ENRIQUE
LAFOURCADE, ADIÓS AL MAESTRO |
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Por H. Ortega-Parada
No, amigos, Lafourcade no se ha ido. Solamente necesito exteriorizar algunos recuerdos literarios y algunos sentimientos relacionados con el escritor que yo conocí. No tengo derecho a hablar por ustedes. Pero antes, reviso, reviso mi propio sobre de “referencias críticas” y mundanas. Y me doy cuenta, ahora, en abril del 2013, que lamento que este novelista no esté en la lista nacional número uno de autores chilenos y que, por supuesto, se le mencionará después en la otra, junto a muchos “olvidados” (que él defendió en sus tiempos de ring). Peleado con la dictadura y la izquierda, ¿podría haber sido de otra forma? Porque fue un peleador. La identidad de nuestro novelista, su imagen, es de resistente captación. Prevalece la ambigüedad incluso en el público lector de ocasión, el que lee diarios (o leía). Pero están las cosas del escriba de extensas páginas iluminadas por un buen dibujante. O tal vez el personaje de mirada huidiza de la televisión. Sería de lugar común, perogrullesco, remitirse a las máscaras que el joven Lafourcade estrenó en el baile intelectual de Santiago, y que mantuvo hasta el fin de sus representaciones. O en el baile intelectualoide. Como usted prefiera. En efecto, yo desperté al renacer de la literatura chilena cuando él publicó su famosa antología del nuevo cuento chileno (1954) y la novela “Pena de muerte”, esta que abrió en mis manos un escenario diferente, el mobiliario y los esperpénticos títeres que estaban en la pieza íntima de un mundo que yo no conocía (vivía en la Patagonia, entonces). Donoso, Giaconi, Cassigoli, Espinosa, me impresionaron bien. Otros, nada. Era la Generación del 50 que eclosionaba. Y entraba en las páginas de la literatura mayor nacional. Quien incendiaba la sementera era Lafourcade. Quien se sentaba al centro de una vitrina sacando la lengua a la gente de la calle, era Lafourcade. “Frecuencia modulada” (1968) hizo exclamar a Alfonso Calderón: “Hay quien ve un marbete agresivo, un made in Chile a prueba de exportación. (...) Es una buena novela, es un magnífico estudio en grotesco y revela que Lafourcade sabe, también, emplear algo que se le escapaba: la ternura. Aquí ha puesto en algún lugar el corazón” (Ercilla, 16.10.68). Por cierto que Alfonso era parco y certero en la crítica. Más tarde, adaptando tal vez la mirada de Salinger, reventó las ventas de librerías con “Palomita blanca” (1971); hoy, un clásico no sólo para palomitos de la educación sino que para lectores inquisitivos por su lenguaje sueltas las trenzas. En 2012, en su 64ª edición, la “palomita” vende el ejemplar número un millón. No creo que Enrique lo haya celebrado. “La fiesta del Rey Acab” (1959) marca tempranamente la incorporación de temas políticos, siempre bajo un lema que definirá más tarde: “El escriba que embellece y poetisa el áspero mundo”. La figura patética del dictador de la República de Santo Domingo, icono de esa especie, le atrae y escribe con su humor característico una sátira que llama la atención del mundo. Es traducida y editada en inglés, francés, rumano, alemán. Es un ejemplo de que su obra trascendió tempranamente, fijando, por cierto ese estilo del cual estamos hablando en profusión. Tal vez la novela que no fue bien recibida, al menos en Chile, fue “Salvador Allende”. Porque es un intento de ver los escenarios y sus personajes, a través de los sueños y la voz interior del presidente mártir. Fue escrita a matacaballo, cuando estalló en el mundo la noticia de la caída de la UP, cuando Lafourcade estaba en el extranjero. Al socialismo no le gustó el aprovechamiento; tampoco muchas de sus interpretaciones. En su crónica “La generación del 50” (“Inventario I”, 1975), refiere el novelista: “...el mío (el libro) es