Fragmento de Crónicas de Équilas III: El Último Cristal de Gea

 

 

Por Alejandro S. d’Alessandri *

—Entre mi gente se cuenta una historia —relató Áramil a Midlun al cabo de un rato, con voz jadeante y cansada, aunque sabía que ella no podía escucharlo—. La historia de Cido, el niño que se robó las semillas del mundo —prosiguió sin detener su lenta marcha—. Cuenta la leyenda que esto fue hace muchos años, antes de que el gran árbol Édensil velara por todos los bosques del mundo y sus habitantes, antes de que el máter lo volviera negro. Nuestro pueblo era nómada en aquel entonces, yendo de un lugar a otro, velando por los bosques del mundo. En ese tiempo, solo los que nos conocían y no albergaban malicia en su corazones eran capaces de vernos, o los que eran lo suficientemente locos para buscarnos en lo más profundo de la foresta.

“Fue en esos tiempos que vivió un niño llamado Cido, apodado el Siempre Verde —Áramil seguía su constante andar con las koeras moviéndose cerca como testigos desinteresados de su historia—. Los elfos de ese entonces se encargaban de proteger las semillas de los bosques del mundo y asegurarse de que estas germinaran de manera sana y segura. Para esto utilizaban secretas técnicas mágicas que jamás debían revelar a los otros seres. Un día, Cido se había alejado de su gente más de lo debido, ya que le apasionaba buscar nuevas especies de flores o curiosear en el mundo de más allá de los bosques. Fue cuando encontró a una jovencita manchada de barro sentada junto a una pequeña huerta marchita. Cido la oía sollozar pero no podía verle el rostro, ya que estaba sentada en el suelo abrazándose las piernas y con la cara apoyada en las rodillas. La huerta pertenecía a una humilde familia de campesinos que habían construido su morada en los lindes del bosque.

—¿Por qué lloras? —preguntó el jovencito elfo a la niña.

Ella levantó el rostro y él pudo ver que era muy bella, a pesar de tener la cara manchada de barro y los largos cabellos castaños enmarañados. Primero la niña se asustó y lo miró con sus grandes y llorosos ojos muy abiertos. Pero el rostro del elfo era amable y estaba cubierto de enredaderas y flores que le decoraban tanto el semblante como sus ropas, como si un fragmento del corazón del bosque hubiese cobrado vida. Sus ojos solo revelaban inocencia y curiosidad, y ella se serenó.

—Porque la cosecha se perdió…—contestó con la voz débil y gastada de tanto llorar, aunque su tono seguía siendo dulce y melodioso—. Y mi familia morirá de hambre.

Cido sabía que no debía hacerlo, pero algo en la pureza de la niña y sus ojos claros en medio de su cara manchada de lodo lo hicieron vacilar. El elfo introdujo la mano en el bolso que llevaba colgando a un costado y sacó tres semillas, ofreciéndoselas a la niña humana.

—Escúchame bien —pidió la atención de la jovencita en tono suave pero autoritario—. Te daré tres semillas, las que plantarás con la primera luna llena. Éstas te darán más que suficiente alimento para ti y los tuyos, pero deberás hacerme una promesa. —La joven lo miró con expresión grave, consciente de que el elfo estaba arriesgando mucho al compartir eso con ella—. Cuando termine la estación, las plantas se secarán y te darán otras tres semillas. Deberás prometerme que me entregarás esos granos a mí y a nadie más que a mí —señaló Cido con firmeza—. ¿Me lo prometes? —le preguntó con una mirada profunda e intensa. La jovencita asintió sin pestañear.

—¿Cuál es tu nombre? —inquirió el elfo al tiempo que depositaba las tres semillas en la palma extendida de la niña humana.

—Tera —contestó ella.

—Le encomiendo estas semillas a Tera entonces —fraseó mientras cubría la mano de la muchacha con las de él y se la cerraba con delicadeza—. Ya que de ella dependerá su fruto.

Tera esperó la luna llena y las sembró en su huerta, dedicándoles toda su atención y cuidado, protegiéndolas de las inclemencias del clima, abrigándolas cuando hacía frío o cubriéndolas cuando el sol era demasiado abrazador. Tras semanas de cuidadosas atenciones, que la llevaron a dormir junto a la huerta y quedar más y más cubierta de barro, las semillas dieron una abundante cosecha, más grande y de frutos más tiernos que los que jamás se hubiesen probado. Tan cuantiosa fue la cosecha, que los padres de la muchacha corrieron la voz entre los granjeros vecinos y todas sus familias fueron a abastecerse al huerto de Tera. Aquella fue una época de abundancia y gratitud. Pero, como tenía que suceder, las plantas un día se secaron y lo único que quedó de ellas fueron tres semillas. Las tres semillas que Cido había demandado.

Entonces comenzaron los problemas. Tera quería guardarlas y esperar a que Cido regresara para devolvérselas, tal como había prometido. Pero sus padres se opusieron. “Si se las vendemos al rey, no tendremos que volver a pasar hambre jamás” aseguraron. Así que le quitaron las semillas y se las entregaron al monarca. Tal como sus padres habían previsto, la recompensa fue grande, dejaron de ser unos humildes campesinos y no tuvieron que volver a pasar hambre nunca más.

