A propósito de «El Fotógrafo Belga», novela de Ricardo Cuadrosa


por Adolfo Pardo

Los libros como las personas no son todos los días iguales. Y dependiendo de la hora en que uno los abra se comportan de distintas maneras. A las diez de la mañana un libro puede fastidiar y un cuarto para la once de la noche despertar gran interés. Y a las cinco de la madrugada, antes de que comiencen a cantar los pájaros, el mismo libro puede espantarnos completamente el sueño y de nuevo adormecernos a la hora de la siesta. Los domingos amanecen diferentes que los lunes y así siguiendo.

Puede que esta introducción sea una bobada, pero es lo que me ha ocurrido con el último libro de Ricardo Cuadros, “El fotógrafo belga”. ¿Pero hablo de libros o de mis estados de ánimo? Las dos cosas supongo, porque ¿no somos los lectores quienes damos vida a los libros que mientras reposan en la biblioteca es como si estuvieran hibernando? Además, tampoco los libros son iguales cuando los abrimos a los quince años que cuando los leemos a los cincuenta y releemos a los sesenta.

Lo mismo me pasó años atrás con Adán Buenos Aires la, para mí, obra cumbre del brillante Leopoldo Marechal y para algunos una de las más excelentes novelas escritas en Latinoamérica durante el siglo XX. Un libro que en mi modesta opinión aun está por descubrirse o redescubrirse.

Podríamos decir también que los libros, como algunas mujeres, no admiten entregarse a la primera. Coquetean con el lector y solo aceptan revelar sus encantos después de varias rogativas. Abren y cierran sus páginas, nos sugieren una frase o unas palabras y luego se retiran a sus cómodos anaqueles, donde muchas veces son alcanzados por la humedad y el polvo antes de encontrar un lector digno de sus historias.

Algo por el estilo me ha sucedido con esta novela de Ricardo Cuadros. Demoré su lectura cerca de dos meses y algunos días estuve por renunciar, pero ya fuera en el baño o desde el velador “El fotógrafo belga” siempre se las arregló para enviarme alguna señal que me hacía reabrirlo y continuar la lectura.

Pero este libro, como su evasivo hablante, aun después de haberlo leído entero se resiste a revelarnos todos sus secretos y deja al lector intrigado y pensando por qué Waldo Pereira, su protagonista y narrador, se empecina hasta las últimas consecuencias en arruinar su vida, en circunstancias que, según nos informa, sin pretenderlo en Barcelona se convierte en un triunfador.

Al principio, o cuando comienza el relato, nuestro protagonista vive en Ámsterdam y como ayudante de una fotógrafo de renombre perfecciona su arte y se gana la vida regularmente bien. En esa ciudad tiene un buen amigo de origen peruano, Pecos, quien valorando el trabajo de Pereira, envía sin prevenir al autor algunas de sus fotos a una revista especializada, lo que después le significará a Pereira un reconocimiento importante y le abrirá las puertas de una promisoria carrera.

También en Ámsterdam Pereira conoce y vive un intenso romance con una compatriota (chilena como él) de nombre Mónica, pero cuando todo parece perfecto, como es habitual, esta relación terminará por fracturarse.

Mónica regresa a Chile, donde tendrá un hijo, que pudo ser de Pereira, pero cuyo padre es un hombre mayor en quien Mónica parece buscar refugio y compañía a falta de un amor mejor.

Desconsolado Pereira también abandonará Holanda para instalarse en Barcelona, donde a raíz de las fotos publicadas gracias a su amigo Pecos se descubre su excepcional talento y llega a convertirse en un profesional destacado.

En esta ciudad española Pereira tiene un segundo amor. Ahora con una joven y esbelta prostituta de origen lituano: Karilé, quien merced al amor y los contactos de Pereira logra abandonar la calle para reorientar su vida como modelo.

Este personaje es para mi gusto muy seductor y Pereira parece pensar y sentir lo mismo. Sin embargo, y aunque ella lo ama, terminará dejándola para continuar un periplo infernal.

De Barcelona, y cuando está alcanzando cada vez mayor éxito, Pereira viaja a Santiago de Chile, se entrevista con un hermano y junto a él viaja a Concepción para visitar a sus progenitores. Un padre abatido y una madre que desde hace muchos años se encuentra postrada por una enfermedad mental. Una forma de locura que la atacara súbitamente cuando Pereira aun era un niño y vivía con sus padres.

Este hecho, el horror de la locura de su madre, anticipado por el narrador en sus diálogos en el lecho con Mónica, pareciera explicar la vorágine auto destructiva de Pereira, al menos en parte, pero nunca podremos conocer cabalmente las razones por las que finalmente decidirá perderse en el desierto del África del norte.

Después de muchos años en Europa, en Chile, como en todas partes, Pereira es un extranjero y abandonará el país lo antes posible, no sin antes reencontrar a su amor holandés, Mónica, quien al parecer aun lo ama, aunque ahora ella es una mujer ya madura, con varios kilos demás y madre de un niño, y por quien nuestro protagonista ya no siente la pasión de antaño.

Pereira, en lugar de regresar a Barcelona, donde lo esperan amigos y negocios y eventualmente la bella Karilé, se dirige al África con el pretexto de visitar la tumba de Jean Genet en el cementerio cristiano de Larache, norte de Marruecos, donde el autor francés habría pasado sus mejores años y elegido ser enterrado.

En África, dedicado a escribir a mano, Pereira consume sus últimos ahorros comiendo y alojándose en lugares muy modestos, y cuando se termina el dinero no trepida en vender sus dos cámaras fotográficas profesionales porque ya la fotografía ha dejado de importarle.

Habla un par de veces por teléfono con su amigo peruano, que continúa en Ámsterdam, y quien lo insta a regresar a la civilización, a su promisoria carrera, pero ahora a Pereira solo le interesa escribir para narrar pequeños incidentes en esos poblados perdidos, en la compañía de algunos lugareños miserables.

Al final sabremos que lo que él escribe corresponde al texto que estamos leyendo, como en “El Manuscrito encontrado en Zaragoza” y otros libros que mediante este recurso agregan verosimilitud al relato.

Lo último que sabemos de Pereira, o que Pereira nos informa, es que lleva una vida errabunda en esos pueblos postergados, Zagora, Tangourit, M’Hamid.

Finalmente leemos que Pereira se abandona a la muerte dejando como única herencia 19 cuadernos escritos de su puño y letra que a la postre llegan a las manos de su amigo peruano y luego a las de su viuda, Sandrine, quien los guarda varios años para en definitiva regalárselos al autor, Ricardo Cuadros, quien decide publicarlos en la forma de este libro enigmático que en el 2006 edita Ril Editores, misma editorial que antes publicara de este autor las novelas “Orientación de Selva”, en 1993, y “Constelación del Monte”, en 1996.

Como decíamos al comienzo “El fotógrafo belga” es un libro que no se deja digerir a toda hora y que requiere de una lectura atenta si queremos descubrir el misterio que esconden sus 280 páginas de texto apretado y meticuloso.

 
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