Alejandra
y Juan Andrés se conocieron uno de sus primeros días de clases en
la universidad, cuando los alumnos de cursos superiores aún no terminaban
con las antipáticas bromas de recepción para los recién llegados.
Se encontraban de pie en una de las escalinatas que dan al patio
de la facultad, entre otros novatos, cuando vieron irrumpir desde
un extremo opuesto una horda que se precipitó hacia ellos lanzando
gritos. Los novatos desaparecieron en un instante; huyeron hacia
varias puertas buscando refugio para no ser sumergidos en la pileta
del patio o embadurnados con pintura o despojados de sus pertenencias.
Alejandra, Juan Andrés y otros corrieron por un pasillo hasta llegar
a una escalera que conducía a las salas de los profesores. Treparon
con energía y buscaron frenéticamente las puertas que pudieran abrirse.
Había varias y por todas ellas se escurrieron. Alejandra y Juan
Andrés se metieron a una sala, echaron cerrojo por dentro y no contentos
con ello fueron hasta el escritorio lleno de cajoneras que ocupaba
el centro de la habitación y se metieron debajo, agazapados como
jugando.
Ahí permanecieron por un lapso que pudo ser de quince minutos o
de media hora, oyendo la algarabía que llegaba del patio y conversando
entre ellos por primera vez. Comenzaban una amistad que fue bastante
estrecha durante los cinco años de la carrera. Compartían intereses
y temas, pero los unía más que nada la simpatía mutua. Y eran suficientemente
distintos como para que ninguno de los dos sintiera el deseo de
llevar la relación más allá de la amistad.
A veces se juntaban para preparar pruebas o exámenes, pero por lo
general hablaban de la vida, de los compañeros, de los pretendientes
de Alejandra, que era una chica hermosa y llamativa, o de las inclinaciones
religiosas de Juan Andrés, que era muy devoto y leía con deleite
libros de teología. Para Alejandra, ese tema resultaba atractivo
y novedoso, pues ella venía de un medio en el que la fe carecía
de importancia.
Pero una vez terminada la carrera, la vida se encargó de separarlos
llevándolos por caminos divergentes. Esto, que los privaba de proximidad
y les dificultaba frecuentarse, no los privaba del recuerdo de su
amistad ni del cariño que se habían tenido.
Alejandra, casada con un agricultor de fortuna, hombre mayor, se
fue a vivir lejos de Santiago. Y empezaron a pasar los años.
De vez en cuando, a través de terceros, les llegaban noticias del
amigo. Juan Andrés recibió invitaciones para el bautizo de los niños
de Alejandra, aunque no pudo asistir a ninguno, y siempre que podía
le hacía llegar saludos a ella y a su familia.
El, siempre soltero y en Santiago, prosperaba en la profesión. Tanto
le gustaba, que le dedicaba el día entero, y así fue como al cabo
de unos años el esfuerzo continuo terminó produciéndole un estado
de nervios, ansiedad y angustia que anulaba sus éxitos profesionales
y que lo abrumaba con un sentimiento de infelicidad. Su devoción
no parecía servirle de nada.
Un día que estaba especialmente abatido se encontró con un buen
colega, de aquellos que él respetaba y que lo respetaban a él, y
mientras compartían un café le contó lo mal que lo estaba pasando.
El colega lo escuchó hasta que le llegó su turno de decir algo,
pero en vez de dar opiniones o consejos emitió una especie de diagnóstico
con algo de veredicto:
-Estás exactamente en la situación del que necesita conversar con
un especialista. Yo te recomiendo mi psiquiatra de años, que es
un viejo sabio excelente. Y no pongas esa cara, como los ignorantes,
que creen que los psiquiatras solo están para los locos. Yo llegué
a consultarlo en una época en que estaba peor que tú, más alicaído,
y antes de la tercera sesión ya había empezado a reflotarme. ¡Te
exijo que tomes en serio lo que te digo! Más aún, yo mismo te voy
a pedir hora porque, si no, tú no lo vas a hacer...
Un par de semanas después, esperanzado en que un médico pudiera
ayudarlo, Juan Andrés se sentaba en el cómodo sillón del estudio
del doctor Zambrano y se quedaba mirándolo con expresión amarga.
