Por Alfredo Lavergne

La nostalgia es un sentimiento universal, que recorre la literatura de todos los lugares y épocas; sin embargo, para quienes experimentamos los años de la Dictadura, tanto en el extranjero como dentro del país, después de un lapso en que vivimos la esperanza más profunda, fue algo mucho más acá, más interno que un sentimiento. El desgarro de Re-vivir jornadas que pasamos desde el sueño a una construcción realmente posible: de un país de justicia. Se hacía un dolor casi físico, desde la distancia geográfica o la de los años, cuando todo se nos hizo ajeno.

Los personajes de “Nada más que nostalgia” son un vívido enunciado de las experiencias de toda una generación. A través de sus desplazamientos -Isla Picton, Punta Arenas, Concepción, Valparaíso, Buenos Aires, etc-. Los vemos no pertenecer completamente a ninguno de esos lugares; estos son más bien huellas interiores, en el duro y necesario camino del aprendizaje, en el desengaño y la conciencia responsable de lo perdido, tal como las obras literarias y musicales que colman la acción vivida y recordada de la novela.

La nostalgia no es sólo acá, la experiencia de no llegar al lugar de origen, sino a todo aquello en que algo de nosotros se quedó detenido por siempre: la apasionada lectura de Cortázar o una sinfonía de Mahler. Esos espacios transitados y esas marcas de la memoria resultan esenciales y vivos; tal como en Sobre héroes y tumbas o Conversación en la catedral, asistimos a un transcurso de los recuerdos como seres reales que anduviesen por derecho propio sobre el escenario de una actualidad que parece haber perdido consistencia y sentido frente a ellos.

El recuerdo de la pasión amorosa de los protagonistas, que es el eje central de la novela, representa entonces algo más que el testimonio de una experiencia personal plena ya imposible de alcanzar, es también la conciencia del imposible regreso de los momentos de profundo sentido ético en los años de la Unidad Popular y en la lucha contra la Dictadura. Riveros sabe retratar el compromiso y empuje de toda una generación para la cual la política fue desafío e inspiración íntima, y sabe conmover especialmente al presentar el friso histórico de una ciudad de Concepción que parece resumir en sí a la esperanza y el desengaño, la alegría y la violencia, todo aquello que conforma la Historia en plenitud, la Historia con mayúscula.

A esto le ayuda la concentración y densidad de su prosa, que se da el tiempo y la intensidad para recorrer reflexivamente el flujo del tiempo. La interrogación permanente de los narradores no cae sencillamente en sí mismos: sus preguntas parecen elevarse para interrogar a la misma historia. Sus transcursos vitales les han llevado a lugares distintos: tanto él, en su soledad íntimamente asediada por el vacío existencial, como ella, dentro de la esfera del compromiso personal y político pragmático-partidista, reconocen en la reunión amorosa un instante de significación que dio después el paso a una época sorda y ciega.

La nostalgia es, en este sentido la añoranza de la posibilidad del compromiso. La figura de José Miguel Carrera, contrapunto permanente de la acción y la memoria del narrador que está empeñado en armar su biografía, es la posibilidad heroica de la unión entre el amor y la lucha, y no sin razón Riveros analoga su trayectoria y sacrificio al de Miguel Enríquez; la persistencia de sus ideales

- aparentemente ausentes, pero presentes en la memoria y en la conciencia - trasciende al desengaño que es producto de sus derrotas en el combate. No es sólo la nostalgia entonces, como nos dice el título, lo que nos deja la novela; más allá del nihilismo, el testimonio de sus luchas y las de la generación de los 70, nos entrega la posibilidad de la esperanza como un tesoro íntimo. Es por ello que la reunión que sella el libro es señal de la pervivencia de los sueños, de la fuerza de la memoria como una resistencia vital inevitable.