En 2005 vino a trabajar en Chile la primera actriz mexicana Angélica Aragón, lo que significó para mí la alegría de recibir a una amiga muy querida, que me enseñó, con ternura y paciencia, a conocer lo mejor de México, durante mi residencia en el país en la década de 1980. Me había prometido escribir algo para ella, específicamente un guión para cine narrando la relación de Gabriela Mistral con México: entonces en el país pude conversar con varias personas que habían conocido a la escritora Nobel y muchos me habían dicho que era una mujer con unos ojos bellísimos, muy atractiva, siendo inexplicable la imagen tosca que se ha difundido de su figura. Así, visualizando la propia belleza de Angélica haciendo de la madura Mistral fui rescatando historias, hechos verídicos, murmullos que despertó la chilena cuando llega a México y se convierte en parte del espíritu que inflamó la revolución mexicana de 1910. La escritura del guión, al que había dedicado intervalos importantes de tiempo, una vez de regreso en Chile me llevó a investigar las causas que habían llevado a la Mistral a abandonar el país, al cual regresó pocas veces y al final sólo para descansar cuando se devolvió a la distancia. En 2005 tenía escritas escenas suficientes para 900 minutos de filmación, que logré reducir a 120 en un año de trabajo, incentivado casi diariamente por el productor Stan Jakubowicz, quien escuchó la historia que narré a Angélica de lo que consideraba que sería finalmente el guión prometido, una noche mientras cenábamos en Santiago, donde ellos estaban filmando La mujer de mi Hermano, basada en el guión de Jaime Bayli. En 2006, cuando le entregué el guión final a Stan Jakubowicz, en unas horas me dijo que estaba dispuesto a producirla, lo que inició una relación profesional y amistosa con la mejor disposición de ambos, cuando hemos trabajado en otros proyectos mientras comenzaba a madurar la producción de La Mistral, título final del guión. Comenzamos a pensar en el director adecuado, contactamos a un director brasileño premiado con un Oscar y a un director colombiano respetado en Hollywood, ambos dijeron que sí, pero finalmente consideramos que el adecuado era Raúl Ruiz: Stan lo ubicó en París y Raúl le dijo que venía saliendo a Chile, que le podíamos hacer llegar el guión a su hogar en Santiago, el departamento de calle Huelén 115, así lo hice, con las mayores dudas de que aceptara porque se decía que siempre tenía ofertas en espera, además era conocedor de toda la obra de Gabriela Mistral, y pensé que la menor discordancia con el punto de vista en que enfoqué el guión, podía jugar en contra. Sin embargo, con gran gusto, a los dos días me llamó por teléfono y fui a verlo. No nos conocíamos, pero desde un principio se mostró cordial, afectuoso y ciertamente cómplice, siempre dispuesto a levantar el ánimo y a compartir su sabiduría.
El guión La Mistral lo aceptó sin reparos. Dijo Raúl que la forma lo liberaba de las normas de escritura casi industrial tan usuales, que él aborrecía, porque nunca estuvo dispuesto a convenciones, a un único modelo narrativo. Ciertamente, inicio la acción con Gabriela Mistral, el año 1951, en la cubierta de un barco cruzando entre Río de Janeiro y Nueva York, donde sufre una descompensación y debe ser llevada de urgencia a su camarote. Allí, en sueños lee el cablegrama que llega al barco anunciándole el Premio Nacional de Literatura en Chile, ve a su abuela, de noche, enseñándole un manojo de estrellas en sus manos ahuecadas, y a su madre despertándola a la realidad advirtiéndoles que no era bueno apresar entre las manos a las luciérnagas. Juega a