Apenas concluido ese primer encuentro se sintió aliviado, y a medida
que fueron pasando semanas, meses, el alivio se fue haciendo más
grato, más hondo y más notorio. Tal como se lo habían anticipado,
Zambrano iba revelándose a los ojos de Juan Andrés no solo como
un médico de gran eficacia sino también como un hombre de espíritu
superior.
Pocas veces hablaban de religión, y cuando el tema aparecía nunca
lo trataban de forma polémica, pese a que Zambrano era agnóstico.
El asunto, como cualquier otro concerniente a Juan Andrés, era abordado
por médico y paciente con perfecta ecuanimidad, sometido a análisis
serenos pero perspicaces, y conducido, eso sí, por derroteros inesperados
que abrían la mente hacia perspectivas insólitas...
Para Juan Andrés era un misterio la manera en que operaba la terapia
de Zambrano, porque al fin de cuentas no hacían más que conversar,
pero que surtía efecto y que a él le servía, era cosa indudable.
La depresión quedó atrás en poco tiempo, pero Juan Andrés continuó
visitando semanalmente a Zambrano, que ahora parecía estar corrigiendo
en él algunas limitaciones de carácter y desarrollándole una mayor
seguridad.
Estos sutiles cambios en su persona eran percibidos por Juan Andrés
cuando ya se habían producido. No tenía conciencia de ellos mientras
iban ocurriendo, poco a poco, dentro de él, y menos de la dirección
hacia la que apuntaban. No podía señalar en qué momento había cambiado
algo en él, tan solo podía señalar el momento en el que se había
dado cuenta de que estaba cambiado.
Así ocurrió con su fe. Un día cualquiera tuvo que reconocer ante
sí mismo que ya no creía. Su religiosidad se había esfumado. Y algo
tan central en su vida había ocurrido sin que lo notara. De repente
encontraba muy improbable que Dios existiera, y si existía, más
improbable aún que fuese católico...
Después de tantos años de devoción y de tanta entrega a los más
sagrados símbolos de la iglesia, venía a descubrir que quizá nunca
creyó de veras en todo eso, sino que solo se aferraba a ello como
a tablas de salvación en medio de la tormenta de la vida.
Había pasado a sentir, ahora, que no hay porqué aferrarse a ninguna
tabla, que solo hay que flotar mientras se pueda, y que finalmente
hay que hundirse y desaparecer en un profundo misterio, sin esperar
que del cielo descienda una mano amiga.
Menos consoladora que las promesas de la fe cristiana, su nueva
visión de la vida le parecía más realista, más valerosa, incluso
más honesta. Estar solo en el universo, sin nada ni nadie a quien
pedir ayuda, era tal vez habitar la desolación, el desamparo, el
vacío, pero no había otra forma de mirar de frente la realidad.
Lo demás eran inventos y fantasías para timoratos, ilusos, miedosos,
para todos aquellos que sin el cobijo de las promesas de Dios se
sienten incapaces de afrontar la falta de sentido de la existencia.
Los años pasados analizándose bajo la guía de Zambrano habían hecho
de él una persona mejor, pero a su familia y a algunos de sus amigos
les parecía que había perdido algo muy importante en el proceso:
había “perdido” nada menos que la fe.
Para desvirtuar esta afirmación, Juan Andrés concibió una respuesta
que dio muchas veces, y que a algunos les provocaba risa:
-¿Perdí la fe? No: me “liberé” de la fe... Era un pesado fardo.
Perder la fe o liberarse de ella no parece tan grave en estos tiempos
como debió serlo en la edad media, así que nunca le causó a Juan
Andrés un conflicto serio, ni con otros ni consigo mismo. Recordaba
sin comprenderlas, pero también sin repudiarlas, sus épocas de devoción,
su empeño en creer a ojos cerrados y con toda el alma. A veces le
tocaba participar en conversaciones que involucraban la fe, y aunque
exponía con convicción sus nuevos argumentos en contra de ella,
se cuidaba de no llegar a los mismos niveles de apasionamiento alcanzados
cuando pretendía difundirla y defenderla. Pensaba que el fervor
estaba bien para los creyentes, pero un agnóstico fervoroso le resultaba
algo incongruente. Se necesitaba que lo desafiara un devoto muy
fanático o muy soberbio para que él recurriera a todo el saber adquirido
en sus tiempos de fe y lo utilizara para desplegar argumentaciones
demoledoras de esa misma fe... Más de algún devoto en su entorno
había tenido que renunciar al piadoso propósito de devolverlo al
rebaño: era apabullado por un incrédulo que conocía desde adentro
las más seductoras apologías del cristianismo y que, habiéndolas
conocido, y compartido, ahora las usaba para acosar al nuevo adversario.