resultado de diversas furias y penas, de adivinaciones y silencios, sueños y desvelos. Mi ‘novela’ (no podría llamarla de otro modo) apareció en 1973. Tuve ejemplares el día 15 de diciembre. Tirada de 25.000. Prohibido en España.” Habría que leer de nuevo y con cuidado este volumen editado en grande por Grijalbo, Barcelona. Obra de oportunidad, escrita en una semana. Más de 45 títulos, hablan de un escritor de toda la vida. Escritor cronista. Registra todo lo que pasa a su alrededor y aún más allá. Sin menoscabar su trabajo, diríamos que su trabajo escritural más artístico, es “Pena de muerte”, a pesar de su registro de personajes de la vida cultural santiaguina. Conversado el tema con Rosasco, me dijo: “Es el gran cronista de la vida chilena en la segunda mitad del siglo XX.” Corría el escalofriante año 77 y yo, esta vez en Santiago, liberaba ciertas ataduras y me inscribía simultáneamente en cuatro talleres que ofrecía la Biblioteca Nacional: Arteche en poesía, Braulio Arenas en literatura “prehistórica” chilena, Molina Ventura en cosa parecida y Lafourcade en narrativa. Este último registró más de sesenta inscritos, algo absolutamente monstruoso como experiencia didáctica. Un semestre. Que se repitió el 78. Y que tampoco perdí. Visto a la distancia, se trataba de apagar el apagón: inscribieron profesoras de castellano para crear talleres (de los mismos que se habían prohibido en el Instituto Nacional y otros establecimientos); inscribieron funcionarios de la casa; invitaron a escritores de ultraizquierda; aparecieron algunos de la nada (como el suscrito) y otros ojerosos provenientes de quién sabe qué cuartel. Sí, infiltrados (filtrados, mejor dicho). El taller de cuento fue espectacular. Se armaban discusiones sobre textos leídos por sus autores. Todos tuvimos ocasión de leer en ese tribunal. Recuerdo a De la Parra, Ana M. Güiraldes, Iván Teillier, Carlos Franz, Carlos Iturra, Gonzalo Contreras, Paz Molina, y, aunque me cuesta nombrarla, estaba Mariana Callejas. El maestro de narrativa “cortaba siembre el queque” en forma profesional, equitativa, destacando -muchas veces- contenidos que escapaban a la asamblea. Para mí, un gurú de literatura irremplazable: pues sabía comparar estilos y manejos de lenguaje, encendiendo linternas adecuadas (Faulkner, Cortázar, etc.). Nos entusiasmó con El Gran Meaulnes, con Demián. Nos enseñó, de acuerdo a su propia forma, crear agilidad en el texto, algo que en sus escritos evidencia un manejo impecable (a veces excesivo) de eso que él llamaba “locura”. Para mí, un gran guía de taller, que estimulaba la creatividad y la liberación del complejo espíritu. Cada semestre terminó con una gira cultural imborrable. Dos buses a Montegrande. Otros tantos a Cartagena -a la tumba de Huidobro- y con remate en casa de Momo, en Lo Gallardo. Los maestros iban revueltos con los “alumnos”. Enrique cantaba tangos y boleros a coro, de pie, abrazados en el pasillo del vehículo en marcha. En casa de la Güiraldes, tuvimos algunos encuentros más reducidos de personas; allí el maestro hablaba de su trabajo, anunció “Buddha y los chocolates envenenados”, como su obra más acabada hasta el instante. Fue, y lo digo con sinceridad y nostalgia, un padre intelectual, generoso -no escatimó conocimientos- para todos nosotros. Obviamente, ya subrayaba los trabajos incipientes de Contreras, Franz e Iturra, Un trío que daría que hablar con sus obras futuras. De la Parra se afincó en el teatro como todos saben. Ese equipo de maestros era de ideologías heterogéneas, a partir de Enrique Campos Menéndez -director de orquesta a la sazón- y de los que aparecieron después, como el gran Martín Cerda. Y eran todos más que escritores y poetas: eran amigos. Lafourcade y Arteche crearon nuevas generaciones de autores. Hay que reconocerlo. Lo que fue una experiencia solitaria