la danza con sus amigas del valle, Efigenia, Rosalía y Soledad, y se juran que iban a ser reinas. Se enamora de Romelio Urueta y una noche de tormenta se sabe irremediablemente sola, se ve en el Teatro Santiago donde lee sus sonetos otro amor desgarrado: Manuel Magallanes Moure. Piensa afiebrada la Mistral su vida, antes de ser llevada de urgencia a tierra firme, al lugar más cercano frente al barco en el mar: Veracruz, en un helicóptero médico enviado por el entonces Presidente Miguel Alemán, a quien ella le decía “Miguelito”. Ubicada en la residencia presidencial de Mocambo, vive su última residencia en México y la visitan sus amigos, Diego Rivera y Frida Kahlo, Pablo Neruda, que entonces vivía en México, y su compañera entonces la poeta Guadalupe Amor, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, con Palma Guillén y María Dolores “Lolita” Arriaga recuerdan cuando trabajando en las comunidades pobres de Oaxaca, llegan ante la presencia de la curandera María Sabina y prueban los hongos sagrados. Sabina Madre la nombra la Mistral en su Recado a Lolita Arriaga, mientras elevada a casi un metro del suelo, muerta de la risa, se ve a sí misma poniéndole la banda de su Premio Nobel a Doris Dana, así como en otras escenas de su vida, imaginándome en el tratamiento que la Mistral accedía a un Aleph incentivada por el alucinógeno, repasando hitos significativos de su existencia, narrando unos treinta años de su vida en cuatro minutos, lo que celebró Raúl. La narración del guión la dividí en dos partes, la historia de su vida en Chile y premonición de su futuro, y la historia en México y recapitulación de su pasado. A Raúl le gustaron los juegos que hice con el tiempo, con las escenas como una entrando en la otra a manera de espiral que utilicé, así como todos los otros planos, sin limitarme a la función centrífuga de que una escena va a morir en la próxima hasta la palabra “Fin”, sino haciendo de cada plano una representación alegórica de toda la historia, dando a cada plano una idea de todos los planos, combinándolos, dejando a cada escena la posibilidad de justificarse en otra cualquiera, cuestionando incluso los planos, implicando que lo que decía una cosa al comienzo era su contraria después, todo envuelto en una piel que, en lo que a mí respecta, familiarizo con la calidez que se le imprimió al trabajo, por lo demás, algo inherente a cualquier obra humana. El caso es que cuando Raúl dijo aceptar filmar el guión, le avisé a Stan, quien viajó a Chile y trajo los contratos, llegamos a acuerdo económico, nos pagó lo acordado para firmar y fuimos los tres a celebrar ese día. Le dijo Raúl a Stan que el guión le parecía de acuerdo a lo que él creía, en que la historia, su forma de presentarla, debía aspirar siempre a cambiar la gramática cinematográfica, en que los diversos modelos narrativos que utilicé estaban al servicio de la imagen, permitiéndole a ella determinar la historia, “porque la emoción en el cine pasa por la imagen”; le dijo que él mismo, siendo “lector admirado” de Gabriela Mistral, no hubiese podido escribir un guión mejor, lo que me llenó de orgullo. Destacó el asombro infantil, la presencia de ese espíritu limpio con el cual la Mistral enfrentó al mundo, porque así, afirmó, procuraba también él ver al mundo. Sin embargo, me advirtió que debíamos darnos el trabajo de leer juntos el guión entero nuevamente, lo que comenzamos a hacer un día después, y nos tomó unos dos meses, juntándonos varios días a la semana, siendo común hablar unos minutos por teléfono el día domingo en la mañana para comentar la labor y acordar el trabajo de la semana.