Como es frecuente entre los conversos a cualquier nueva creencia
que antes rechazaban, el agnosticismo se fue intensificando en Juan
Andrés al mismo tiempo que empeoraba su opinión del cristianismo
y de las religiones en general. En materias de cierta relevancia
sentía como una obligación el hacer presente el punto de vista escéptico
y obstaculizar las pretensiones de los creyentes, oponiéndoles una
aguda crítica a la gratuidad de convicciones sostenidas al margen
de todo sentido común y por el solo capricho de la fe.
Un
verano, para tratarse unos tenaces dolores musculares, y siguiendo
consejos del propio doctor Zambrano, Juan Andrés decidió ir a pasar
unos días de curación y descanso a las termas. Eligió las que le
recomendaron como las mejores del país, y hacia allá partió sin
más compañía que una maleta y un par de libros.
El hotel era poca cosa, apenas un conjunto de habitaciones de madera
medianamente provistas de lo esencial. Tampoco la poza de aguas
calientes tenía nada de impresionante, salvo su ubicación en medio
de un gran panorama montañoso. Excavada en la tierra como un semicírculo
de bordes irregulares, su superficie oscura, que despedía pálidos
hilos de vapor, habría cabido en el patio de una casa cualquiera.
Juan Andrés pensó que se trataba de termas harto pequeñas para la
fama que tenían, pero no vaciló en dejar a un lado su toalla y bajar
por una escalera de peldaños verdosos y resbalosos para ocupar un
puesto entre los varios bañistas que solo asomaban la cabeza fuera
del agua. Casi todos eran ancianos. Le sonrió a algunos mientras
buscaba un rincón adecuado para instalarse y ya se sentaba en una
piedra sumergida, sintiendo que el ardor del agua subía casi dolorosamente
por su cuerpo, cuando a su lado una mujer exclamó:
-¡Juan Andrés!
-¡Alejandra! –respondió él instantáneamente, en cuanto la miró.
Muchos años transcurrieron sin que se vieran, pero seguían pareciéndose
a los muchachos que habían sido y volvían a sentirse dichosos de
encontrarse. Ella aún era una hermosa mujer, y él un hombre muy
agradable.
Dedicaron un rato a ponerse al día en cuestiones familiares, domésticas,
concretas. Ella estaba veraneando en las termas, con sus cuatro
hijos, que a esa hora correteaban por los alrededores: el mayor
tenía catorce años, la menor cinco. El marido, como siempre, se
había quedado en el campo, un fundo cercano... Era un hombre muy
laborioso.
Juan Andrés contó que él pasaba por un muy buen momento de su carrera
y que se encontraba ahí hundido en esa agua caliente a la espera
de alivio para sus cansados huesos...
Intercambiaron noticias sobre conocidos comunes. Y luego se produjo
una pausa. Los dos agitaron sus piernas y sus brazos bajo el agua.
Un par de ancianos se retiró de la poza, subiendo pesadamente la
escalera de resbalosos tablones. ¡Había pasado tanto tiempo sin
que se vieran!
Hasta que Alejandra, en un tono más grave que hasta ese momento,
dijo:
-Tú no tendrás muchos motivos para acordarte de mí con frecuencia,
Juan Andrés. Pero yo, en cambio, estoy siempre acordándome de ti.
Teniéndote presente en mis oraciones. ¿No te imaginas lo mucho que
te debo, verdad?
-No –dijo él, con curiosidad: -¿A qué te refieres?
-Tú fuiste la primera persona que me habló de Dios. Que de veras
me habló de Dios. Por ti llegué a la fe. Ahí empecé un camino que
me fue acercando poco a poco a la iglesia. No sé qué habría sido
de mi vida de no ser por la fe: estaría convertida en un infierno,
supongo. Hoy, Dios es mi fuerza, mi razón de vivir... Y a ti te
lo debo, porque todo empezó contigo..., ¡el primero que me habló
de Dios!
