EL LADRÓN DE CEREZAS, novela de Max Valdés Avilés |
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Por Anibal Ricci
Max Valdés no sólo demuestra fluidez en su pluma sino que estructura sus relatos buscando modernidad y situándonos como espectadores privilegiados de sus anécdotas, que en sus dos últimas novelas han girado en torno a ese mundo oculto que se disimula al interior de nuestras familias. Ya al comienzo, se insinúa que no se sabe si lo que viene a continuación corresponde a una fábula con moraleja, o quizás se trate de una historia real, más difícil de comprobar, perteneciente al universo de la leyenda. El amor que podría hacer funcional a esta familia está radicado en la madre, amor dulce y desinteresado, que curiosamente muere de cáncer apenas comienza la novela (primer nexo entre amor y muerte). La historia es narrada en primera persona por Ramiro Aldea, hijo único, a partir de su infancia transcurrida en un colegio perteneciente a una congregación religiosa, hasta la entrada en la adultez de los primeros años universitarios. Su mundo adolescente está plagado de simbología religiosa: Angélica (el demonio), orificio del cuarto de visitas (pecador), cuento del ángel (salvación), su padre (estatua de sal). El padre de Ramiro se acuesta con la mejor amiga de su madre, justo en el cuarto de al lado, mientras ella está moribunda y recibiendo la extremaunción, lo que delata su perversión y carencia de amor (relación con las ciudades de Sodoma y Gomorra). Ramiro Aldea cesa su leyenda teñida de fábulas diciendo: “He llegado al final de un camino clausurado”. Se refiere a la falta de afectos que recibió en su niñez, a la ausencia de su madre, al horrible acto que acaba de cometer, a la imposibilidad de ser feliz. Los personajes vivos son aquellos que han vendido su alma, en cambio, la madre de Ramiro respira desde el cielo durante todo el relato, cuida a Ramiro con sus tesoros escondidos y su foto omnipresente aludiendo a su amado “ladrón de cerezas”. La palabra A-MOR podría significar “desde la muerte” al tomar por separado la definición de sus sílabas (para amar habría que morir primero). Se trata de una leyenda urbana que relaciona los conceptos de amor y muerte, al igual que la interpretación de “sin muerte” (a-mors) que no corresponde a una definición etimológica, sino que circula de boca en boca, y situaría al amor como algo que trasciende a la muerte. La idea de que la única manera de vencer a la muerte es a través del amor navega por toda la novela. El problema es que todos los personajes de esta novela están más muertos que vivos, sobreviven gracias a sentimientos de dudoso calibre como la rabia, la compasión, el odio y la venganza. Viven en un limbo, más bien en un purgatorio, sin ninguna posibilidad de expandir sus vidas más allá de las miserias cotidianas. Quizás si el único miembro amoroso de esta familia es el abuelo, quién también debe sucumbir, primero a las persecuciones de la dictadura, y luego al hambre y la pobreza. Las otras familias no dan lugar a la esperanza: Ana Magdalena es torturada por su propio padre y luego es dada en adopción; Margarita tiene un hijo no reconocido por Saadi (el mejor amigo de Ramiro); y este último termina solo y despedazado por una bomba. La mayor parte de la acción transcurre en las cercanías del Cementerio General, lo que da cuenta de un panorama desolador, teniendo como telón de fondo a los desaparecidos de la dictadura de Pinochet. Es una historia de abandonos. Uno a uno, Ramiro va contando a las personas que se alejan de su lado, y lo van dejando solo, encerrado en un sótano “tapando con tierra (o basura) como siempre se ha hecho en la historia de los crímenes”. Lectura
ejemplar donde hay escaso espacio para el humor. Nos enfrentamos a
una tragedia griega, donde según las palabras del propio Ramiro, sin
amor está “condenado a las tinieblas”.
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