Raúl Ruiz apoyaba sus juicios esencialmente en la literatura, hablando de personajes universales como de seres vivos, citando a sus nutrientes, Chesterton, Mauriac, Stevenson, Conrad... Era especialmente admirador del lenguaje, y consideraba que en Chile el castellano es mal hablado, pero es el más concentrado. Me indicó que con pequeños guiños destacaríamos personajes que no son los principales, para ayudar a la inmersión del público en la historia, para que lo ayuden a zambullirse. Primero leímos todo el guión trabajando solo el lenguaje, le causaban gracia los chilenismos y mexicanismos. Leímos el guión desde el punto de vista de la cámara, incluyendo él anotaciones de cercanía y alejamiento. Y analizamos cada escena, un total de 147, de las cuales 70 transcurren en Chile, 60 de ellas en México, y las restantes en dos Flash Back con los ojos de La Mistral y el mar de fondo. Conectamos de inmediato, siempre me hizo sentir cuando nos despedíamos que debíamos vernos para cerrar tal o cual tema. Su esposa, la cineasta Valeria Sarmiento, su compañera por más de cuarenta años, es una mujer cálida y discreta: jamás ella intervino en nuestro trabajo. Cierta mañana me estuvo enseñando lo que pensaba de ciertos recovecos en que la mente nos lleva sin que precisemos su mecanismo. Sus juegos de espejos, encuentros con uno mismo, hechos mágicos que ocurren en su obra cotidiana, los explicaba como juegos de la mente, relacionándolos con lo que llamamos psicoanálisis si queremos explicarlos, lo que para él era mucho más que un método terapéutico, era un sistema de pensamiento, casi una religión, por lo que su relación con el material que elaboraba era una mezcla de fascinación y desconfianza, porque no era un hombre religioso, aunque creía en Dios: pensaba que existiendo una cierta arquitectura en la vida, es lógico creer en cierto arquitecto. Trabajar con él hacía imposible escaparse de su magnetismo, del milagro de su conocimiento y la forma simple en que lo enseñaba, alentando siempre con su sonrisa sincera. Hicimos una cronología de las épocas tratadas y registramos pregones callejeros de cada época, el canto del vendedor de mote de maíz, del sereno, del diarero, del lechero... conversamos por el puro placer de conversar, con un vaso de vino tinto en El Parrón o una copita de vino blanco en el Normandie, lugares donde siempre había una mesa para él y sus amigos. Se le podía escuchar hablar muchas horas, era un hombre extremadamente culto, aunque esperaba siempre la réplica, oyendo con atención cada cosa que uno dijera, pero siguiendo con su exposición sin dar opinión alguna sobre el comentario, excepto cuando se trataba de trabajo, en que si la opinión no era lo que creía, exponía minuciosamente, desmenuzando cada razón para convencer al replicante. Su calidad humana era sólo semejante a su calidad profesional. Era de gestos pausados, aunque caminaba con rapidez esperando llegar lo antes posible a destino. Varias veces, luego de trabajar desde las diez de la mañana, me invitaba a almorzar, su carne favorita era la de entraña y los pescados. En su vida común era un creador fantástico de atmósferas, era muy entretenido, solía reírse de sí mismo y esperaba que los demás entraran en el juego, estar con él producía alegría. Era muy simpático y siempre estaba animoso, a su lado era imposible no sentirse vivo. Era crítico de los políticos, decía que habiendo conocido a varios de ellos, no sabía de alguno que se interesara realmente por el cine y la relación entre cine y política, entre cultura y política. Conocerlo fue una experiencia de gran aprendizaje. Luego de trabajar con él, lo hermano con otros hombres sabios que me ha tocado en suerte conocer, Jorge Luis Borges, John Huston, Juan Rulfo y Claudio Arrau, como ellos, Raúl Ruíz era un hombre modesto y de buen humor.
Justo antes de que partiera a filmar “Klimt”, sobre la vida del pintor austriaco, terminamos de leer y ajustar el guión, luego de lo cual se lo hicimos llegar a Stan Jakubowicz, quien viajó de inmediato a Chile por dos días. Poseedor de un talento excepcional que compartía con todos, con Raúl habíamos pensado en el elenco principal. Luego de almorzar los tres en El Parrón, le propusimos algunos nombres de quienes sería necesario que él contactara con sus agentes; Valentina Vargas sería Petronila Alcayaga, la madre de La Mistral, a Mia Farrow se le ofrecería el papel de Doris Dana, Angélica Aragón sería La Mistral madura, y le sugerimos a Leonor Varela para hacer de la joven Mistral: a ella, Stan Jakuvowicz de inmediato le hizo la oferta en ese mismo momento hablándole por teléfono: Leonor Varela, que estaba en Nueva York, recibió la propuesta con mucha alegría, conversó también con Raúl, con quien se habían conocido en París, y luego me pasaron el celular, ella se mostró feliz y muy dispuesta a colaborar con nosotros, yo me limité a oírla, le agradecí su buena disposición y le envié un beso. Raúl decidió que el papel de la abuela de La Mistral, Isabel Villanueva, sería para Bélgica Castro, y Stan indicó que utilizaría parte de su elenco en La mujer de mi hermano, con quienes había trabajado bien, indicó a Benjamín Vicuña para hacer de Romelio Urueta. Pensamos en el actor inglés John Hurt para el papel de Harry Woodburn Chase, rector de la Universidad de Nueva York: a Hurt yo le conocí en México, donde lo entrevisté para Vogue y también Raúl era su amigo. Para el papel de la maestra ciega Adelaida, de quien la Mistral en su infancia fue lazarillo, se pensó en Gloria Munchmeyer, y el papel de Leonora, madre de Rosalía, Efigenia y Soledad, se le ofrecería a María Izquierdo.