Juan Andrés escuchaba sonriendo, la cara hacia la fluctuante línea
del horizonte, repartida entre cumbres y cielos. Estaba empezando
el atardecer. Se preguntó cómo debería reaccionar ante las palabras
de su amiga. ¿Contarle la fría verdad? Ella misma hizo la pregunta
clave:
-Esa es mi fe ahora –dijo-, pero cuando nos conocimos yo ni siquiera
sabía que había algo tan grande como la fe. Conseguí que mi marido,
un descreído total, se acercara a Dios junto conmigo, y hemos criado
a los niños en un ambiente pleno de religiosidad. Todo eso me hace
vivir muy contenta... Y tú, esa fe, esa hermosa fe tuya, ¿será ahora
más profunda todavía que en la universidad? Esa fe de la cual me
entregaste la semilla.
Con pena por tener que defraudar a una persona que sólo le inspiraba
buenos sentimientos, Juan Andrés la miró:
-A mí me ha tocado un camino inverso al tuyo, Alejandra. Soy un
perfecto incrédulo. Ya no creo en nada de nada. Me liberé de la
fe hace tiempo, y no me hace ninguna falta... ¡Lo siento, amiga!
Alejandra enarcó las cejas sin el tono sorprendido que esperaba
Juan Andrés, pero quizá con un matiz de pena, y dijo:
-¿En serio? No te creo. Sería demasiado insólito...
-Pues ahí tienes.
-Vaya. ¡Lo que son las cosas! Yo creo en Dios gracias a ti, gracias
a que tú me lo presentaste..., y tú, has dejado de creer.
-Lo lamento si te empujé por el mal camino, amiga –dijo Juan Andrés
con un gesto de picardía, para que la conversación no fuera a ponerse
grave.- Me haces sentir culpable. ¡Es que en esos tiempos yo no
sabía lo que hacía! Ahora debería hacer algo para que “abras” los
ojos...
Alejandra tomaba puñados de barro del fondo de la poza y los sacaba
fuera del agua para que se escurrieran entre sus dedos. Juan Andrés,
inmóvil, aspiraba de cuando en cuando grandes bocanadas de brisa
fragante a vegetación.
-Pero dime –volvió a hablar Alejandra-, ¿no te parece extraña esta
figura que nos ofrece el destino? ¿Que al cabo de los años el que
me empujó a la fe, la haya perdido para él?
-...Es curioso, sí. Hay una cierta ecuación, entre tú y yo, como
de vidas paralelas pero a la vez contrarias. Da la impresión de
que hubiera que sacar una moraleja al respecto. No se me ocurre
cuál...
-Yo siento lo mismo. Claro que las moralejas se sacan al final del
cuento, o de la fábula, y nosotros recién iremos por la mitad. El
final es la muerte: solo ahí podrá saberse si terminas como creyente
o no...
-Bueno, eso para el futuro. Por ahora el cuento es el que has dicho:
te llevé a creer y luego dejé de creer yo mismo...
-...Pero mira, aquí tienes una posible moraleja: la fe nunca se
pierde, pues si alguien deja de creer, en otra parte otra persona
empieza a creer, y recoge esa misma fe perdida...
-¡No está mal! Suena bonito. Pero supongo que la definición católica
descarta la posibilidad de que la fe pueda transitar de persona
a persona como si fuera algo, una cosa, un espíritu independiente...
La fe no es eso, así que te podrían acusar de hereje...
-Entonces veámoslo como obra de Dios: cuando una persona se aleja
de la fe, Dios se la concede a otro que la necesita...
Para Juan Andrés, estaban empezando a correr el riesgo de convertir
la conversación en un diálogo parroquial, catequístico, de aquellos
que él detestaba ya en sus tiempos devotos. Sabía que los creyentes
sienten la obligación de asestarle provocaciones pías al prójimo,
que ganan puntos con ello, y él solía tolerarlos con paciencia,
pero... Lo que aún le interesaba de la teología era la faceta filosófica,
su concepto de la vida, y no ejemplos conmovedores de dudosa bondad
divina ni abnegadas hazañas del dulce ángel de la guarda... Pero
la inteligencia de Alejandra nunca había dado muestras de una gran
capacidad de abstracción. El diálogo seguiría en ese nivel a menos
que él hiciera algo por cambiar de tema, o lanzara alguna afirmación
radical. Optó por no hacer ninguna de las dos cosas; después de
todo le agradaba conversar y debatir en torno a creencias e interpretaciones
del mundo.