de exhibicionista literario, ayudó al crecimiento de la fama interna de nuestro gurú. Ocupó infinitas páginas sociales, como las extravagancias de M. Le Comte Henri De La Lafourchette -gastrónomo-, encuentros de gala gardelianos, o cuando lanzó su libro “Las señales van hacia el sur” (1988), donde el jet set social y cultural se dio cita ocupando, obligatoriamente, tenidas de la época romántica, y así quedan testimonios de Nicanor Parra, Luis Sánchez Latorre, Gabriel Valdés, junto a Julita Astaburuaga bailando charleston, todos disfrazados con elegancia. Máscaras sobre máscaras. Es que Lafourcade, como el Marqués de Cuevas, movió el ambiente a su antojo. Pero eran sólo artilugios. Era sólo crema batida. No hay que dejarse engañar. ¿Cuánta crema batió Neruda, y cuánta Nicanor Parra? Su presencia ante los medios, y en los medios, se me asemeja a la de un oso pardo gruñón que podía lanzar peligrosos zarpazos; en la intimidad, la de un oso panda, ingenuo y tierno. Creo que sus máscaras escondían a un tipo inseguro, tímido, de lo cual resulta un escritor sin un peso intelectual estereotipado profundo. Abominó de los astros del “boom” aun cuando se dijo que pretendió, como Donoso, ser parte de esa ola gigantesca. Su fastidio por esos grandes como García Márquez y Carpentier es porque parecían ser los misiles de una potencia ideológica visible. Sin embargo, su propia obra total es como la “comedia humana” (Balzac) referida al ámbito pequeño de nuestra sociedad. Puedo aventurar que el talón de aquiles de Lafourcade fue su escaso vuelo poético o imaginativo, en el sentido de una escasa abstracción de la realidad. Es un cronista consumado. Todo perfil de la vida de sus amigos y del ámbito que él conoció, ingresó como pasta en sus escritos hasta conformar un pastel de colocación exitosa, sarcástico y esperpéntico en su valorización -a veces- de la sociedad que él frecuentaba. No tiene la mirada escrutadora, minimalista de un Joyce, o artístico sicológica de un Fournier, o siquiátrica de Dostoievski, o sobre-lo-real como Breton, o sensual y crítica como Henry Miller, o mundana espontánea como D.H. Lawrence. Fue un escriba siempre apresurado. Leía con velocidad mecánica todo y tantos libros que llegaban a sus manos, ya sea de aprendices como de consagrados, y de este modo no alcanzó calidad de crítico formal a pesar de sus columnas con tenedores o grandes parrafadas en su crónicas mercuriales. Mi impresión es que se veía inundado de libros y así como nuestro primer Premio Nobel: “Cuando Gabriela Mistral vivía como cónsul en Rapallo, recibía a la semana como veinte o treinta libros de autores nuevos. La mayoría de poemas. El jardín de su casa daba a un acantilado. Cada semana la escritora reunía los libros desechables y los arrojaba a ese abismo. El mar Mediterráneo hacía el resto.” Subtítulo de estas frases: “Para que no me entiendan mal”. Y finiquitaba: “Sin rencores, de buena fe de lector. Y dándoles el derecho a subir este acantilado. Atentamente.” (Merc. 20.07.86, D12). Con escasas palabras a los poetas, buen entendedor. Enrique, sin embargo, fue gran amigo -hasta donde podía su carácter esquivo y dominado por el tiempo de producir páginas y vender para vivir- de poetas príncipes de nuestras aldeas: Enrique Lihn, Jorge Teillier, Nicanor Parra, Enrique Gómez-Correa, Miguel Arteche, Juvencio Valle, y más. El Chico Molina fue su debilidad. Basta recolectar las páginas innúmeras donde habla de él brindándole todos los títulos nobiliarios que es posible imaginar. Es que sabía, Enrique, que el incisivo Sartre chileno (Eduardo Molina contaba que cuando estuvo en París, el filósofo y él, en un café de Montmatre, enfrentaron sus estrábicas miradas) tenía materias de superclase intelectual en su archivo memorístico, lo que se manifestaba en una dialéctica endiablada y punzante