La relación de Raúl Ruiz con los objetos era singular. Jugaba con ellos, hacía listas, los ordenaba, los mezclaba, aislaba algunos de ellos e imaginaba escenas, los volvía a mezclar y ordenaba en forma diferente, creando nuevos planos, inventando posibilidades, cuando ordenaba todo lo que hay en el plano, ubicaba los objetos de una manera antes dramatizada en sus juegos aparentemente sin sentido, pero que le ayudaban a sentirse que estaba listo para elaborar el producto final. En una sesión de trabajo que tuvimos con Raúl, Stan y la productora Claudia Demaría, que coordinaría la filmación en Chile, el cineasta nos pidió que reuniéramos para él facsímiles del Diario del Elqui donde escribió la Mistral, y un calendario chileno del año 1889, así como postales de otros países enviadas a Chile entre 1889 y 1920, estuvo de acuerdo con las locaciones que Claudia consideró en el Sur, y se determinó el resto del elenco en Chile: se le ofrecerían papeles a los actores Patricio Contreras, Esperanza Silva, Néstor Cantillana, Aldo Parodi, Francisco Reyes, Marcela Osorio, Oscar Hernández, Héctor Noguera y Alfredo Castro, así como a los músicos Beto Cuevas y Joe Vasconcellos.
Cuando regresó a comienzos de 2007, ya traía en proyecto filmar “Misterios de Lisboa”. Dijo: -Es una historia folletinesca, a la manera de la televisión que requiere el hecho de que sucedan muchas historias diferentes en la narración, sin que necesariamente se entremezclen unas con otras, pero haciendo creer al público que así sucede, que al final nuestras vidas son muchas historias superpuestas. También la imagino como una obra de teatro de vanguardia, un melodrama duro que ocurre a personajes extraños, absurdos. Creo estar llegando a cierta unanimidad, pienso estar entrando en una recapitulación que suma lo que he aprendido de cine, de teatro, de la escritura de guiones para telenovelas, con la naturalidad que se imprime a la grabación en directo, con sus antípodas a lo que llamamos arte moderno, con sus propias arbitrariedades pero conservando la naturaleza de la incoherencia realista, cuando no es el personaje que guía la acción, sino es la acción que conduce al protagonista, como en la vida diaria inmersa en el tiempo que vivimos, que pasa volando. Lo primero que me atrajo de la obra de Castelo Branco es el sentido del humor, la comicidad absurda, muy lusitana y, yo diría, muy chilena, algo que también encuentro en Alberto Blest Gana: he propuesto filmar a la televisión chilena algo basado en “El loco estero” y “Martín Rivas”. Yo creo que se debe trabajar una televisión en que se puedan introducir el máximo de los recursos del cine. Pienso que al servicio de las artes escénicas deben estar toda suerte de géneros y formatos, sin limitación alguna más que las técnicas inapelables.