Hubo una pausa durante la cual los dos miraron a lo lejos. El sol
se ocultaba entre nubes grises y rosadas.
Alejandra dijo:
-Te parecerá exagerado, pero esto de encontrar sin fe al amigo que
me dio la fe, es algo que me toca el alma, y que me desconcierta...
Como si presintiera en eso un sentido profundo que no alcanzo a
captar.
Juan Andrés reflexionó para sus adentros que el único sentido a
extraer del asunto era que la fe de Alejandra se había erguido sobre
un cimiento que ya no existía, y en consecuencia era una fe sin
base, nacida de un error, o de la nada. Y destinada a volver a la
nada. En cambio, solo dijo:
-¿Te puse triste?
-Un poco –respondió ella, sonriendo sin muchas ganas.- Cierta tristeza
es parte de lo que siento, no lo único.
-¡Pero mujer, por Dios, qué fervor! ¿Será para tanto?
-Mis hijos y mi marido saben de ti, de la influencia que ejerciste
sobre mí, y que ejerciste también sobre ellos, a la larga. Te imaginan
muy cercano a Dios, poco menos que con un aura de santidad...
-Lamento defraudarte... Jamás habría sospechado que tuve semejante
importancia en la vida de alguien.
-¡Menos mal que mañana vuelvo a casa –exclamó ella de repente, riendo-,
menos mal que nos vamos mañana! No tendrás tiempo para contagiarme
la duda, ni para desilusionar a los niños.
-Ni tú para hacerme volver al redil, con la cola entre las piernas.
-En fin, me dormiré dándole vueltas a este asunto, créeme. Por ahora,
basta de termas, me voy a ver si llegaron los niños. –Se puso de
pie, chorreando y tomándose los cabellos con ambas manos para ordenarlos
hacia la espalda. El agua le llegaba a la cintura. Le dijo a Juan
Andrés:
-Te recomiendo que también tú te salgas, llevas mucho rato para
ser tu primera vez. Si no, te puedes arrebatar, lo que es bien desagradable.
-Así me advirtieron. Vamos. ¡Me encantó el baño, absolutamente exquisito!
Es de una sensualidad... casi pecaminosa.
Recogieron sus pertenencias y se encaminaron hacia la cuesta que
había que subir para llegar al hotel.
Esa
noche Juan Andrés entró al comedor, lleno de gente, de voces, de
olor a comida, y buscó una mesa pequeña, para cenar solo. Le pareció
ver una a la distancia y mientras se dirigía hacia allá pasó cerca
de la mesa que ocupaban Alejandra y sus hijos. Si ella lo hubiera
mirado, él le habría hecho un saludo con la cabeza, sin detenerse,
pero no fue el caso. Los niños hablaban todos a la vez, y la madre
buscaba algo, afanosamente, en el interior de una cartera o bolso
apoyado sobre sus piernas.
Juan Andrés se instaló a su mesa y examinaba la carta, pensando
menos en los platos que en esa especie de agotamiento placentero
que le había producido el agua termal en el cuerpo, cuando se le
acercó un mozo a decirle que la señora de aquella mesa con niños
lo invitaba a comer con ellos.
Alejandra le presentó a sus hijos, que lo saludaron tendiéndole
la mano con mucha seriedad, y él ocupó el único puesto vacante,
que era la cabecera enfrente de su amiga.
-Este es el compañero de universidad que me hablaba de Dios, ¿se
acuerdan que les he contado? Ahora tiene ciertos problemas, pero
ya los va a superar. Y cambiando de tema, hoy fue nuestro último
día de veraneo, aunque...
En ese momento empezó a sonar el teléfono de Alejandra, que ella
tenía encima de la mesa, al lado de sus cubiertos. Miró la pantalla
para ver quién llamaba y se lo llevó al oído con un gesto nervioso.
Su rostro se oscureció al decir:
-Niños, es el papá, pórtense bien, ya vuelvo. ¿Aló...?
Se dirigió entre las mesas y el barullo hacia la puerta del comedor
y desapareció tras ella. Por algunos ínfimos indicios y por obra
de su imaginación, Juan Andrés tuvo la idea de que aquel matrimonio
era desgraciado, y de que esos niños no eran felices.
