ELOGIO A NICANOR PARRA
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Ayer tuve la grata visita de Nicanor Parra, quien es, según creo, el más alto poeta vivo de Chile, y sus lectores afirmamos que también de la lengua española. Debo confesar que no soy, en especial, lector erudito de poesía, pero a Nicanor Parra me lo enseñó alguien en quien creo. Personalmente no le conocía, es decir nunca antes había conversado con él, porque hace unos años, en la Sociedad de Escritores en Santiago se le dio un homenaje, al que me invitó Isabel Velasco, que era entonces presidenta de la SECH: fui y verlo decir su poesía es una experiencia sobrecogedora, estaba iluminado nada más por un foco central recortado de las sombras, sin mayor apoyo que su presencia enorme; luego había una cena privada con él, pero debía volverme a la playa y no pude conversarle. Ayer fue fortuita la visita del poeta; él paseaba por los acantilados a la orilla del mar, frente a mi hogar, cuando lo descubrí de vuelta a casa; me acompañaba el Obama, un pequeño terrier chileno que llegó de cachorro a vivir a la orilla del mar justo el día de la magna elección del presidente norteamericano, en cuyo honor así lo nombramos con los vecinos: lo comenzaban a atacar los perros salvajes que custodian la entrada a la Caleta de los pescadores bajo los acantilados, una jauría cuyo líder es la hembra Lucrecia, una perra madura que sólo quien esto escribe logra bañar con champú: sus hijos mestizos y padres de paso actúan a las órdenes de ella. Hace muchos años, cada vez que salgo de mi hogar a caminar las roquerías, de inmediato se aparece la sagaz Lucrecia y no se me separa expresando un cariño que nos tenemos recíproco: jamás había permitido que otro perro alguno de su jauría se me acercara, con celo feroz incluso con sus hijos: a todos ellos expuesto el pequeño terrier, que llegó a instalarse a los acantilados de un día para otro: simplemente apareció y se ahuecó en el pasto seco que a finales de verano y antes de las lluvias se adormece a la orilla de las rocas altas. Desde mi terraza lo descubrí de inmediato, porque es inusual un ser vivo posible viviendo en la intemperie a orillas de estos mares del sur, solamente con un poco de pasto seco al abrigo de las aguas y el viento, sin embargo él en un par de días, había llevado a su cuna de paja seca, cochayuyos y otras algas secas creando un refugio ingenuo. Un nuevo día le llevamos agua y comida, y ese mismo anochecer la jauría atacó al Obama para que se retirara de sus dominios. Mi buena relación con la soberbia Lucrecia nada más impidió que los perros mataran al pequeño terrier que al verme salir corrió a refugiarse detrás de mí. Desde ese día, vive con nosotros luego de un trabajo de joyería con la hembra líder para que finalmente lo aceptara y con ella toda la jauría, que ahora tienen al Obama como uno de los suyos y hasta se atreve a ladrar mientras da saltos enormes simulando morder las orejas de la Lucrecia, muy propia ella caminando conmigo a la orilla del mar. -Obama tiene menos de nueve meses, según indicó la veterinaria examinando su dentadura -narré a Nicanor Parra, a quien por supuesto invité de inmediato a entrar a mi casa, accediendo él muy gentil: rió de buena gana con el nombre del pequeño perro blanco de cabeza y cola negra, quien trabó con él una relación afectuosa inmediata, saltándole alrededor y haciendo todo lo posible por llamar su atención: dijo que el nombre estaba muy bien puesto, porque tanto el primer presidente negro de Estados Unidos como el terrier chileno mezcla de perro callejero y fino Fox inglés pertenecen excepcionalmente a seres únicos, aparte del establishment. Bebimos agua mineral sin gas; en un momento él se apoyó en la baranda de la terraza que da al mar y miraba el horizonte, enfrentado el sol a sus cabellos largos plateados. Lo observé recortado contra el azul de las aguas y la tranquilidad que del