La notica de las semillas milagrosas se esparció por los otros reinos de los humanos, al igual que su poder. Aquellas semillas producían más y más frutos, que los hombres del rey sembraban en todos sus territorios. Las cosechas eran las más abundantes de todos los reinos y sus hombres los más fuertes, por lo que no tardaron en invadir a los países vecinos. En poco tiempo, aquél reino de los hombres se había convertido en un gran imperio que abarcaba todos los rincones de la civilización. Tera intentó hacerlos escuchar, pero nadie prestó oídos a una niña. Cuando Cido volvió al fin, nuevamente la encontró llorando en su huerto.

—Los bosques están muriendo —le dijo Cido con amargura—. ¿Qué has hecho con las semillas?

—Ya no las tengo —replicó ella con voz pesarosa.

El semblante de Cido se ensombreció, y las enredaderas y flores que cubrían su cuerpo se volvieron antiguas y salvajes.

—Pues has hecho mal —sentenció Cido el Siempre Verde con frialdad—. Ahora los frutos del mundo están siendo consumidos por el hombre de manera desmesurada, y por eso, los bosques, el hogar de mi gente, se están marchitando y muriendo.

—¿Y qué puedo hacer para remediarlo? —preguntó ella con los ojos anegados de tristeza.

—Nada —le contestó él en tono ominoso—. No hay nada que puedas hacer para remediarlo.

Y los elfos quemaron los campos de los hombres, hasta el último de ellos. Y sobre aquellas cenizas nada creció. El imperio de los humanos se derrumbó y volvieron a pasar hambre y frío. Los bosques revivieron, recuperando así su verdor y energía. En ese momento Cido regresó a ver a Tera, que se encontraba en medio de un mundo gris de campos devastados, cenizas y hombres muertos. Apenado por cómo habían resultado las cosas, él le extendió una mano. Al abrirla, reveló que en su interior tenía tres semillas.

—Mi pueblo las quemó todas, excepto estas tres —dijo Cido con tristeza—. Porque las escondí para ti.

Anhelante, esperó que ella recuperara su sonrisa. Pero cuando Tera se volteó a verlo, el rostro del elfo quedó tan desolado como las tierras cenicientas de los hombres. La tierra siempre viva que cubría el semblante de la jovencita había sido reemplazada por ceniza, y en su rostro no quedaba ni la sombra de aquellos ojos claros cuya luz y amor velaban por las plantas con dulzura.

Ella extendió su mano manchada de polvo gris y cogió las semillas. Cido, paralizado de pena, no supo cómo reaccionar. La niña le dedicó una sonrisa en medio del rostro manchado de ceniza: una sonrisa que al elfo le atravesó el corazón. Y Tera se echó las semillas a la boca, todas a la vez, tragándoselas antes de que Cido pudiese reaccionar o siquiera mudar de expresión. No quería que más sangre se derramara por ellas, no quería que la codicia volviera a poseer el corazón del hombre como lo había hecho con sus padres, no quería que el regalo de algo hermoso se convirtiera en tristeza nunca más.

Las semillas germinaron dentro de Tera y ella se convirtió en un enorme y hermoso árbol que crecía más y más, absorbiendo todo a su paso como un mar de vida y florecimiento. Cido podría haberse apartado; pero no quiso hacerlo. Además, sabía que si lo hacía, Tera continuaría creciendo y creciendo, hasta cubrir todo el mundo y eliminar así todas las penas y sufrimientos. Así fue como Cido se dejó envolver por las ramas de Tera, convirtiéndose ambos en uno, y el árbol dejó de crecer.

Desde aquél día, el colosal árbol sería conocido como el Édensil, el guardián del equilibrio en el mundo natural. Dice la leyenda que, todos los años, cuando Cido recuerda la codicia del hombre, sobreviene el invierno, pero siempre Tera se apiada de ellos nuevamente y entonces retorna la primavera, liberando una vez más los frutos de las tres semillas que tragó.”

 


* Alejandro S. d´Alessandri

Titulado como cineasta, Alejandro S. d’Alessandri ya cuenta con una fructífera y original incursión en el medio creativo. Su cortometraje Axion fue catalogado por Miguel Littin como uno de los mejores de la generación. Posteriormente estrenaría su primer largometraje Marcelo la Mafia y la Estafa a nivel nacional. Siempre un apasionado de contar historias, Alejandro ha profundizado sus estudios en el medio narrativo con los seminarios Story y Genre del prestigioso profesor de guiones Robert McKee y el diplomado de Edición Literaria rendido por la Universidad de Chile, entre otros. Su saga de fantasía steampunk Crónicas de Équilas, compuesta hasta el momento por La Espada de la Luna Rota y La Doncella del Corazón Negro, ya ha cosechado éxito por parte de la crítica y de los lectores, y es tan solo el comienzo de una epopeya que continúa escribiéndose.

 

 
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