He leído que en “Misterios de Lisboa” Raúl Ruiz, “aúna las artes de la representación escénica... la grandeza del cine, la corporeidad del teatro y la expresión narrativa de la televisión”, según el crítico de El Mundo, Carlos Reviriego, luego de ser estrenada la cinta en España. Creador cinematográfico, dramaturgo, poeta, Raúl Ruiz (nació en 1941 y partió en 2011) estudió Derecho y Teología y es el único cineasta en Chile reconocido con el Premio Nacional de Arte, 1997. Como profesor, tuvo a su cargo la Cátedra de Cine del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso, y de la Universidad de Harvard en Norteamérica. Instalado en Francia, la revista “Cahiers du Cinema” en 1983 le dedica un número exclusivo, el 345, y elige su película “La hipótesis del cuadro robado” entre las diez mejores del mundo en la década de 1970. Su obra fue recibida 16 veces en el festival de Cannes y fue miembro del jurado de ese festival en 2002. En el festival de Rótterdam en el año 1986, se le reconoció como uno de los veinte cineastas del futuro: el único latinoamericano en esta lista. Admirado como un autor de culto por el Círculo de Críticos de Nueva York, ha sido premiado en los principales encuentros de cine europeos: el Festival de Locarno en 1969; en 1986 es elegido el mejor cineasta del año, por el conjunto de su obra, en el Festival de París; en Berlín se le otorgó en 1997 el Oso de Plata a su trayectoria, “por una extraordinaria contribución al arte cinematográfico de nuestro tiempo”. Ganó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en 2010 y el trofeo Louis Delluc al filme de ese año en Francia con “Misterios de Lisboa”. En algún momento conversábamos de las cosas probables en la vida y terminó contándome que su amigo el actor Héctor Noguera vio una vez cómo su perro atravesaba la pared. Le pregunté: -¿Qué se habrá tomado antes, para que nos tomemos?
Estuvo riendo mucho rato, con sus carcajadas que contagiaban, a su manera franca, alegre, de hombre satisfecho con la vida, elocuente. Su teoría y empeño cinematográfico es sólido y delicado, cultivado y de humor chileno, que es irónico sin afán de herir, sólo en ánimo de divertir. Su gracia es que utilizando lo chileno, presente en toda su obra, en presencia o ausencia dolorosa, se hizo universal, planteando líneas renovadoras en un arte reducido a un grupo de grandes clásicos; en Francia un número especial de Cahiers se ha dedicado a muy pocos: Eisenstein, Godard, Welles, Pasolini, Hitchcock... el de Raúl Ruiz es un cine que refleja una larga experimentación visual, narrativa, actoral, atmosférica; subyaciendo cierto sentido de las dobles lecturas en la vida, utilizando imágenes reflejadas en espejos, en el agua, en el aire, signos en la naturaleza vegetal, acechando en la vida nuestra de cada día, súbitos, que aparecen y desaparecen, en un juego de dobles que tiene múltiples lecturas, y, sin embargo, están encerrados en fascinantes pequeñas historias, con gran belleza formal y guiños oníricos, siempre desafiando la linealidad temporal. El conflicto central de su trabajo deriva de ciertas discusiones sobre la libertad humana y su determinismo como personas, y la posibilidad de escoger nuestro propio destino. En un mundo que no está hecho de pura voluntad y suceden imprevisibles cuestiones, relacionadas con cierto azar que debemos ser capaces de equilibrarlo con la voluntad. El se interna en su propio camino cinematográfico urdiendo senderos que se bifurcan en diversas dimensiones de realidad, que obedecen a su plan secreto, a la manera de los grandes creadores, impreso en todo su trabajo. Solía decir: -Uno va al cine como a misa, ¿no? Una película debe ser hecha como es un organismo vivo: como uno la ve a ella, también la película nos debe ver a nosotros.
