PASIÓN
DE VIOLETA PARRA |
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Por Waldemar Verdugo Fuentes . En Chile el panteón de suicidas está presidido por dos presidentes: José Manuel Balmaceda y Salvador Allende, por intelectuales ilustres como Luis Emilio Recabarren, por escritores como Joaquín Edwards Bello, Pablo De Rokha, Teresa Wilms Montt, Alfonso Alcalde, Rodrigo Lira, Magdalena Vial y Adolfo Couve, y por una artista excepcional como fue Violeta Parra, que se mató porque le dolía la vida, a quien cantó agradecida; no necesitaba más y tuvo que matarse porque llegó a un momento en que su exquisita sensibilidad fue tal que cualquier roce trizaba su espíritu, donde remendaba un tejido a punto de quebrarse y doloroso a la menor presión. Así, un día la mujer que confiaba en sus fuerzas, perdió el impulso vital, la mujer que era toda fortaleza comenzó a resquebrajarse esa tarde cansada, la mujer a quien todo le salía bien encontró todo malo. Viola chilensis, mujer-bote, mujer-casa, mujer-lana, mujer-luna, mujer-nacimiento, mujer-muerte cuando su alma proyectada al exterior decidió recogerse en sí misma: cuando la luz que se dirigía hacia fuera, alumbró al interior, y su propia luz que era tal la cegó un instante cuando se inspeccionó; se examinó, y se vio cansada para salvar la dificultad de una nueva subida que no quería. Al final había subido tan alto, que se encontró consigo misma y nadie más, ahí aislada, sola cuando la conciencia de sí le originó el vértigo de altura que le dio fuerzas, el escalofrío del pánico que le produjo la desolación y que indujo a Violeta a enfrentarse con Violeta. Pasión de Violeta Parra. Un día domingo a la hora del crepúsculo de la tarde, la autora de “Gracias a la vida” se disparó un balazo en la sien. Murió al instante. Móviles: desconocidos. Violeta tenía 49 años, estaba sola y comenzaba el otoño. "El día que yo no tenga un amor a quien dedicarle mis canciones, arrumbaré mi guitarra en un rincón y me dejaré morir. A quien me encuentre vieja para las expansiones sentimentales, yo le discuto que el amor no tiene edad", declaró Violeta Parra en Santiago, de vuelta de París donde vivió un romance desdichado. Recuerdo muy bien a Violeta chilensis. Para los jóvenes de entonces era un jolgorio cada una de sus actuaciones en el Parque Forestal, al aire libre, dueña de esa dosis de majestad propia de la mujer campesina. Antes de interpretar un tema, solía explicar con detalle cuándo, cómo y en qué sitio obtuvo la inspiración que le permitió crear la canción que iba a entonar. Y su voz nos atrapaba, a los hombres y mujeres, a los pájaros y al viento que la hacía rebotar en las paredes frías de los inviernos en Santiago, y éramos todos uno solo al cobijo de su música eterna. Ella era de lo más accesible, siempre atendía con la mayor generosidad a quien se le acercaba, como los sabios oía todo y hablaba lo justo. Una vez la abracé, en la Feria Artesanal que entonces se hacía en el Forestal. Cuando caminando distraído con mis compañeros del liceo Manuel Barros Borgoño, la vimos sola moviendo estantería y desenvolviendo sus telas para adecuarlas en un stand. Nos apresuramos de inmediato todos a ayudarla. Siguiendo sus instrucciones. Con una escoba de ramas barrimos las hojas del suelo y cuando llegaron sus gentes ya Violeta estaba instalada. Nos dio un abrazo a cada uno, yo le respondí con un beso, y nunca más en la vida dejaron de acompañarme sus canciones en los caminos. Varias veces preguntaron: "¿por qué la música chilena es tan triste?". Y nunca encontré justificación porque simplemente no la tiene, la naturaleza de uno es así nomás. Entonces, la emoción de ver cantar a Violeta no se puede explicar porque es perfectamente inexplicable lo sin vuelta que darle, lo que traemos predestinado en los huesos. (Permítame
el lector chileno ahondar algo en este tema con un ejemplo propio,
para que no se diga que uno escribe por escribir. Mi encuentro con
Violeta Parra fue hace más de 30 años, tal cual he narrado. Entonces
también todos bailábamos con las canciones de Cecilia y la Nueva Ola.
