La poesía y la evocación

 

por Mónica Gómez

 

 

He comenzado este texto entrelazando, a mi juicio, dos elementos indisolubles: la poesía y la evocación, el acto de crear y el acto de evocar. Su simultaneidad, o por el contrario, remembranza, distancia cronológica a la hora de producirse, pero siempre el nexo, la unión como el cordón umbilical que las hace, a las dos, inseparables.

Poesía que parte de lo más natural del ser humano: el habla, la oralidad y la necesidad de fijar, de memorizar en imágenes tanto a nivel individual como en la conciencia colectiva de una comunidad, poesía que, abierta como un espiral (porque su reino es la libertad) va de la palabra hablada a la escrita, del canto al texto de la página, de la página otra vez a su región de luz en todo verdadero, entrañable acto de creación.

En tiempos de disolución, de pérdidas y parcelación de los saberes, a veces entendidos positivamente como especialidades cuando en realidad dan cuenta de la impotencia o incapacidad para aprehender una totalidad, la poesía aparece como el acto capaz de restablecer la unidad o, al menos, de dar cuenta de esa escisión de un modo creativo, más humano. A manera de sinécdoque, para ella la parte, cada parte, es el todo.

Como bien ha dicho Walter Otto, la poesía ‘pertenece al orden eterno del ser que se completa en primer lugar a sí mismo, pues la esencia del ser no está concluida hasta que no haya una lengua para expresarla’.

De esa lengua (y de ese acto) pretende dar cuenta este artículo,

aludiendo ala poesía como algo más que un género literario,

entendiéndola como unmedio de expresión humano vital, como gesto de creación que va más allá de la página (aunque también permanezca en ella) y como objeto y medio de conocimiento.

 

AMERICA LATINA Y SUS VOCES, VISIONES E INTERSECCIONES.

Durante mucho tiempo América Latina ha padecido el equívoco de negación como continente propio.

Este ‘equívoco’ o espejismo que pretendió abolir nuestras identidades e iniciar nuestras letras, nuestras culturas con los relatos de ‘los cronistas de Indias’, trajo, para los propios americanos el conflicto del eurocentrismo o el criollismo, como disyuntivas a seguir. No sólo se impuso una cultura (la letra con sangre entra) sino que las expresiones americanas fueron, equívocamente, valoradas desde la perspectiva europea.

El Barroco, por ejemplo, que en Europa ya había dado sus frutos y era un género, un estilo ‘congelado’, ‘cristalizado’, no se entendió que en éste, el Nuevo Mundo, era, como bien ha señalado Lezama Lima, naturaleza, sobrenaturaleza y no retórica

La muy ilustre y enormísima Sor Juana Inés de la Cruz (tan enorme que enseguida se le encontró el modo de constreñírsele apelando a la fe), tanto en su prosa como en su poesía deja constancia de la diferencia de las letras americanas, donde ellas no habían sido mero trasplante de las hispánicas. Su barroco (‘Barroco de indias’) evidencia que sus poemas no son meras imitaciones de Góngora y Quevedo y su inteligencia, despiertísima, deja, desde temprana fecha, un poema que si bien no puede calificársele dentro de un feminismo inexistente, marca una postura donde la mujer deja de ser el objeto idealizado de la composición para convertirse en un sujeto enjuiciador, opinante, desde una postura francamente intelectual, no sensorial, intuitiva, como prejuiciadamente se vio a la poesía femenina quizás durante excesivo tiempo.

Y por si fuera poco, a su controvertida figura y sus múltiples interpretaciones también se suma la escritura de villancicos en náhuatl, suficientes para constatar su ‘herejía’ y evidenciar la transustanciación de los elementos hispánicos con los fermentos (nunca pasivos y sólo receptores) de este Nuevo Mundo, como lo evidencia esta monja escritora en pleno virreinato.

La escritura latinoamericana, desde sus inicios, está constituida de un tramado de intersecciones donde el Inca Garcilaso de la Vega escribe sus Comentarios reales sobre la conquista del Perú y un español como Alonso de Ercilla nos lega como patrimonio nacional La Araucana.

Dentro de la poesía latinoamericana, por sólo referirnos a la escrita y no a la anónima que recoge una larga tradición oral, cuenta con voces femeninas que destacan cualitativamente y cuya presencia es parte ya no de la historia de la literatura sino de la vida de la literatura. Me refiero a Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Dulce María Loynaz, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana y por supuesto Gabriela Mistral, por sólo mencionar a algunas.

La cada vez más proliferante producción femenina permite ubicar nombres más recientes de un reconocimiento ya internacional como son las argentinas Alejandra Pizarnik y Olga Orozco, la peruana Blanca Varela, la brasileña Cecilia Meireles, la uruguaya Marosa di Giorgio, la cubana Fina García Marruz y Claribel Alegría, Idea Vilariño, entre otras.

La palabra, esa arma incisiva, de doble filo, cuenta en la América nuestra con no pocas y valiosas representantes. En el terreno nacional a la lista de las ‘canonizadas’ por la literatura, habría, en un acto de justicia poética, que reconocer el extenso y valioso trabajo folklórico de Violeta Parra, e insertarla, sin menoscabo, entre nuestras imprescindibles poetas nacionales.

Hablar, recordar, escribir, cantar en sílabas, he ahí la voz de la poesía: el acto de hacer, de crear, como un hecho de fe y de vida.

 

 

 

 
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