Palabra, pasión y regocijo


por Edmundo Moure

Un nuevo libro del poeta, narrador, ensayista, crítico e investigador, Hernán Ortega Parada, este enamorado de la palabra que ha hecho de su culto vivo una permanente vocación de testigo alerta. Esta vez, Ediciones Universitarias de Valparaíso nos ofrece, en cuidada edición, Tentación de Recordar, conjunto de doce ensayos biográfico-literarios sobre grandes personalidades de nuestras letras: Hernán Díaz-Arrieta (Alone), Martín Cerda, Humberto Díaz-Casanueva, Enrique Lafourcade, Eduardo Molina Ventura, Francisca Ossandón, Nicanor Parra, Alberto Romero, Benjamín Subercaseaux, Lautaro Yankas, María Flora Yáñez y Juan Emar.

El autor pretende, en unas cuantas palabras, definir la estructura y los alcances de esta obra, diciéndonos: “La biografía literaria es una reconstrucción de experiencias o hechos vividos por una segunda persona, desde los archivos secretos de la memoria del escriba; archivos parecidos a los hoyos negros del Universo donde no toda la información desaparece, tal como lo señalan las leyes cuánticas elevadas a esa otra magnitud…”.

Y agrega: “El carácter de la literatura es especulativo, aun a través de lo informativo, porque no tiene la misión de reproducir vidas -en este caso- tal como transcurrieron en una realidad a veces lejana. El arte (la literatura pertenece a este reino) es la oportunidad desatada para exacerbar la imaginación; mejor: libera la imaginación creadora en virtud de sentimientos profundos… La biografía literaria, en fin, tiene sus propias leyes y muy ceñidas -por ahora-, como así también posee sus reglas el llamado género memorialista. Esta última opción es la que nos ha elegido para elaborar semblanzas que, aunque parciales, intentan traer a la actualidad informaciones sobre personajes clave de nuestra cultura de la segunda mitad del siglo XX”. (Hasta aquí la cita textual).

Pero este notable ensayista que es Hernán Ortega, se está ahorcando con la misma soga didáctico-discursiva con que prologa este nuevo libro que nos regocija. Sí, porque a medida que avanzamos en la lectura, y desde el primer personaje vivo, el admirado Alone, el autor-indagador rompe sus propios moldes propedéuticos y va construyendo un sagaz análisis de documentos, textos, circunstancias y recuerdos que se estructuran en los engranajes de la pasión y el deleite por la palabra creadora, desde la perspectiva de un eximio conocedor de la literatura chilena y universal, a la que ha dedicado tres cuartos de siglo de su inquieta existencia, con una fidelidad de amante incondicional y una entrega admirable que le ha costado lo suyo, porque este amor no ha sido ni es ni será gratuito para sus cultores (entre los cuales me cuento, modestamente y no tanto).

Entre estos doce personajes, escritores y artistas, nosotros, como lectores llamados a cerrar el círculo de apropiación del texto literario, sentimos y expresamos nuestras preferencias; asimismo discrepamos de algunos juicios o asertos del autor, asunto que le haremos ver en futuras conversaciones, frente a un merlot o un carmenere, o, en último caso y por prescripción salutífera, a uno de esos sanos y reconfortantes zumos de fruta que prepara Annabella, en el pequeño paraíso de piedra de Olmué, en medio de ese bosque nativo donde Hernán sigue arrancando frutos prohibidos del árbol del conocimiento, como si tuviera treinta años, en un proceso rejuvenecedor que no deja de asombrarnos, sobre todo al constatar su amplia producción de este último lustro, donde sobresalen sus variadas Arquitecturas del Escritor, sus Ensayos Mínimos y esta Tentación de Recordar que estoy disfrutando morosamente, y que releeré como corresponde, para ver si encuentro errores de información o apreciaciones que retrucar, según mi prurito contestatario y mi propia condición de individuo memorioso.