hombre emana, diría yo, calmaba las olas que en esta época se vienen bravas. Escribió Pablo Neruda que entre todos los poetas del sur de América, poetas extremadamente terrestres, la poesía versátil de Nicanor Parra se destaca por su follaje singular y sus fuertes raíces, con una vocación poética tan poderosa como lo fuera en Miguel Hernández, en que su madurez lo lleva a las exploraciones más difíciles, manteniéndolo entre la flor y la tierra, entre la noche y el sonido, pero regresando de todo con pies seguros, que dejarán marcadas sus huellas australes en toda la espesura de la poesía. Para Neruda su poesía “es una delicia de oro matutino o un fruto consumado en las tinieblas. Como lo mande el poeta Nicanor nos dejará impregnados de frescura o de estrellas”. Ayer en casa lo sentí, es un hombre de gran fortaleza que a sus pasados noventa años se ha acentuado, él mismo maneja su auto escarabajo celeste, que recibe con risas y algo de asombro un elogio, como si no supiera quién es, qué representa para la cultura contemporánea, al fin, pienso, no siempre la poesía evoluciona de tal forma. Nicanor estuvo de lo más a gusto. Quiere comprar una casa enfrente de la mía que le han dicho que está en venta, con una vista excepcional de estos mares del sur. Me dijo que aquí le gustaría vivir, arrullado con el canto de las aguas rebotando en las rocas, quizás siguiendo ese viejo consejo irlandés que citaba John Huston que insinúa hacer lo posible por vivir al final cerca del mar, porque hace que las viejas heridas dejen de doler. El mar reanima el espíritu, hace más rápidas las pasiones de la mente y el cuerpo y, pese a lo fugaz de todo, uno aquí vive empapado de cierta tranquilidad en el alma, con la impresión de la grandiosidad de lo creado. Luego, en la terraza, de mi casa mirando la distancia líquida, como ahora hago, diciendo como quien reza una oración, habló: “Siempre había vivido mi familia en el valle central o en la montaña, nunca supe del mar hasta que partí con mi padre desterrado a Chiloé, donde al descender del tren, con voz que tengo en el oído intacta, dijo mi padre: este es, muchacho, el mar. El mar sereno. El mar que baña de cristal la patria”. Dijo Nicanor que Carmen le había dicho: “Yo te puedo hacer millonario”, y que, entonces, había pensado: “Millonario? ¿Para qué quiero yo ser millonario si vivo con dos pesos, y nada de mal”, pero que, por cortesía había guardado silencio. Ella lo hará editar en el extranjero. Con Carmen Balcells cené una noche en la Ciudad de México, hace varios años; era una mesa redonda y yo no conocía a nadie: resultó que me habló, una hora antes de la cena, José Luis Ramírez Cota, mi editor y un buen amigo, indicando que me la quería presentar. Yo estaba trabajando en Vogue, deduciendo que era imposible tener tiempo para a ir a mi departamento a cambiarme, cuando veo entrar al editor de moda seguido por su equipo, cargando ropa de hombre, de paso al estudio de la revista. Era una colección de Pierre Cardin que iba a ser fotografiada al otro día, en la que iba una tenida de seda azul opaco con su camisa, corbata, calcetines y zapatos que me quedaron pintados... en nombre de todas las cruces prometí devolver la tenida exactamente igual. Antes de salir, mi secretaria entonces, un ángel benefactor siempre, puso en mi bolsillo un afortunado rollito de papel desechable con la indicación de que si manchaba el terno lo limpiara de inmediato para que no se notara. Al llegar al sitio, sentado junto a Carmen Balcells, que es una mujer muy sencilla, ella comentó que no había tenido tiempo en todo el día de probar bocado alguno, ante lo que se apresuraron en servirnos entremeses, destacando unos pequeños trozos de chorizos españoles, salchichón, lomo, sobrasada... que no dejaban de sorprender con solo ver sus texturas para desear probar sus sabores; vi a Carmen, sin más, tomar con la mano un trocito que de inmediato