cuando aguzaba su voz chiquitita y aguda allá en el Parque Forestal o en el viejo Il Bosco, no sé si llamarlo café, restorán o, siúticamente, fuente de soda. Bueno, como alumno de Molina en los años del Taller Altazor, recibí la antorcha iluminadora de Gaston Bachelard como nadie lo ha hecho no solamente en Chile (lo digo, además, como lector de “Magazine Littéraire”). La novela “Adiós al Führer” es una parodia con muchos personajes reales y cercanos al autor. Ignacio Valente no tenía por qué saber que a Martín Cerda se le llamó cariñosamente, un tiempo, como el Führer (un mechón solía atravesar su frente, de derecha a izquierda, como el otro) de allí la clave inicial en el libro: “La otra noche, en mi casa, le ofrecimos a nuestro bienamado Führer un asadito con motivo de su viaje a Venezuela, donde piensa establecerse para rehacer su situación económica”. El ensayista había regresado de Venezuela a fines del 77, después de haber sido consejero de la gran editorial Monte Ávila. Martín Cerda lo pasó muy mal en nuestro país, su país. Su lugar natural, aquí, debió ser alguna cátedra en la Universidad de Chile, pero allí había un general de ejército como rector, situación intolerable para este librepensador egresado de La Sorbonne, pupilo de grandes maestros europeos, en literatura, filosofía y filología. Su propio hogar no le brindó un rincón para vivir, estudiar y realizar las inquietudes intelectuales que llenaban su cabeza; de modo que “Casa fantasma” (su breve ensayo, en “La palabra quebrada”) es su tragedia personal. Con él, creamos el Taller Huelén en 1979, que fue el padre de la revista homónima (14 números hasta 1984). El taller, un débil bastón para él; para nosotros, un pedestal de crecimiento. Todas estas cosas no tenía por qué saberlas el crítico Valente -ni inmiscuirse en un tercer significante-, de modo que con su página sobre el intríngulis del libro de Lafourcade, sólo se dio vueltas de carnero (dicho sea con gracejo), pero estableció meritoriamente los ponderables del autor: “Digo poema porque el lenguaje de Lafourcade, pródigo en metáforas brillantes, se extiende en forma homogénea sobre la novela entera, sin respetar la identidad de los personajes que hablan: todos ellos hablan como escribe Lafourcade” (Merc.09.01.83, E3). Es, en efecto, un condumio literario de alto sabor, olor y color. Lo del Führer, Borman y compañía, puede que sean espejos quebrados de otra realidad mayor (era su estilo). Carlos Iturra le pregunta por su interés sobre el nazismo. Contesta: “Por el nazismo y en especial, por el antinazismo. Por las fuerzas omnímodas, las de la noche. Por las secretas formas de redención del pueblo judío” (Merc.11.07.82, E7) Bueno, la censura oficial le había perdonado “Terroristas”, novela de 1977 y ahora había pasado por alto lo del “Führer” (a veces es positivo que las autoridades no tengan comprensión lectora). Pero cuando publicó “El gran taimado” (1984), ahí el símil fue demasiado evidente. Lo presentó en la Feria del Libro, del Parque Forestal; tiro de 5.000 ejemplares y se dice que vendió de inmediato, cash, más de la mitad. Viernes 23 de noviembre. El martes 27 estaba presentando un recurso de protección y salía apresuradamente hacia Buenos Aires como “invitado de urgencia del gobierno argentino”. Sánchez Latorre comentó, además, en La Tercera: “Realista en apariencia debido al corte obstinadamente popular de sus diálogos, suele desconcertar a los lectores con la idea de tratarse de cuestiones de investigación testimonial. (...) Lafourcade diseña entidades humanas, dibuja sombras de entidades humanas en el escenario de una imposible y tragicómica realidad. Indignarse por ello con el autor, o amenazarlo con las penas del Tacho, es seguir en forma dramática el juego de la fantasmagoría” (02.12.84). El tema yo lo conocí por dentro pues era