El rincón más lejano, novela de Anibal
Ricci |
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Por
Juan Mihovilovich
Hay
novelas que se leen con una cierta cadencia íntima, como sopesando
el equilibrio de las palabras, asociándolas, estrujándolas y haciendo
de ellas una secuencia de imágenes, gestos, dudas, temblores y pesadumbres.
Este es uno de esos textos.
La prosa de Ricci se acentúa en cada línea avizorando un futuro
anímico a partir de un camino que, paradójicamente, nos parece estático,
sin movimientos exteriores excesivos, apenas con los indispensables,
donde el discurrir de una conciencia atormentada atraviesa el desierto
premunida de un reflejo que pudiera ser el mismo, el propio reflejo,
el desconsuelo no asumido, o asumido a deshora, y que se golpea
incesante contra los muros emotivos buscando de qué manera sortear
la angustia existencial.
Teresa, la protagonista principal, pertenece a una familia disfuncional
o trizada por el peso de su nacimiento y desarrollo: una madre lejana,
un padre enfermo síquicamente y un par de hermanos (Horacio y María
Jesús) vinculados a aquella por el desarrollo evolutivo natural
y que ocuparán, dentro del universo del personaje, espacios vitales,
especialmente la hermana menor. Destinada a postergar sus sentimientos
y ocuparse de los ajenos, Teresa se nutre de una soledad personal
casi excluyente, a menos que descienda de su mundo imaginario y
se entrometa en las necesidades vitales de María Jesús, por ejemplo,
a quien surtirá de afecto y cuidado hasta que aquella alcance una
relativa madurez adolescente. Sin embargo, existirá de por medio
un nudo familiar difícil de desatar. Ataviada con el peso de su
propia historia Teresa cargará con la mochila del sufrimiento de
sus parientes biológicos inmediatos. Asumirá que cada uno de ellos
es una suerte de lastre al que debe acceder por el peso de las circunstancias,
próximas o lejanas, según el espacio que ocupen en la búsqueda de
sí misma.
En ese devenir optará por la travesía y descenderá a los infiernos,
solo cubierta por una belleza exclusiva, que la hará involucrarse
en los delirantes límites de lo prohibido o acatar, por obra y gracia
de una desesperación casi incontrolable, un destino que, no obstante
su transitoriedad, parecerá sin vuelta. Su caída será hacia el pozo
oscuro y asfixiante donde lo siniestro convive de un modo natural;
y ese mismo declive, será, a su vez, la prueba más intensa a que
se verá sometida con el único expediente de salvarse o morir en
el intento.
Ricci ha construido un universo femenino a partir de una narración
pulida, segura y concisa, que nos va acercando a los misterios del
alma humana para rozarlos e intentar desentrañarlos, con un lenguaje
ágil, desprovisto de artificios, confiando en que la protagonista
asumirá, tarde o temprano, el control o la pérdida de su vida. Con
pasajes inolvidables como el capítulo 23, a guisa de ejemplo, donde
María Jesús y Francisco incursionan en el descubrimiento de su mutua
sensualidad con Espartaco de Stanley Kubric como telón de fondo,
en un trasvasije notable de imágenes superpuestas dotadas de una
gran belleza creativa.
Estamos en presencia de una narración sencilla en su estructura
y profunda en su entramado interior. Los sentimientos afloran por
cualquier recoveco que la subjetividad individual permita, y si
en ocasiones Teresa parece un ser alicaído y próximo a su suicidio
físico y emocional, no es sino la punta del iceberg de una fuerza
oculta, que ella desconoce y que la provee de un extraño mecanismo
de supervivencia. La naturaleza humana, quizás; su ruptura con lo
establecido y ese afán de no claudicar, así parezca que la sobrevivencia
sea plana y sin futuro. La experiencia límite, entonces, se disfraza
del placer cotidiano, prohibido, marginal, recreado a diario en
el submundo de una perdición soterrada también y que ella (y una
antigua amiga de infancia) asume como lo único válido. Allá, en
la vuelta de tuerca que se le hace al destino, el retorno a lo esencial
es una alternativa; quizás la única y definitiva. Teresa no lo sabe.
El lector deberá descubrirla.
Un universo femenino de ningún modo fácil de desentrañar, que nos
deja con el texto entre los dedos mirando el horizonte. El propio,
incluso. El de los demás, en todo caso.
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