de nacer Jorge.
Él pidió alguna vez que lo enterrasen a su lado, seguramente para
culminar el duro destino de quienes arrastran una muerte ajena
en su interior. Tuve la fortuna de conocer a un hombre que padecía
ese mismo trance: Juan Cerda, el administrador del Parque Isabel
Riquelme, cuya madre perdió a su hermano gemelo durante el parto.
Juan era un auténtico cazador de pumas. Tenía dos a su cuidado,
los llamaba «mis niñas», pues eran hembras. Todos los días las
acariciaba, las abrazaba, jugaba con ellas. Fue amigo del hijo
de Jorge, Sebastián. Ayudó a la familia en los peores tiempos de
persecución. Aseguraba que en parte entendía al poeta. «Entre más
difícil es la prueba, más grande es el espíritu», me dijo enigmáticamente.
Despedida
El joven estudiante de Historia Jorge Teillier se apresta a viajar a Santiago.
En su casa ya se presiente el vacío de su ausencia, en especial en el tejado,
donde se escondía cuando las horas se transformaban en un lastre casi imposible
de soportar. La helada niebla de todas las mañanas envuelve a la estación.
Se acomoda en el vagón de tercera; allí logra distraerse mirando el paisaje
en movimiento. ¿Qué ocurrirá ahora? No lo sabe, ni le interesa. Observa a los
niños que saludan al tren y piensa: «No pueden evitarlo».