Pero hablaré ahora de los indudables aportes y hallazgos de esta nueva obra de Hernán Ortega, que viene a ampliar y enriquecer un patrimonio literario que él, desde hace cincuenta años, comparte con sus pares de oficio y con muchos lectores y estudiantes ávidos de conocer nuestra historia de las letras, en su acervo filológico, a partir de la entraña verbal de los libros, olvidada y preterida por quienes debieran preservarla y difundirla. Una tarea que se remonta, como bien lo señala el autor, a los días de la revista Huelén, cuando nos conocimos en los altos de la casa de Blanco Encalada con Avenida España, y aún antes, cuando el escriba incansable procuraba extraer horas escasas a su trabajo pedestre de administrador, para articular espacios donde convocar a otros al disfrute mancomunado de la palabra, aun a riesgo de menoscabar ese exiguo peculio con que debemos subsistir quienes escogimos este estrecho y arduo camino.

El procedimiento de trabajo de Hernán Ortega, para llegar a los autores de su preferencia, no se limitó a la tradicional labor indagadora en archivos y bibliotecas, sino que buscó el acercamiento coloquial, la conversación pausada y reflexiva, merced a la proposición de preguntas certeras, cuyas respuestas cabales sólo son posibles en una atmósfera de cordialidad que no es fácil obtener con creadores consagrados y, sin duda, provistos de un ego que puede convertirlos en auténticas “vacas sagradas” del oficio, inalcanzables en su torre de marfil, incluso para sus admiradores más fervientes.

Premunido de paciencia a toda prueba, y de un considerable bagaje de conocimientos sobre los complejos temas de la literatura, sumados a una actitud de proverbial modestia y a esa difícil disposición de quien persigue, sin otra recompensa, el “júbilo de comprender”, Hernán Ortega ha recorrido y recorre aún la loca geografía literaria chilena, buscando analogías y correspondientes en el mapamundis planetario, como lo ha hecho -y bien logrado- con Enrique Gómez Correa, con Ludwig Zeller, con Humberto Díaz-Casanueva, con Raúl Zurita y con Martín Cerda.

He dicho y lo repito: otra sería la consideración respecto a él, de sus pares de oficio y de las instancias académicas y culturales en esta larga isla en el Cono Sur, si Ortega Parada hubiese nacido en Alemania o en Francia, o en la misma España. Pero esto es parte de la abusiva especulación del condicional, esa herramienta semántica que pugna por revivir desde el pasado lo que no ocurriera de manera explícita y definitiva…

Para mí, en los textos sobre Alone, Martín Cerda, Alberto Romero, Eduardo Molina y H. Díaz-Casanueva el autor alcanza la cúspide magistral de estos ensayos biográficos. Bien puede que mi opinión se reduzca aquí a mis propias preferencias, pero, al fin y al cabo, la apreciación subjetiva es inherente a las opiniones estéticas, y esto no lo han podido evitar ni siquiera los estructuralistas. (Tampoco lo pretende este autor amigo).

Para dejar en claro su propósito, extraigo un párrafo significativo de la biografía de nuestro querido Martín Cerda:

“…El escritor tiene el privilegio de no irse jamás de este mundo. Se le puede olvidar, tal vez. Siempre se le puede recuperar. Tomar sus libros, leer sus artículos, escuchar su voz en un sistema de audio o video, es tenerlo vivo entre los vivos inquietos…”

Nosotros integramos ese grupo de “vivos inquietos”, para bien y para mal, es decir, vivimos nuestra existencia en las palabras y por las palabras, en permanente desasosiego, aunque para ello tengamos que habitar la marginalidad a que nos confina el “mundo real”.

Y como si fuera poco el macizo y prolífico contenido de Tentación de Recordar, el autor nos obsequia sus Fichas Bío-Bibliográficas, donde exhibe casi desde las sombras, como es la paradoja de su quehacer literario, un completo apéndice documental, desafío para nuevas investigaciones y hallazgos.

Recibo este libro como un nuevo regalo augural de Hernán Ortega Parada, e invito a los potenciales lectores a disfrutarlo (como yo) desde la palabra, la pasión y el regocijo.


 
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