LA IDEA DE DIOS EN LA GLOBALIZACIÓN |
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Reflexionar es siempre estar yendo y viniendo
Acostumbro a releer a Martín Cerda, cuyos textos si bien breves no por ello dejan de tocar a fondo un tema, una visión personal. Ello me provoca un estado propicio para agudizar las contradicciones. Estuve seis años cerca de Martín como alumno del Taller Huelén y, sin embargo, percibo que su “entrega” en las reuniones semanales en el Goethe no era producto de un encuentro suyo con personas interiorizadas en la cultura profunda. Se cumplía un protocolo de conversación sobre los temas que proponían escritos primerizos de los “alumnos”; éstos, hombres y mujeres que buscaban la maduración de sus propias expresiones literarias pero en estado de iniciación muy precario. Y me incluyo. Cito este antecedente pues el verdadero maestro ensayista estaba en otros círculos, como en sus conversaciones privadas con Hernán Godoy Urzúa, por ejemplo; o en instantes “calientes”, en torno a un mesa de medianoche rodeada de intelectuales como Ricardo Latcham, Tito Mundt, Alberto Soria, Eduardo Molina, Luis Oyarzún, o, tal vez ocasionalmente, con Jorge Millas; todos ellos al inmediato regreso de Europa de Martín. Al segundo regreso (1977) muchos de aquellos ya no estaban. Pero debo considerar que Martín Cerda guardaba su intelecto trascendente para cuando enfrentaba la página en blanco y ello explica los títulos de sus dos libros publicados en vida; reflexiono en especial sobre el último, “Escritorio”, espacio físico como alma mater. Articulista en periódicos comprometidos con la dictadura, solía escasamente mostrar sus atributos críticos sobre lineamientos profundos. Ni siquiera en la tv, o en conferencias se explayaba abiertamente: no fue un hombre de pasiones públicas, sino un tipo muy contenido tanto como por lo que pasaba en el país o como aquello que lo aquejaba en la intimidad. O, sugiero, era su estructura de ser: una abuela paterna francesa –Drouviell-, y una abuela materna alemana –Von Mayer-. Rigor intelectual. En consecuencia, el ensayista per se, profundo conocedor de la historia del pensamiento y de la evolución de las sociedades, emerge recién en las páginas de La Palabra Quebrada (1982); título metafórico que no debe considerarse como hallazgo ligero: es la orientación de un lenguaje herido que emana de la casa fantasma y de la humanidad fantasmal. Como consecuencia de esa etapa, cuando él desaparece, me queda el dolor de no haberlo tratado más y mejor. Pero, ¿cómo hacerlo con un hombre que está manejando los hilos de la filosofía y que las peripecias de una sociedad de consumo lo tienen privado de ser quien es: el pensador, el analista, el crítico de una sociedad que está cambiando grotescamente de carácter e integralidad? Martín Cerda no tuvo ni dejó un discípulo heredero de su alcurnia intelectual. He recordado a quien fue el difusor en Chile de Montaigne y que, en sus escritos, prefiguró con claridad la existencia temporal e histórica del animal social denominado “burgués”. La burguesía (bouregoissie, de los “burgos”, barrios acomodados) es una entidad que nació al interior de la ciudad, allá por el siglo VI DC. con el auge del comercio, la economía, colaboradores de la administración de turno… luego de adquirir capital. Simultáneamente -veámoslo en la Edad Media-, el burgués está comprometido con la idea religiosa de su entorno; y ese factor no es transitorio. La burguesía, ya como clase ubicada entre la aristocracia y el pueblo, adquiere poder e interviene en las llamadas revoluciones que ocurren en Occidente. Para el materialismo histórico, es decisiva la clase burguesa pues al apuntar hacia ella, es el cuerpo social que se interpone sobre la clase trabajadora siempre sometida para que no pueda alcanzar la dignidad humana participativa que se merece. Situación que se mantiene en el siglo XXI pese a la tecnología imperante en todas las actividades de producción, educación, salud y previsión. En resumen, leer a Cerda es encontrar con cierta frecuencia la