frecuente visita en la casa de Enrique Gómez-Correa, quien manejó la cosa judicial. Tras el incidente, casi no pasó nada. Además, el abogado Jorge Ovalle presentó ante la Corte de Apelaciones una denuncia por asalto y robo perpetrado en la librería que Lafourcade tenía en la Plaza Gil de Castro. Como los asaltantes sí sabían leer, se llevaron todos, repito: todos, los ejemplares del libro recién nacido. ¡Qué gran publicidad que ni el mismo autor imaginó! Después estábamos leyendo fotocopias del libro que circulaba más rápido que los archivos políticos en las redes digitales de este año 2013. En consecuencia, preguntamos: ¿era Enrique Lafourcade un servidor de la dictadura? Julio de 1982. La Municipalidad de Viña del Mar le otorga el Premio María Luisa Bombal, que se otorga por segunda vez. Bien merecido. El viernes 25 de junio, un elegante gentío repleta las aposentadurías del Teatro Municipal de esa ciudad. Enrique Lafourcade recibe el cheque y lee su discurso de agradecimiento. En la medida que avanza, las autoridades van disminuyendo de tamaño, hasta tal punto que se hacen humo y no concurren al almuerzo del Hotel O’Higgins. Vamos al corazón que se abre bajo las luces en un discurso claro y valiente: “Quisiera -hablo por escritores, por filósofos, por científicos, por periodistas y educadores y otros expertos en artes humanas- quisiera conocer de normas más claras de parte del Gobierno que hoy nos rige relativas a la expresión y divulgación de nuestros trabajos. (...) La censura nunca tendrá mi bendición. Ninguna censura, en ninguna circunstancia, régimen o momento político.(...) No es un secreto la situación en que se mueven maestros, educadores y profesores, en todos los niveles de le enseñanza, sometidos en algunos casos, a una vigilancia ideológica, y en otros, presionados para ejercer sus magisterios en aires políticos y profesionales que los obligan a ejercitar irritantes y esterilizantes auto-censuras intelectuales.” (Reclama por el IVA, reclama por la mala calidad de la televisión, y continúa) “No me es posible silenciar mi aspiración mayor: el progresivo y acelerado regreso de Chile a la Democracia. No a una democracia con protectores y protecciones, sino a la otra, a esa que griegos y el occidente entero, afinaron y perfeccionaron durante siglos” (...) “La democracia no es una superestructura -dice Octavio Paz- es una creación popular. Además, es la condición, el fundamento de la civilización moderna. Chile la ha vivido con alegría in illo tempore aún dentro de sus visibles imperfecciones. Y volverá a ella con honor.”(...) “Digo y afirmo, frente a este Mar Pacífico, que aquí en esta Quinta Región, el viento del espíritu, que sopla por donde quiere y por donde puede, ha empezado a correr.” Obviamente se desató un temporal. Náufrago, fue despedido de Televisión Nacional. Algunos dijeron que por qué recibió y se guardó el cheque. Él respondió claramente: los fondos los puso la empresa privada y no el estado. Al margen de esta apostilla, no cabe sino comparar la actitud de enfrentamiento directo de Enrique Lafourcade (¡en el año 1982!) con la autoridad nacional (estuvo el intendente), en comparación con otras falanges de escritores e intelectuales que lo pasaron bien aquí y en el extranjero. Sin ir más lejos, trabó controversia con Volodia Teitelboim en 1988, y mostró nuevamente el filo de su espada (lengua): “Volodia quiso ser el gran novelista social de Chile. Fracasó. El gran ensayista. También. El gran político marxista. Otro desastre. Y eso porque ha coqueteado entre Santiago y Moscú, y ya a estas alturas se le confunde Platón con Aristóteles. Como judío tampoco ha sido exitoso. Tal vez por mis límites, no logro recordar una gran acción de Teitelboim jugándosela por el apart-heid de los judíos rusos, por la siberización de sus intelectuales y disidentes.” Fiero. A lo mejor por este capítulo no se le quiere en el bando afectado. La revista Panorama, diciembre de 1983, resume una imagen: “Inteligente, pero pesado. Valiente, pero farandulero. Pablo Huneeus: polemista de TV, antipático, odiado, odioso”. Y otras cosas. Ya había ganado el Natre de Plomo, del diario La Tercera (28.12, 79. P.4), con el siguiente florilegio: “Al escritor Enrique Lafourcade por su mal gusto al denostar públicamente a la Teletón, en momentos en que todo Chile se unía a esta noble iniciativa.”