-Sigamos comiendo no más o se va a enfriar –dijo el mayor, viendo
que todos se habían quedado quietos. Agregó volviendo la cara hacia
Juan Andrés: -Cuando el papá llama, es un cuarto de hora por lo
menos.
-Así que ustedes se van mañana –comentó Juan Andrés, pensando que
era él quien tenía que llevar la conversación, aunque no sabía qué
tipo de asunto podría ser interesante para esos niños. Asintieron
con la cabeza, y el que evidentemente era el segundo después del
mayor, de unos trece años de edad, precisó:
-Podríamos quedarnos hasta el medio día, pero nos vienen a buscar
a las nueve de la mañana.
-Adiós termas, entonces –dijo Juan Andrés, preguntándose qué podría
agregar. Sin darle tiempo, el mismo muchacho continuó:
-Mi mamá nos ha contado que usted le hablaba de Dios. ¿Por qué hacía
eso? –y se lo quedó mirando con expresión muy despierta.
En la duda de que un tema semejante fuera el adecuado, pero confiando
que luego pasarían a otro, Juan Andrés optó por contestar la pregunta.
Le era posible hacerlo sin tener que confesar su desilusión de la
fe ni su actual descreimiento.
-Lo hacía porque cuando uno cree en Dios, quiere que todos los demás
también crean, y trata de convencerlos.
Una de las dos niñas menores, la que tendría unos diez años, levantó
su hermosa cara de gesto preocupado y murmuró:
-En la casa, la mamá es la única que habla de Dios.
El hermano mayor, sin hacer caso de esa observación, le preguntó
a Juan Andrés:
-¿Y qué clase de problemas son los que usted ahora tiene con Dios?
-¿Pero por qué crees que tengo problemas con Dios?
-La mamá acaba de decirlo –respondió el segundo, secamente.
-A ver, niños –dijo Juan Andrés-, ¿acaso ustedes nunca han tenido
problemas con un amigo?
-Yo le he rezado mucho a Dios, pidiéndole ciertas cosas, pero nada
cambia, todo sigue igual –dijo el segundo-, así que no sé...
-Y yo también tengo problemas con Dios –intervino el mayor-, pero
por favor no le vaya a decir nada a la mamá. Se preocupa demasiado...
“Ay, niños –pensó Juan Andrés, condolido, recordando una cita: -La
única excusa de Dios, es que no existe”. En cambio dijo, reaccionando
con cara de asombro:
-Niños, qué es esto, ¿acaso no saben que el mejor amigo de los niños
es Dios? No siempre concede lo que le piden, pero tiene sus buenas
razones para ello. Hay personas que, por haber conseguido sus deseos,
quedan en peor situación que antes...
-¿Pero usted de verdad cree que Dios oye a todos los que le rezan?
–dijo el segundo.- A mí me gustaría que me oyera, y que a la mamá
también la oyera.
-Bueno, dicen que si uno reza con la fe suficiente, Dios lo oye,
y le cumple.
-Pero la mamá tiene más fe que cualquiera –dijo el mayor.
-Entonces Dios la va a oír. Deben tener mucha fe, y además mucha
esperanza. Dios quizá se demora, pero nunca falla. Él es perfecto,
y su bondad es tremenda. Infinita.
-¿Pero y qué pasa si es que Dios no existe? –preguntó el segundo-.
Conozco algunas personas que dicen que no existe.
-Y yo –dijo el mayor-, hay veces que quedo muy contento cuando he
rezado mucho, o cuando la misa fue buena, pero otras veces no siento
nada...
Juan Andrés bebió unos sorbos de su vaso y se lanzó de lleno a improvisar
una reflexión que expresaba exactamente lo contrario de lo que pensaba.
-Dicen que hasta los más grandes santos han dudado, niños. No se
aflijan si de repente creen dudar. Claro que después de dudar hay
que volver a la fe. El que se queda en la duda termina por no hacer
nada, ya que todo se vuelve dudoso. Confíen en Dios, convérsenle
a su ángel de la guarda, amen al niño Jesús. Por ese camino llegarán
a ser muy felices. Hasta el dolor, o el sufrimiento, les resultarán
fáciles de soportar. Solo si tienen fe van a conseguir lo que quieren.
-¿Usted también tiene dudas? –preguntó el segundo.