degustó, la imité, mientras, no llegaban los tenedores ni servilletas, hasta que en un instante nos observamos los dedos notablemente aceitosos, despertando mi expectación de no manchar el Cardin único prestado que debía devolver intacto, situación jocosa para mi dada la circunstancia que narré en dos palabras a ella, mientras me ocupaba de procurar para ambos, sin disimulo, pedacitos de papel desechable, aminorando la espera tediosa que cubriera nuestra falta de comer a mano limpia, ante el peligro de ver que los ricos entremeses españoles sufrían el riesgo de enfriarse en las pailas. Nadie más se atrevió a comer con las manos, mientras José Luis Ramírez reía de buena gana. Nos conectamos al tiro con Carmen, desde que nos vimos: resultó que cuando llegué al restaurante esa noche no vi a nadie, y salí a la recepción para preguntar el sitio en que se realizaría la cena, pero junto con devolverme, la veo venir a ella, sola, luego me di cuenta que la seguía un séquito, sin embargo, fui a encontrarla, y le dije: “¡Carmen Balcells existes! Pensaba que eras un mito”. Se rió a viva voz, mientras la saludaba a la manera chilena, de beso y abrazo, que ella respondió cálidamente. Al instante, José Luis nos presentó, ella me tomó del brazo y fuimos a sentarnos a la mesa redonda. Eran unas diez personas, entre ellos escritores mexicanos ilustres y escritores españoles que entonces residían en el Distrito Federal. Solo me dediqué a escuchar y apreciar esa cena española, cuyos sabores unidos al tequila del maguey son al paladar una delicia inigualable. Antes de terminar de comer, Carmen tomó de su cartera una pequeña máquina fotográfica y, parándose, me tomó varias fotos, algunas junto a Beatrice Trueblood, que estaba ubicada a mi otro lado en la mesa; luego, guardó su máquina fotográfica y sin más se volvió a sentar y seguimos cenando; tiene ella algo inapreciable: sentido del humor. Carmen me dijo que quería hacer publicar en España mi libro acerca del viejo Borges, que quedaría muy bien con una nota de María Kodama, a quien me pidió hablar, algo que nunca he hecho. Hace un tiempo, a través de un amigo común le envié a Kodama mi libro “Magos de América” en que incluyo un trazo a propósito de su esposo, que ella me respondió con un bello regalo: una serie de litografías inspiradas en el poema El Gaucho, del mismo maestro Borges. Le escribí diciendo que alguna vez la visitaría en Buenos Aires, pero el caso es que luego de vivir tantos años fuera de mi país, lo menos que quiero es salir, embelesado como estoy de todo. Vivo embriagado aquí de las cosas, diría yo. Ahora, cuando creo más en eso de que aquí se trata de hacer lo suyo lo mejor posible, que cada cosa tiene su lugar y su tiempo correspondiente aquí en la Tierra, cuando me parece prueba suficiente el que la agente literaria más poderosa del planeta puede perfectamente llegar a tocar las puertas de un viejo poeta en un lugar perdido de los mares del Sur; igual que antes se detuvo a fotografiar a un joven escritor chileno en la Ciudad de México que, como ahora, sólo estaba dedicado al ejercicio del oficio de escribir para, algún día, llegar a la dignidad que otorga la práctica y el tiempo, lo que he visto en Nicanor Parra, que no necesita probar nada a nadie: ahora cuando sus lectores creemos que tiene más que merecido el sitial único que ocupa en la literatura universal, algo que a él lo tiene sin el más mínimo cuidado. Al irse hoy, dije un comentario cantando al tamaño colosal de su obra, preguntando él a su hija, asombrado: “¿Oíste lo que dijo?”. Colombina reía, y le dije: “eres una estrella”, y el poeta creyó que le decía a él, rectificándome de inmediato: “yo no, mi hija es una estrella”. Le respondí: “A ella me refería, respetado Nicanor, tú no eres una estrella. Tú eres un inmortal”. Se fue muy contento, riendo. *Fragmento de “Susurros de Chile”.
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