. Tal cual. Otro capítulo de vastas proyecciones, del cual nunca se arrepintió. En “El escriba sentado”, conjunción de crónicas, libro publicado en 1981, sorprende con un artículo que yo no tenía presente. Se trata de “Los aristócratas”, entre cuyas líneas se lee claramente la queja de que no haya “un solo Presidente de la República, un solo general, un solo arzobispo, un ministro, en fin, una autoridad de alto rango (hasta hoy) de origen mapuche”. Ha fustigado, además, a los historiadores de últimas generaciones, que se preocuparon del “yo” antes que del peso de la historia. Sin embargo, no ha sido un amargado, un necio que dispara por disparar. En su alma hay un artista: estudió piano en su adolescencia, estudió pintura en el Bellas Artes. Todas esas habilidades las dejó de lado solamente para escribir. Con estos antecedentes, no llama la atención particularmente que durante la presidencia de Ricardo Lagos, alabara la obra privilegiada por Luisa Durán, Primera Dama. “Se acabó la zalagarda” (Merc. 19.01.03, D19), titula para referirse a la “sorprendente multiplicación de las orquestas infantiles”. Y le emociona el Programa Sonrisa de Mujer. Lafourcade es un tipo que mira en todas las direcciones, sin complejo ni interés alguno. Jorge Teillier fue un punto de apoyo invaluable para el escriba sentado. Como traté a ambos, puedo decirlo ahora. El poeta, otro memorioso extraordinario, le proveía de materiales, temas e ideas para que el cronista animara sus mejores páginas. Por ahí le llegaban opiniones críticas sobre lo que se estaba publicando, en especial de poesía. De modo cierto es que, lo que caía mal a Jorge, repercutía en los tenedores dispensados semana a semana por Enrique. Arriesgado, pero cierto. De la vida privada del maestro en Chile y en el extranjero, supe mucho, pues no hay gremio más pelador que el de los escritores. Al menos los del siglo pasado (¡Miren, qué tremendo paso!). Ahora, creo que no ocurre lo mismo pues ni siquiera se reúnen sino que cada uno está pegado al Wikipedia, al Facebook, o a ver fútbol. Incluso, creo que ni leen a sus colegas. Sin embargo, estoy con los que rechazan la farándula. Del escritor farandulero que pudo ser mi personaje, a lo mejor me queda la admiración de que él pudo ser iniciador de esta sana práctica para vender más y mejor. Por esto hemos llegado sin respeto alguno por la cultura, hecho que salva a mi maestro que paralelamente fue un bendito “mano de piedra”. Lafourcade
vivió embarcado en la nave titánica de El Mercurio no sé por cuántos
años exactos. Creo que fue una comprensible simbiosis. Aun cuando,
a la larga, haya perdido el escritor. Me refiero a que muy injustamente,
por aquella alianza de facto, se le haya motejado políticamente. Veamos
el caso. En serio. Desde esas páginas el escritor mantuvo permanentemente,
en alto, voces críticas sobre problemas que interesaban a sus colegas
y al público si lo tomamos en general. ¿Algunos? Libertad de pensamiento,
pureza del lenguaje en los medios, mejorar la calidad de los programas
de televisión, fomentar la lectura, liberación del IVA de los libros,
mejor preparación de los escritores nacionales, y, aunque a algunos
parezca extraño: abogó por los derechos humanos que eran zapateados