Esa era nuestra música. Luego en la Universidad se amaba u odiaba
a Gloria Simonetti, yo era de los primeros. La última vez que fui
al Teatro Municipal fue para escucharla cantar, y me llevé también
sus voces en los caminos. Ahora que he vuelto a mis raíces, como suele
suceder, vivo tanto como afuera la incógnita de vivir. Hace unos días,
saliendo de unas oficinas de El Mercurio, donde suelo colaborar, vi
a una dama que entraba cargando unos cuadros enmarcados y de inmediato
la ayudé. Ella, tal cual si hubiésemos concertado vernos, encantadora,
me dio su carga, un abrazo y un beso en el rostro que respondí fascinado
al reconocerla, era Gloria Simonetti. Al instante llegó la persona
que debía recibirla con quien seguramente habían concertado una entrevista
por teléfono, y con quien fui felizmente confundido. Ayer, entré a
una farmacia de Bellavista y ocurrió lo siguiente: al entrar con mi
pie derecho, como suelo hacer dondequiera que sea, veo aparecer a
alguien sumamente cercano justo frente a mí: era la cantante Cecilia
(Pantoja Levi), tal cual yo la veía en las carátulas de mis discos
de entonces, sin edad, inalcanzable en la televisión, tal cual esas
imágenes que archiva nuestra memoria histórica. No me pude resistir
y la abracé y la besé y ella se dejó hacer sin haberme visto en su
vida. Me preguntó cuál era mi oficio, y le dije que era escritor.
Entonces, os lo juro, Cecilia tomó mis manos y las besó. Luego hubo
un fugaz instante secreto de comunión ojo a ojo y me envolvió una
cierta alegría. Estos signos soterrados y ocultos ¿no son como para
pensar que en verdad hay cosas que suceden y no podemos explicar?) El año que murió Violeta (1967) la tasa de muerte premeditada en Chile fue de un 7% por cada 100.000 habitantes. En Hungría, por ejemplo, ese mismo año se suicidó un 26,8% en la misma cantidad de habitantes; le seguían Austria (21,7%), Finlandia (19,2%), Alemania Occidental entonces (18,5%), Dinamarca (19,1%), Suecia (18,5%), Suiza (16,8%), Japón (16,1%), Francia (15,5%), USA (10,8%)... ese año 1967 la Organización Mundial de la Salud hizo un serio llamado por el grave panorama que asolaba al mundo al respecto: el informe decía que de cada tres personas que fallecían en el planeta, una correspondía a suicidio. Eran los funestos aires que soplaban antes de las masacres oficiales que comenzaron a ennegrecer la atmósfera a partir de los sucesos mundiales de 1968, y que respecto a Chile desembocarían en 1973. Era esa época cuando Violeta se devolvió a la distancia una época convulsa; en la actualidad, sin embargo, el suicidio ha disminuido. Entonces era una plaga y Albert Camus llega a declarar: "El suicidio en nuestra época es el único problema filosófico realmente serio". Violeta
Parra nació al sur de Chile. Su padre fue profesor primario y cantor
popular, al igual que su madre, de quienes la folclorista tomó su
amor inmenso a la música de nuestro país. Pero no se inició su expresión
de manera simple, de hecho su padre no quería para ella ese camino.