connotación histórica de la burguesía para entender procesos que acompañan a la evolución socio cultural de muchos siglos. Lo que ha permanecido fuera de titulares –por decirlo así- en el maestro, es su ideología religiosa. Si la tuvo o no la tuvo. Desde la U. de Chile, tras iniciar Filosofía, se va a Francia y en La Sorbonne, durante tres años, es alumno de los más conspicuos académicos e ideólogos marxistas de Europa. Por nombrar algunos: Maurice Merleau-Ponty (1908-1961, filósofo existencialista), Jean Hippolite (1907-1968, filósofo especializado en Hegel), Lucien Goldmann (1913-1970, rumano-francés, sociólogo, teórico marxista), Jean Wahl (1888-1964, filósofo francés). Todos ellos de alta influencia en Europa. En París, además, estudia microscópicamente la obra de Ortega y Gasset. Sin embargo, abandonando Filosofía, se traslada a Bélgica y se incorpora a la vieja universidad católica de Lovaina. ¿Por qué este cambio? ¿Muy denso el materialismo en La Sorbonne? ¿No encaja la práctica marxista de los años 50 con las esperanzas de una nueva paz internacional después de la trágica Segunda Guerra Mundial? ¿La Guerra Fría fue sólo un partido de ajedrez? Al cabo de dos años, tampoco recibe cartón alguno en Lovaina y Martín Cerda se va a Salamanca, España, a revisar documentos y nuevos papeles de Ortega y Gasset, a quien finalmente despedaza como filósofo (El Mercurio, “Ortega y la Modernidad”, 1981). ¿Cuál es la carta de ruta que lo guía? Entre 1971 y 1974 es director de taller de crítica literaria en la Pontificia Universidad Católica de Santiago. Acto seguido, se exilia en Venezuela. Regresa definitivamente a su patria en diciembre de 1978. El Taller Huelén es un pequeño reducto que le ayuda a mantenerse –está abandonando su hogar- entre 1979 y 1985-, junto con colaboraciones en la prensa, hechos que le permiten en la privacidad (escribe de 5 a 10 de la mañana) ir ensamblando obras literarias mayores que, finalmente, desaparecen en el corazón de un incendio en Magallanes. Él es, en lo esencial, un escritor de síntesis, de fragmentos. No define ideas o conceptos en latos ensayos, sí en densos párrafos y en pocas páginas -no más de dos o tres-. Él piensa sobre alguien o algo que le preocupa y en tal espacio desarrolla un ensayo contundente. Pero la incógnita es su creencia religiosa pues no aparecen escritos en que ésta se manifieste. Como él mismo solía decir, participaba de “un baile de máscaras”. Y la sociedad es, ha sido y seguirá siendo por cien años más, un baile de máscaras. Entre mis relecturas, me detengo hoy en su escrito “La parte de Dios” (p.53 a 55, de La Palabra Quebrada, ed. 1982). Describe juiciosamente lo que Dios significó para Descartes, sobre quien, deduce, como sentencia, que “el Dios cartesiano no era, en efecto, el Dios viviente, al que el hombre estaba siempre re-ligado, sino su sombra, una idea, un ser ‘pensado’, pero irremediablemente lejano del sujeto que lo pensaba. (…) Era, en suma, Dios visto desde la visión del mundo de la burguesía moderna.” Agrega Martín un poco más adelante: “La visión burguesa del mundo ha sido, de este modo, esencialmente intramundana, terrenal, y Dios no tiene en ella, como en la filosofía de Descartes, sino una función ornamental.” Texto fino, revelador de un enorme estado de cosas en la historia que nos presiona. Gran conocedor del desarrollo de Occidente y de las modulaciones filosófícas e ideológicas propias de esta dinámica parte del mundo, Martín Cerda no se equivoca al consignar esa potente afirmación. Desde hace muchos siglos las páginas históricas –y las de gabinete- de esta parte del globo se escriben con la señal de la cruz en los labios y nunca con la fe humanista de un gran predicador, el hombre de carne y hueso llamado Jesús de Nazareth. Si no, cuántas guerras fratricidas, cuántas ambiciones consolidadas a sangre y fuego, cuánta acumulación de riquezas en pocas arcas hasta alcanzar sus seguidores una influencia que en nuestro siglo es inimaginable para el ser común, mantenido exprofeso en la ignorancia. “Esta extrema peripecia decidió