-También, pero las hago a un lado para volver a lo que creo más
real...
-Yo le rezo a la Virgen –dijo la más pequeña.- Es mi favorita...
-¡Bravo! –exclamó Juan Andrés, riendo.- Mientras recen, nunca estarán
solos.
-¿Y a quién cree usted que es mejor rezarle, a Dios, no es cierto?
–preguntó el segundo.
-Claro, a Dios, o a cualquier santo que sea de tu agrado, y a la
Virgen también... Lo importante es que recen con toda el alma, y
así las oraciones llegan hasta Dios por un camino o por otro.
-Por lo que dice, me imagino que usted debe rezar mucho –dijo el
mayor.
A esas alturas de la conversación Juan Andrés ya no podía confesar
que no rezaba, así que se resignó a improvisar una mentira, esta
vez completa. Entonces las niñas anunciaron a dúo:
-¡Ahí viene la mamá!
Alejandra se reintegró a su puesto en la mesa con una sonrisa que
no alcanzaba a ocultar los efectos ingratos de la conversación que
había tenido. Todos la miraban, en silencio, a la espera de lo que
fuese a decir. Juan Andrés creyó ver sus ojos ligeramente enrojecidos,
y sospechó que había llorado, o que había hecho un esfuerzo para
no llorar. Pese a su honda fe, la amiga no parecía ser feliz en
absoluto. Seguramente él había engañado a los niños al asegurarles
felicidad por el camino de la fe. Aunque también era posible que
todos fueran aún más infelices si no contaran con sus ingenuas,
ilusas, absurdas creencias.
-Perdónenme, pero el papá tenía mucho que decir. Juan Andrés, cuéntame
cómo se te portaron estos niños.- Hizo a un lado su plato, ya frío,
diciendo.- No tengo apetito.
-Tus niños son fabulosos, bien educados, inteligentes, encantadores.
Hemos hecho excelentes migas.
-Cuánto me alegro. Espero no haberlos interrumpido, ¿estaban conversando
de algún tema en particular?
Juan Andrés prefirió no responder, para que los propios niños decidieran
qué decirle a su madre. Antes que uno de los mayores diera una versión
vaga o quizá engañosa de lo conversado, la menor expuso la verdad:
-Conversamos de Dios. Todo el rato...
Los ojos de Alejandra se clavaron, llenos de inquietud, en los de
Juan Andrés, preguntándole sin palabras pero con vehemencia: “¿Qué
les has dicho?”
-Sí –explicó Juan Andrés-, hemos hablado de Dios, nada menos, y
del tesoro que significa creer en él y amarlo.
-Mamá –dijo el mayor-, fue como esas charlas que ustedes tenían
en la universidad, cuando eran jóvenes y tú no eras muy creyente
todavía.
Los ojos de Alejandra volvieron a clavarse en los de Juan Andrés,
pero ahora expresaban asombro, alivio, gratitud. Tras un instante
de perplejidad dijo:
-¿En serio? ¿De Dios estuvieron hablando? –había comprendido la
naturaleza de la conversación sostenida en su ausencia.
-Y no por iniciativa mía, ¿eh?, sino de ellos –aclaró Juan Andrés.
-Te lo agradezco –murmuró ella, sintiéndose conmovida, tratando
de impedir que las lágrimas le humedecieran los ojos. Juan Andrés
pensó: “pobre amiga mía..., ¿por qué iba a ser yo quien desilusionara
a tus hijos? Te los devuelvo intactos, como los encontré...”
-El agradecimiento es mío, Alejandra, por haber podido contemplar
estas cuatro almitas, tan puras, de una fe tan hermosa. Si hay algo
sagrado en este mundo, supongo que será la fe de los niños. La felicidad
de los niños... –y para salir del tema dijo: -¡Así que mañana vuelven
a casa...!
El mozo distribuía los postres alrededor de la mesa y los niños
se veían felices al hundir sus cucharas en caracolas de merengue,
pináculos de crema, orbes de helado, riachuelos de chocolate, charcos
de caramelo y otras coloridas dulzuras muy adecuadas al gusto de
sus paladares infantiles, dañinas todas, para mí: solo azúcares,
grasas, colesterol, pero además, en el caso específico, simbolizando
las atracciones y promesas de la fe, me sugerían también las apariencias
de las ilusiones vanas y su amargo secreto.