El mundo que amo, Dos fragmentos de Waldemar Verdugo Fuentes

 

1

Aquí estoy, el mar verde desde mi ventana se extiende hasta mi silla con precisión; en una línea recta en el horizonte figuras lejanas de nubes semejan barcos detenidos dibujando hacia lo alto el cielo dorado de la tarde. Desparramado como los hombres de mar en el paisaje terrenal al llegar a cierta edad con mi alma dispuesta al silencio que es quebrado por mi perro Obama que ladra a las gaviotas, pienso en el amor no duro en la vejez habiendo corrido tantos rieles mientras la cantina en la cima de los acantilados cercanos, con su ventana iluminada de música y carcajadas cómplices, miran afuera hacia donde terminan los rieles destruidos, son rostros a los que se podría herir muy fácilmente. Le sonrío a Obama que me trae su pelotita queriendo jugar: le lanzo su pelotita, me prendo un cigarrillo, suspiro y me levanto sintiendo que aún en el tiempo mi cuerpo se sueña eterno; veo a la orilla del mar florecidas las lavandas azules con las hojas todas volteadas hacia el sol tardío, caen unas mientras vaga tu voz por entre las hojas quebrando la superficie de la tierra redonda, justo ahora cuando pensaba haberte dejado en el olvido. “Hablarme no te hace ningún bien”, te respondo al teléfono. Solo es que dejamos de oler la fruta, de amar las plantas porque nuestro pulso no luce igual bajo la piel, “lo tuyo son solo recuerdos de hace años”, digo como hablando un lenguaje de palabras minúsculas cuando caigo en cuenta que eres tú quien me hablas: yo estaba solo, hacía un año que habías muerto y ahí estabas, con tus historias de mirar juntos las estrellas, con tu palabrería que destroza el corazón, con esa tu forma de mostrar que la felicidad existe aunque no es que no se pueda ser feliz estando solo: igual la felicidad existe porque es bella el alma del mundo a pesar de tu hipócrita manera de invocar tu profesión oscura aunque ¡Dios mío, sé que no tienes un corazón duro! Y al fin todos decimos a veces malas palabras, “si igual junto a ti me parece que el mundo se detiene, que ni importa si hay una hecatombe o mal a la puerta”, te repito esto que sueles repetir, “eres lo que existe y no existe”. Solo es que ahora estoy navegando en mi bote de remos donde a duras penas hay espacio para yo mismo y mi perro. Ando, es cierto, no muy adentro en las aguas olorosas de algas remando al ritmo del palpitar despaciolento de mi corazón, dejando a ratos mi bote libre mientras orino al océano sintiéndome relajado después de eternidades de tensión, como el viejo Borges riendo cuando alguien le decía maestro. “Tú tienes el sentimiento bueno, y con tu dote no te faltará”, con tu mirada de Kin-Kong, por la ventana del hotel, observando a Fay Wray, de enorme ternura, desvalido amor. O con tu actitud a veces de Joan Crawford, con un cigarrillo en sus labios metida en la bañera, y tu gesto ese que haces al fumar, con tu sonrisa de seguridad y tu mirada de lascivia. “Ahora te dejo, me reclama Obama volver a tierra firme”, pero solo quiero jugar con él a la pelotita, antes que la noche haga penetrar sus velos junto con el primer aullido de las lobas pariendo abajo en los acantilados, mientras descifro lo que vivo.

2

Extrañado, fui donde uno de los hombres sabios chilenos y le pregunté: -¿Cómo es posible que se metiera ese elefante en mi pijama? Y me dijo: -Antes de responderte, dime tú primero, ¿qué es más importante? ¿Qué abras la puerta y veas a un dragón? ¿O que abras la puerta?

(Dos fragmentos del libro “El mundo que amo” ISBN 978-956-358-462-2)

 

 
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