Lo suyo fue una tentativa de extrema lucidez crítica, una vida legendaria dedicada a la creación y especulación artística. Es ejemplar su fidelidad hacia un ideal cinematográfico, en un medio especialmente inclinado al cálculo triunfalista del mercado. Su intención se sostuvo en la construcción en 48 años de trabajo de 113 películas, desde que en 1960 realizara en Chile el mediometraje “La maleta”, con Héctor Duvauchelle, que deja inconclusa, siendo su primera cinta formal “El tango del viudo” de 1967, la penúltima, en Portugal “Misterios de Lisboa”, gravemente enfermo, y la última, “La noche de enfrente”, en unas semanas de leve mejoría en Santiago antes de devolverse a la distancia en París. Nos dejó un puñado de obras maestras, bocetos punzantes anunciando su amplitud creadora, su tránsito por procedimientos y motivos que inflaman la historia del cine que enriqueció con recursos literarios y filosóficos. Todo su tiempo lo dedicó a crear su obra visual, excepto aquellas horas que dedicaba a leer con gran gusto todo tipo de libros, desde ficción a sicología y matemáticas, pasión que lo inclinó a definir con geométrica claridad lo que deseaba expresar. La muerte lo encontró leyendo dos obras: “Fiabe italiane” de Italo Calvino, y “Quantum enigma” del científico Bruce Rosenblum. El mismo escribió varios libros de teoría cinematográfica: “El transpatagónico”, junto a Benoit Peeters, en “Poética del cine” (I y II, 1995), da vueltas las espaldas a la tradicional factura de los cásicos tres actos del cine, comienzo, desarrollo y desenlace. Lo que en cierta forma es el leit motiv de sus películas que nunca terminan y forman una sola gran obra, escondiendo cada una de ellas un profundo sentido que continuaba en la próxima que filmaba, dirigiendo artistas como Marcelo Mastroiani, Marisa Paredes, Bernard Giraudeau, Isabelle Hupert y John Malkovich. Llevó al cine a Robert L. Stevenson (La isla del tesoro), Samuel T. Coleridge (Las tres coronas del marinero, inspirada en Las Rimas del viejo marinero), Marcel Proust (El tiempo recobrado), Honoré de Balzac (La mansión Nucingen), Camilo Castelo Branco (Misterios de Lisboa), y a escritores chilenos, entre ellos Federico Gana (Días de campo, donde después de una triste agonía, la anciana empleada del protagonista “resucita” como si nada hubiera pasado, con una nueva oportunidad de vivir sin la amargura que arrastró antes, limpia, bañada por el sol de invierno), Alejandro Sieveking (Tres tristes tigres, sobre las correrías de unos vividores en Santiago, que le abrió las puertas de Europa de la mano de su humor absurdo, la pura ironía chilena) y Enrique Lafourcade (Palomita blanca, donde se describe la sensibilidad Hippie a la chilena con música de Los Jaivas). Decía que de la literatura lo que le interesaba eran los procedimientos que están en los textos y que no están en el cine; consideraba que un buen escritor era más un inventor de procedimientos visuales que literarios; para él, Marcel Proust inventó el “zoom” y el fundido encadenado, lo que consideraba más fácil hacerlo en cine que escribirlo: “unos minutos de fundido encadenado pueden ser sesenta páginas de Proust”.
El teatro fue otra de sus pasiones, en enero de 2011 hizo su último montaje en el Festival de Teatro Santiago a Mil, donde congregó más de 4 mil personas con su “Amledi, el tonto”, obra escrita y dirigida por él basada en la leyenda escandinava de Amleth, que inspiró a Shakespeare para escribir “Hamlet”. A los 19 años estrenó su primera obra, “La estatua”, en el Teatro de la Universidad Católica de Chile, dos años después, en 1963, su obra “Cambio de guardia” fue llevada a escena por la legendaria Compañía Los Cuatro en la sala Petit Rex, dirigida por Víctor Jara; uno de sus intérpretes, el actor Humberto Duvauchelle, dijo: “Raúl era un vanguardista, muy en la onda de Ionesco y Beckett. Sus obras eran bien herméticas, como su cine, pero al mismo tiempo eran geniales. El público en Santiago salía confundido, pero fueron todo un éxito”. También dirigió en Chile “Infamante Electra”, de Benjamín Galemiri, en 2006. En Italia y Francia montó a Lope de Vega, Tirso de Molina, Racine y Shakespeare; en 1986, en el Festival de Avignon, tuvo gran éxito con su versión de “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca. También se acercó a la ópera, en 1995 dirigió en Italia “La púrpura de la rosa”, de Tomás de Torrejón y Velasco, y en 2003 realizó la puesta en escena de “Medea”, con música de Michèle Reverdy, en la Ópera de Lyon, para lo cual estuvo filmando imágenes en digital en Sicilia, en Roma y Atenas, proyectando las imágenes de fondo en el montaje: -Lo que hice es prácticamente una película. La ópera dura dos horas, y en total eran seis horas de proyección pues utilicé tres pantallas que se van combinando, usando el equivalente visual del contrapunto, con los extras y cantantes-, explicó.
