Frente al teclado (ante el vértigo de la pantalla que te observa y espera)

 


Por Víctor Bórquez Núñez *

Una frase - “El acto de escribir es como un orgasmo prolongado”.- y un libro viejo, rescatado de una caja –“Azul, casi transparente”- gatillaron esta reflexión.
Lo del orgasmo es casi poético. Dice el referente que se trata de placer.
Y el acto de escribir, aunque algunos lo asocian a dolor, a esfuerzo, a un trabajo duro y extenuante, debe ante todo producir placer, similar a ése que termina en un estallido de difícil explicación. Dicen que es, precisamente, el placer lo que motiva al escritor, para auscultar la existencia y observar el mundo de manera crítica. Al fin y al cabo, el escritor es quien ordena, reordena, construye y deconstruye el mundo con los símbolos característicos de la escritura.
Y todo esto se debe a que, cada cierto tiempo, los escritores deben realizar el delicioso ejercicio de detenerse ante su propia obra y observar, poner la atención y proponer desde el éxtasis y el arrebato, una reflexión intensa.

¿Qué busca el escritor cuando escribe?

¿Un ejercicio narcisista de mirarse en un espejo que le devuelve su imagen realzada? ¿La delicia? ¿Una epifanía? ¿O el terrible desafío de tratar de ser coherente con lo que persigue cada uno desde lo más profundo de su alma?

Un tema no menos inquietante es el rol que se le asigna a los escritores (si es que se pudiera hablar de roles, de papeles predeterminados, de metas concretas por cumplir) es el hecho de tener que tener explicaciones para cuanto sucede en el mundo, como si su labor intrínseca fuese tener que responder cuando otros callan, supeditando su talento a la capacidad para enfrentar los vaivenes sociales, culturales y políticos de su entorno.

El placer de ser escritor radica también en el descubrimiento de ser lectores voraces, porque al leer, nos damos cuenta de modo rotundo que nuestro esfuerzo ya fue camino transitado por otros y que, de ninguna manera, el acto escritural está disociado de lo que otros pensaron, soñaron, sufrieron y fueron capaces de plasmar.

Es por medio de las lecturas que conocemos ese placer indefinible que produce la exactitud de las palabras, la riqueza del lenguaje y el disfrute de entender lo que hace la cultura que se revela a través de formas extrañas, de combinaciones impensadas, en materiales complejos y en la increíble capacidad que adopta la creación a partir de su artificio magnífico.
Y es a partir de ese acto manipulador que nos proporciona el lenguaje, que caemos en la adaptación de éste, en su infinita posibilidad para cambiarlo, alterarlo, mutarlo, transformarlo o imaginarlo en sus vertientes infinitas.

Es lo que alguien planteó: “La exquisitez de entender que el empleo del lenguaje se une indisolublemente al acto de disgregar y volver a construir la realidad por medio, precisamente, de ese lenguaje”.
Bien sabemos los que escribimos que trabajamos con signos extraños, que transitamos por senderos oscuros y en nuestro oficio cotidiano de escribir, tratamos de ser intérprete de dichos signos, capturando realidades, plasmando en las palabras sucesos de la vida como si todo fuese un algoritmo que el lector debe usar para rearmar, repensar en su mente.

Es la palabra lo único que sobrevivirá. Despojados de todos los celos y mezquindades terrenales, solo quedará de nosotros lo escrito, la idea, el sueño, el fantasma, el personaje nacido –acaso- de una noche afiebrada o de una madrugada plena de descubrimientos y de asombros.
Así, la pregunta es simple: ¿cuál es el origen del acto creativo? Porque no existe la escritura si no es para un lector. Porque el anillo cortaziano se cierra (o se encierra) cuando se cierra el círculo o empieza otra iteración nacida desde el juego, la revelación, la interpretación o la desaforada imaginación..

Coincidamos entonces que escribir es una actividad característica del ser humano, en tanto ser solitario y social. Solitario en el oficio de crear la obra, social en el ejercicio de experimentar con “realidades” nacidas desde el terreno de la mente humana, en el camino que conduce a la creación misma, Escribir es un acto maravilloso, inefable y, siempre, uno de los actos que más placer produce.
Y recién cuando ha surgido todo este proceso, empieza el otro vértigo, delante del teclado, concientes de que allí, en la página que se despliega delante de nosotros, deberemos dar el salto mortal, aunque nunca sepamos a ciencia cierta, si caeremos en la red o nos zambulliremos en el vacío inexplicable.

*Víctor Bórquez Núñez nació en Antofagasta, Segunda Región, Chile, en 1960. Periodista, Magíster en Educación. Comparte la docencia con el periodismo, especializándose como comentarista de cine en la prensa, radio y TV de su ciudad. Es académico de la Universidad de Antofagasta; comentarista de cine del diario “El Mercurio de Antofagasta” y columnista de diversas revistas virtuales a nivel nacional. Tiene diez libros publicados, el último de los cuales lleva por título ‘Mujeres Suspendidas’ (cuentos).

 
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