Solía contar Violeta: "Los
años allá en el sur En su trabajo, desde temprano Violeta trasciende lo personal para exponer su posición de defensa a los más marginados, denunciando falacias sociales que ejercieron poderosa influencia en su ánimo. En su autobiografía narra: "Por
ese tiempo el destino La familia de Violeta, parte importante de ella, se traslada a Santiago y en la capital forma un dúo con su hermana Hilda, iniciándose profesionalmente:
La creación artística de Violeta fue reconocida de inmediato por el pueblo de Chile, nunca gozó del favor oficial, siendo en cierta época silenciada, pero su obra se esparció por mérito propio en los círculos artísticos internacionales. Su peregrinaje no fue corto. En 1937 conoce a Luis Cereceda, ferroviario, con quién contrae matrimonio. De esta unión nacen Isabel y Ángel, luego continuadores de su arte. Recorre distintas Iocalidades de Chile en los años siguientes, trabajando en teatros y boliches, recopilando canciones antiguas. En 1948 se separa definitivamente de Cereceda, y sigue su vida itinerante por Chile. AI año siguiente vuelve a casarse, y de este nuevo matrimonio nacen sus hijas Carmen Luisa y Rosita Clara. Recorre el país trabajando con sus dos hijos mayores en circos y teatros, y recopilando la música campesina chilena. En 1953 comienza a alumbrarse el verdadero genio de Violeta después de un recital en casa de Pablo Neruda, Radio Chilena le contrata una serie de programas que la lanzan a la primera línea del arte folclórico del país. Intensifica su trabajo de recopilación por todo Chile. Con un magnetófono y una guitarra, recorre los lugares más recónditos para rescatar el folklore olvidado de su pueblo, aprendiendo composiciones populares que oía de las cantoras que a veces frisan los cien años de edad. En 1954 obtiene el premio Caupolicán, otorgado a la folklorista del año. Es invitada al Festival de la Juventud, en Polonia, y recorre la Unión Soviética. Tanto en Polonia como en Checoslovaquia fue vitoreada. En París hace su espectacular presentación durante el Festival Internacional Folclórico realizado en el Anfiteatro de La Sorbonne, cantando sola: "Salí con mi guitarra al escenario y sentí un murmullo casi de desaprobación. Todas las otras delegaciones eran numerosas y llenaban el escenario: yo me sentía asustada y muy pequeña. Sonó la guitarra y se hizo silencio inmediatamente. Tuve que cantar siete veces, obligándome los aplausos atronadores". Violeta logró gran éxito y colocó a nuestro folklore a una altura alcanzada jamás por nadie. Fija su residencia durante dos años en París, grabando allí sus primeros discos y sus recitales transmitidos por radio y televisión. Regresa a Chile en el 56, y al año siguiente se traslada a Concepción, contratada por la Universidad de la ciudad. Funda y dirige el Museo de Arte Popular de esta ciudad y graba nuevos discos, además de reiniciar su labor de recopilación folklórica. En 1958
vuelve a Santiago y comienza a pintar y hacer tapices. Ofrece recitales
por todo el país y graba nuevas canciones. En 1960 cae enferma y debe
permanecer largos ocho meses en cama. Durante ese tiempo se inicia
como arpillerista, inventando materiales y técnicas para ello. Explicaría:
"Tanto tiempo no podía quedarme sin hacer nada. Un día vi lana
y un pedazo de tela y me puse a hacer cualquier cosa. Nada surgió.
Nada sabía, y era porque, en el fondo, no tenía claro qué quería hacer.
Volví a tomar el pedazo de tela y deshice todo y quise copiar una
flor, pero, cuando terminé no era una flor, sino una botella. Quise
ponerle una tapa a la botella y surgió una cabeza, entonces, le puse
ojos, nariz y boca: era una dama, como esas que van todos los días
a la iglesia a rezar". Conoce ese año al músico suizo Gilbert
Favre, estudioso del folklore sudamericano. "Elegiría
quedarme con la gente, son ellos los que me inspiran hacer todas estas
cosas". En una
entrevista para la televisión francesa, su hijo Ángel Parra recuerda:
"Todo lo que realizó mi madre lo hizo por iniciativa propia y
prácticamente sola. Fue ella misma quien quiso exponer en el Louvre,
y, un día, simplemente partió con sus telas a hablar personalmente
con el director del museo, quien luego de expresar que sometería la
obra a la estricta Comisión de arte del Louvre, le dijo: "Es
una gran artista, ¿sabe usted?" De su
tapiz titulado "Contra la guerra", Violeta dijo: "Sucede
que en mi país hay siempre desórdenes políticos y eso no me gusta...En
esta arpillera están todos los personajes que aman la paz. La primera