Consideraba que la técnica digital era una puntada democratizante en beneficio del cine. Afirmaba que el paso del celuloide al digital era como el paso del fresco al óleo. La herramienta es distinta, resulta de ella automáticamente textura y campo de profundidad diferentes. Decía: -“Días de campo”, por ejemplo, está hecha toda en digital y ampliada a 35mm con la Panasonic 25. Ahora estamos trabajando en la alta definición, que ya tiene la súper 16. Llegaremos a hacer comúnmente cine digital tarde o temprano. Ahora el digital simula todo lo que se podría hacer en laboratorio. Es un verdadero laboratorio ambulante. Pensaba que el digital quitaba profundidad, pero la práctica me ha enseñado que no es así. Técnicamente, es irrefutable la precisión de una cámara digital, capta todo, ofrece posibilidades que los 35mm no permiten. A los actores les obligará a trabajar con todo su cuerpo, incluso las líneas de expresión de sus arrugas, que el digital capta sin posibilidad de engaño. Esto vuelve algo problemático la sobreabundancia de primeros planos, lo que yo he intentado aplacar situándome a cierta distancia focalizando la tensión de las escenas en el fondo, no en los rostros, de este modo, por lo demás, uno se instala en el espacio y los elementos que lo configuran adquieren gran importancia. Algo mejor para los actores, porque para ellos representa la oportunidad de crecer enfrentados al desafío de trabajar con todo su cuerpo, aboliendo esa limitación de que los actores trabajen sólo con el rostro, y el cuerpo inerte. Por eso, si filmo en digital, tiendo a trabajar con actores de teatro. La fabricación misma de la película en digital te lleva a rituales diferentes y hoy sabemos que los rituales, no sólo en el arte o la ciencia, sino en toda la vida cotidiana, son más importantes de lo que la gente creía. El problema de las nuevas tecnologías es que dentro de seis meses ya están viejas. Cuando uno empieza a agarrarle la mano, cambian. Sentimentalmente, por costumbre, me gusta más filmar en celuloide, la materia es distinta, el celuloide trabajado y al ser proyectado por primera vez se hace semejante a un milagro; en el digital lo que miras mientras capturas es exactamente lo que verá el público, pudiendo trabajar sobre lo filmado una y otra vez antes de entregar el producto, lo que puede ser una ventaja enorme, pero sin cierta sorpresa de lo único del hecho, de la secuencia de tiempo capturada en bruto, sin manipulación, sin embargo creo que el digital será lo propio del futuro, en especial por economía de recursos -decía.
En cierta forma jamás dejó de estar en Chile, a pesar de que en 1973 debiera dejar el país, luego de asumir el general Augusto Pinochet y haber sido el cineasta más influyente de la caída Unidad Popular del doctor Salvador Allende, época en que logra filmar cinco películas en poco más de dos años. Exiliado en Francia, filma en 1974 “Diálogo de Exiliados”, en que registra a su manera a los chilenos en el exilio europeo, con humor cruel recordando que las raíces se llevan pegadas a los pies donde sea que se vaya, siendo al mismo tiempo donde se nace, el hogar, paraíso e infierno, en el cuál no hay más remedio que habitarlo, estés donde estés, sin ajustarse al discurso épico de las víctimas, retratando vidas sin sentido que lo distancian de la izquierda (“prefiero registrar, antes que mistificar el proceso chileno”, declaró en 1972, declarándose a favor de un “cine de indagación”), recibiendo desde entonces el apoyo del Institut National de l’Audiovisual francés, creando con su apoyo decenas de películas, así como con varios productores internacionales, pero con su capacidad para convertir en chileno todo lo universal, su mirada siempre fue de hombre de esta tierra, todo lo convertía en cultura chilena. Cuando regresa a Chile, en 2001, aunque nunca dejará de seguir viajando, lo primero que realiza son cintas para la televisión con temas rescatando sus antepasados chilotes, bebiendo de la leyenda y los relatos tradicionales, como “La recta provincia” o “Litoral, cuentos del mar”, o en su monumental documental de cuatro capítulos autónomos “Cofralandes, la rapsodia chilena”, 