que la sociedad burguesa, a partir del siglo XVII, fuera, asimismo, relegando a la esfera de las ideas (y de las ideologías) a todas aquellas cuestiones últimas de la vida que el hombre de la Edad Media vivió, en cambio, de manera opresiva e inmediata” (id.) Estamos ciertos que las sucesivas revoluciones ocurridas en el planeta desde la aparición de la burguesía como clase social, sólo agregan un adjetivo que en nada hace desaparecer aquella sección de la humanidad que, si bien es soporte del crecimiento de las ciudades y del poder de un conjunto minoritario que posee la riqueza, tiene una idea de Dios cartesiana, falsa en su fe y en lo que a una antiquísima tabla moral se refiere. Es tal el dominio de la actual clase burguesa, que puede condenar judicialmente a un aristócrata perteneciente a una realeza (España). Es decir, la burguesía, que domina en el mundo a la clase militar –y la sostiene-, hoy ostenta el poder absoluto. A las altas esferas de la Iglesia sólo arriba gente de clase alta. Incluso reina por sobre los partidos que se dicen neoliberales y demócratas. Es cierto que la democracia-cristiana alemana, que en un momento impulsara una alianza mundial de todos los partidos de confesión cristiana –asumiendo aquella el liderazgo- pretendió que adhiriera toda la agrupación a los postulados del nuevo liberalismo económico. Esta fuerza imperante con muchos matices hoy puede desintegrarse porque ha conllevado una desmedida ambición por el dinero junto con abrir las compuertas, para su finalidad, de la corrupción política más profunda en todo el orbe. La creación de paraísos fiscales, protegidos por la banca norteamericana y la de países europeos, es una de las mayores actividades para esconder excesos de dineros particulares y empresariales, que burlan las leyes (y las constituciones) a un nivel de inmoralidad que la gente común no tiene imaginación para medir. Esa alta burguesía, además –como en Chile- domina los medios de comunicación para repartirse los bienes del estado y evitar cualquier crítica o publicación de pruebas en su contra. Si retrotraemos este espejo a nuestra historia nacional escrita desde el s. XVI, vemos –sin asombro- que nada ha cambiado en la estructura social. Aún más, es posible asignarle a esta burguesía dominante del presente siglo, la que protesta juicios de valor bajo este mismo ciclo de globalización, el carácter de deísta simbólico, oportunista y ornamental. En nombre de Dios, cartesianamente, dominan a su antojo por el capital, desdibujando la noción paternalista de sabia protección y distribución de oportunidades que todo estado debería conllevar. Entre los años 80 y 90 yo me informé que Chile tenía que transformarse de país extractivista e industrial en progreso, en un espacio donde todos los bienes del estado (bienes de todos los chilenos) tenían que pasar a manos privadas; y no sólo eso –hecho conocido y soportado por quienes leen bajo la tinta de la información- que nuestro territorio tenía que transformarse en un espacio para que la gente de clase media y trabajadores se transformaran en artesanos y especialistas en turismo. Y de nuevo el valor de la tierra pasó a manos de pocas familias e inmensos espacios territoriales fueron sembrados de bosques subvencionados por el fisco; y las aguas ya no nos pertenecen. ¿No se explica así la fiesta de máscaras de la nueva burguesía deísta que sólo aspira al poder? Martín Cerda, desaparecido hace más de veinte años, no imaginó los cambios que venían. Hoy me atrevo de deducir que la globalización –no ya la obra del grupo que adora el becerro de oro- es una maquinaria burguesa, una herramienta burguesa, para terminar de someter a todos los ciudadanos de los estados supuestamente libres. Porque no somos libres. Cuando se agoten nuestros recursos naturales extractivos, si no recuperamos los fondos de las AFP que están en otro hemisfrio, si no rescatamos nuestras reservas de oro (¡nadie dice dónde están!), quedaremos indefensos en el páramo. Por eso no somos libres.
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