soy yo, en violeta, porque es el color de mi nombre". Violeta se reconocía autodidacta. No tenía estudios formales y nada sabía de técnica o fórmulas. Simplemente creó su arte pictórico tal cual como escribió sus canciones: con su don más allá de lo comprensible, con intuición, mente y un trabajo constante. En sus pinturas y arpilleras emplea una cantidad enorme de colores, diciendo con cada uno un sentimiento. En alguna ocasión lo explicó así: "Las cosas son simples. No sé diseñar, yo invento todo, y todo el mundo puede hacerlo. No sé dibujar y no hago dibujo alguno antes de comenzar mis tapices, sino que voy viendo, poco a poco, lo que debe ponerse. Voy llenando espacios en mis tapices...Y con mis pinturas: ellas están todas en mi cabeza; como mis canciones. Cuando siento que hay una persona sensible o que le nace un sentimiento al ver lo que hago, me quedo tranquila. Sólo hago algo en lo que pueda poner la emoción. Cada trabajo es para mi único. En mis telas tengo treinta personajes, y cada expresión de ellos es única, ellos hacen cosas distintas, pero yo tomo un solo color y viajo por todos los cuadros para conservar lo que siento cuando quiero dar una expresión, así sea el mismo personaje. Yo misma a veces tengo el color de mi nombre o el color verde que es de la alegría y que me cuesta más que ninguno, o el rojo si estoy enojada y denuncio...siempre uso como base los colores araucanos: amarillo, negro, violeta, rojo y rosado de copihue". Cuenta su hija Isabel en una entrevista en México, que Violeta comenzó a pintar con tempera sobre cartones alrededor de 1959: "No tenía dinero, por eso pintaba sobre cartones. Tampoco tenía taller. Pintaba en cualquier rincón de su casa; incluso no contaba con un atril. Y nunca firmó sus cuadros". Por primera vez mostró sus obras en la Feria de Artes Plásticas de Santiago, y es seleccionada para representar a Chile en la Bienal de Sao Paulo. Pero, duras críticas, impiden su viaje a Brasil en manera oficial. Recuerda Isabel Parra: "Violeta fue muy discriminada". En Chile oficialmente se desconoció su labor como artista plástica hasta 1992, en que, por primera vez, se hace una retrospectiva de su trabajo en una muestra de 33 cuadros y tejidos. De lo que se conserva en Santiago, hay fisonomías particulares a lo que hizo Violeta en este campo: concurrencias cromáticas, soluciones de composición inspiradas en la vida diaria del campesino, texturas propias, enfoques desconcertantes del espacio, vacíos en que flotan personajes, ya en atmósferas etéreas, ya en hoyos negros, más negros que la noche, y que parecen presagiar la tragedia de su final. Los personajes, con quizás qué pensamiento acechándoles, siempre miran de frente al espectador, con ojos diciéndolo todo, a veces desamparados y tiernos, tristes en general. Hay en los héroes humanos de Violeta una tristeza implacable, que logra penetrar hasta en las escenas de mayor jolgorio. También surge aquel personaje masculino amenazante, el amor perdido, cada vez menos trazado, como ya resignada a la tragedia de la soledad del corazón. Nos muestra hombres borrachos o muertos, tendidos. Siempre hay una guitarra, aquí o allá, como presencia amada más acá de todo. Tampoco olvida nunca el crucifijo, como presencia constante de lo sobrenatural. Sus tejidos en arpillera son espléndidos, realizados bordando con toda su alma el genio que llevaba dentro. El entrelazado de colores que tejen sus lanas e hilos es complejo y rico, sin que la historia pierda nunca su importancia capital. Ella siempre dice algo. Se hacen notables las avecillas que, con vida propia, juegan, revolotean o miran con esos, sus ojos de Violeta. Se ven también cuerpos formados de puras líneas, grecas y símbolos que rescató de tribus indígenas bien definidas. En sus arpilleras están presentes, además, y en manera importante, varias escenas que representan combates navales, en que su tema es único: la valentía del héroe Arturo Prat Chacón, por quien Violeta sentía especial admiración. La ejecución fantástica de sus ejecuciones plásticas, de hecho, la constituye su arpillera que tituló "Combate Naval", de 1964, en que retrata una inolvidable hazaña en el mar: el barco enemigo tiene el aspecto de un monstruo marino que vomita hombres voladores, tendidos, enfrentados al héroe y a una bandera chilena, en un juego de trazados verticales y horizontales que danzan sobre cabezas desgajadas al ras de los círculos que forman las aguas bravías. Su obra plástica es magnífica. Pero la pasión que la hizo clásica es su música, sus canciones. ¿Acaso es posible pensar otra cosa al leer los versos de Gracias a la Vida? “Gracias
a la vida que me ha dado tanto, Luego
de su último viaje a Europa regresó a Chile en junio de 1965. Instala
en las afueras de Santiago una gran carpa, en La Reina, para entonar
su música y de inmediato se convierte en un centro de cultura folclórica
chilena. En 1966 viaja a Bolivia, donde canta con Gilbert Favre. Regresa
con él a Chile. Viaja por el país cantando en teatros. Compone sus
últimas canciones, que graba acompañándose de sus hijos y del músico
uruguayo Alberto Zapicán. Se devuelve a la distancia por decisión
propia el 5 de abril de 1967 en la Carpa de la Reina. Era un día frío
en Santiago de Chile y ni un alma cerca.
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