2002. Su obra póstuma está basada en tres cuentos del chileno Hernán del Solar, Pata de Palo, Rododendro y La noche de enfrente, que dio título a la película, protagonizada por Christian Vadim y Valentina Vargas, fue rodada en Santiago, entre marzo y abril de 2011 financiada por el Fondo Audiovisual del Consejo de la Cultura y las Artes de Chile. Decía: -Por qué hice un hogar en Francia es difícil de explicar. Uno se va quedando. Ahora que he regresado a Chile me siento medio perdido. Todos los puntos de referencia han ido desapareciendo. Los últimos eran ciertos bares, como el del Hotel Carrera o el Derby. Muchos desaparecen y otros reaparecen, como El Parrón. Ya me había olvidado de El Parrón y de repente aparece ahí. Estoy hablando de mis ecosistemas, que son los bares y restoranes. A mí se me plantea un problema hasta cuando les cambian el uniforme a los carabineros. La cosa sería simple de explicar si yo hubiera estado solamente en Francia y Chile. Pero me empecé a encariñar con la cultura portuguesa, los países árabes, Italia, especialmente Sicilia. Entonces el problema es ése, que no es un solo país el que vive en mi. Supongo que, de alguna forma, como existe en los espejos, comencé a encontrar Chile también en esos lugares. El efecto reflejo. Me fui de Chile a los 32 años, de modo que ahí quedó mi percepción del país congelada, en un lugar que no existe pero está ahí, como en sueños, que cada vez que regreso intento despertar.
La primera actriz chilena Bélgica Castro, que trabajó con Raúl en varias de sus cintas, comentando su partida, dijo: “Era un artista que, más que estudios, hacía lo que sentía, como un pintor. Era un creador, especial, único y personal. Por muchos estudios que se tenga. El talento es irreemplazable. Y Raúl era un gran talento”. En Francia, otra actriz que dirigió, Catherine Deneuve, ha dicho luego de la ceremonia en la iglesia barroca de Saint Paul, que data de 1580, donde fue despedido en París: “Es un día muy triste, es alguien a quien quise mucho, alguien realmente irreemplazable”; el sacerdote a cargo de la misa dijo que Raúl era “una persona venida de otro mundo, que estará siempre presente por su herencia cinematográfica”. El presidente Nicolas Sarkozy afirmó: “La inspiración de Ruiz partía del patrimonio de todas las artes y de todos los países”. El periódico francés Le Figaro le dijo “adiós al cineasta soñador”, y destacó como “brillante final” su premiada “Los misterios de Lisboa”, y Le Monde tituló su edición anunciando su partida. El diario El País de España le rindió homenaje destacando las palabras de su productor Francois Margolin: “Se trata de uno de los mejores espíritus de nuestro tiempo”. Publicó el diario británico The Guardian: “Imaginería barroca, humor extraño y tramas laberínticas hicieron su obra escurridiza y alusiva, como ninguna otra en el cine contemporáneo”. El The New York Times lo despidió así: “Descubrir a Raúl Ruiz ha sido como caer en una habitación secreta, en una mansión con eco”. The Washington Post subraya que “su virtud fue ponerle un toque artístico al cine, como si se tratara de literatura”.
En Chile se decretó día de duelo nacional cuando fueron trasladados sus restos, descansa en Santiago, donde ahora camina por sus calles para siempre, según su costumbre. La Cineteca del Centro Cultural Palacio La Moneda ofreció una retrospectiva de una veintena de sus películas, que ahora se presentan en cines del país, y se planifica su departamento de calle Huelén como Archivo Museográfico de su obra. La muerte de Raúl Ruiz nos entristece. Aunque se ha terminado su existencia sólo en un aspecto finito, porque nos queda su obra creadora insuflada de vida por su inmortalidad objetiva, a la vista más allá de nosotros, fue un creador considerado este como máximo acto realizador a que aspira cualquier entidad real, como pensó Alfred N. Whitehead, filósofo a quien Raúl Ruiz admiraba. Quienes postearon la noticia de su partida en las redes sociales virtuales lo compararon con Neruda, con la Mistral y Violeta Parra, maestros del lenguaje como él, maestros del sonido y sus matices, lo que se narra, lo que se susurra, lo que se calla.