en dictadura. Sobre lo último, existe, y existirá para siempre, su artículo “Algo muy personal” (Merc. 16.09.84, D10), que comienza así: “Con pena, con asombro, con refrenada ira, examino la nómina de los 4.942 chilenos en el exilio (por cortesía de Avianca y Air France), entregada a estas aerolíneas y a otras el 5 de septiembre. (...) Todo esto resulta desolador: habla del descuido de funcionarios, de crueldad de quienes toman decisiones. (...) Miro nombres. Ordenados así, alfabéticamente, no parecen enemigos públicos número uno, terroristas, violentistas, destructores de todos los sistemas. Veo en la serie de infamados por el exilio, en el leprosario abierto por este régimen, el nombre de mi hermano menor.” A continuación incluye íntegro un artículo publicado en Qué Pasa, el 07.11.77, donde reseña la vida de Gastón Lafourcade, vida entregada absolutamente a la música, idealista de izquierda que jamás militó en partido o sección política alguna. Su pecado, haber estado en matrimonio con una dama mexicana y haber viajado ambos inmediatamente después del golpe. Enrique cierra su texto de 1984, haciendo un llamado a la solidaridad, a la fraternidad. Quisiera fijar en estas líneas, que no pretenden una biografía ni un carrusel con su obra, un hecho vital en el carácter de Enrique Lafourcade, poco frecuente en otros colegas. Y es su afán didáctico en la medida en que él ocupaba tribuna preferencial en los medios nacionales. Tal como fue entero y generoso en los talleres Altazor, en sus crónicas y comentarios siembra constantemente sus propios conocimientos y sentimientos. Cuando habla iluminado acerca de la obra de D. H. Lawrence, es el profesor, es el amigo que está al otro lado de la mesa y le conversa, con toda la convicción de su habla, de las bondades de un estilo, del apasionado sentido y valor que dicho escritor embargó para comprometer una visión que emana del escritor mayor de los mayores de la literatura inglesa. Lo mismo al referirse a Katherine Mansfield, a Joseph Conrad, Rilke, Fournier. Rimbaud, Hesse, Breton. Y no es casualidad que varias generaciones de escritores y lectores chilenos sostengan estos nombres -sus obras- como luces del velador. De los autores chilenos: “Escritores que amaron la libertad y la palabra. Escritores que vivieron la palabra de hombre: Manuel Rojas, Domingo Gómez Rojas, José Santos González Vera, “dignos y admirables, vivieron con honra sus oficios”. Recién hace diez años está “Recordando sin ira a la Generación del 50”: “Grandes escritores con premios y otros sin ninguno. Definitivos en nuestra literatura, con sus nuevas voces, sus curiosidades por la literatura experimental europea y norteamericana. José Donoso, Jorge Edwards, Claudio Giaconi, Pablo García, Fernando Emmerich, Luis A. Heiremans, Enrique Lihn, Alberto Rubio, Alejandro Jodorowsky, David Rosenmann, Jorge Teillier y muchos más... ¿vamos a olvidarlos tan pronto?”. La misma pregunta, Enrique, ¿vamos a olvidarte tan pronto? No, amigos, Enrique no se ha ido. Pero si voy a saludarte, maestro, créeme, como lo he deseado desde hace años, no es menester que me reconozcas, Enrique. Todo está bien. Pero yo sí te reconozco. Cómo no voy a reconocer más de cincuenta libros tuyos. Y quisiera estrechar tus manos como cuando fui a visitar a Alberto Romero, quien removió tubos y mangueras, y levantó medio cuerpo del blanco lecho, porque alguien le dijo que lo visitaba un “escritor”, y se le llenaron de lágrimas los ojos. Tampoco los reconocerá a ustedes, amigos. Enrique Lafourcade ya no puede hablar de libros y escritores. Tanto los amó, tanto dio por ellos, tanto como la vida. Está tranquilo respirando aires marinos, como los de Conrad, mirando el infinito, allá en un punto del Norte Chico. Está tranquilo. Gracias, Enrique, “tu fuiste el escriba que embelleció y poetisó al áspero mundo”.
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