Destellos
(O el resurgimiento de una moneda de luz…)


por Juan Mihovilovich


Autor: Roberto Contreras Olivares.
61 páginas. Mosquito Comunicaciones 2015.
“Es ella una fugaz llamarada desde la misma noche que los signos enciende.” (Intermediario)

(Un destello es un fenómeno lumínico que consiste en una explosión de luz rápida, centésimos de duración, de poca o mucha intensidad. También se denomina destello a un rayo sobresaliente de luz. Estos destellos son más habituales, ya que se producen cuando la luz de un cuerpo lumínico, que es bloqueada por otro cuerpo opaco, es captada por el ojo humano. )

Este libro habla o enseña a descubrirnos en el reflejo, en ese estallido de luz que enciende la pupila y nos convierte en seres luminosos, por un instante, en el brevísimo parpadeo del ojo que luego ya tiene en su interior otra imagen, la relevancia de los seres y las cosas, el transido paso de las horas muertas, la travesía de un estadio a otro de la vida humana.

Si, Destellos es la propuesta de mirar a nuestro alrededor a partir de la idea subyacente de lo que somos. No de lo que parecemos. Ese lado no visible que surge como un relámpago en la conciencia humana y que nos desviste de la ilusoria forma en que somos contenidos. Luego, las palabras de Roberto Contreras transitan por los deslindes de un sueño propio, personal y que, no obstante la fugacidad de la existencia, nos convierte en pasajeros eternos de un solo momento: la apertura del ojo y los sentidos a esa visión que el racionalismo puro no entiende, que la lógica humana no comprende y que la deducción vuelve un estorbo.

Su poesía es la quietud activa de lo infinito puesto entre los dedos, en la percepción inmediata que se recibe como un resplandor y luego se subsume uno en él como si nada más tuviera sentido. Las palabras son el señuelo de lo oculto, la exteriorización fugaz de una eternidad que se vislumbra a ratos, cuando se mira una ciudad como Valparaíso desde las alturas o se vaga a ratos por el río Calle Calle en Valdivia. La porosidad ambiental, luego, surge con el discreto encanto de lo sublime. Es posible atestiguar sobre el mundo. El poeta es ese testigo. Pero no es neutral; asoma su cadencia mínima hacia la dilatación de lo infinito. De otra manera ¿cómo se explica aquél epígrafe del inicio del texto? “La física cuántica describe que una micro partícula puede estar en más de dos lugares a la vez y que, al instante, recibe los estímulos aplicados a otra en los confines de la galaxia.”

Entonces, solo entonces es posible atesorar la imagen inicial: …/Simplemente /abría mis poros /y un sonido leve/ se deslizaba/ desde la última estrella/ (Intuiciones). O bien, ya más adelante: “/Huellas que nadie ve/ desaparecen/ destellos/ luces en la ciudad/ la sombra de los árboles/ que aún refleja el río/. (Navegaciones). O, por último: “/Cruzo estaciones/Y de este fulgor que poco sé/ me estoy muriendo.” (El moribundo)

Hay un desgarro interior, una súplica que pareciera tardía, pero que mirada en perspectiva nos alumbra. El propósito de esta poesía no es otro que hacernos ver la gratuidad de nuestra insignificancia, en un gesto, un movimiento, en la conciencia de ser único y solo, y en la paradoja de no ser nadie sin el otro. De ahí que el anhelo de la frase busque la identidad perdida en quienes se suceden algo transidos en la monotonía abisal de las ciudades: “/Vivo en Ñuñoa/ Yo el mortal/ habito/ tras la luz de un paladar/ entumecido/ por fatigosas tareas/.”(Existencia).

He ahí al individuo colocado en la extensión abrupta de lo cotidiano, esmerándose en no ser asfixiado por la vaciedad y apuntando con un índice intangible hacia las formas ocultas que lo predeterminan. Esa partícula lejana que se presiente dentro, que se anida como una rémora microscópica a un cuerpo que pesa y es liviano a la vez. Esa percepción del misterio que se anuda a la garganta para hacer creíble y maravillosa la angustia de vivir y no sólo sucumbir en el intento. Esa necesidad imperiosa de no quedarse atrás, doblegado por la simple reducción de la carne, constreñida a un espacio efímero, a la temporalidad manifiesta de los sentidos cuando desde esos propios sentidos emerge el cielo que no vemos.

Maravilla de las contradicciones. El poeta que nos sacude con su luz apremiante está más vivo que nunca. Adora el paisaje inmóvil, se enternece con la savia nueva de las hijas, se estremece con el aullido misterioso de la poetisa que abandonó su cómoda estadía entre los hombres para quedarse aprisionada de soledad entre los vivos: “/No había más/ únicamente la enceguecida luz/ la luz/ Stella/ de tu nombre/ y esa voz que/ nos hablaba desde un profundo pozo.” (Stella- A Stella Díaz Varín).

Los destellos de este libro son como el hilo visible de un cometa: dejan tras de sí un reguero hambriento de luz. Entre el vacío de una noche sombría se esparce el grito del mundo. Y ese grito sirve para encontrarnos. El viejo aullido de Ginsberg, el vestigio de lo que somos en Vallejo, la palidez lunar de un hospital perdido en Pezoa Veliz. Todas las armas de la poesía están vigentes. El destello nos enceguece un poco. Lo suficiente para desnudarnos ante un espejo que ya no refleja más nuestra prematura vejez. La luz es inmortal, a pesar de la mortalidad del viajero que hoy escribe.

Ese es un mérito. Ese es un mensaje. Ese es el viejo resplandor de no morir cada día, sino de renacer en cada inspiración y exhalación. A riesgo del cliché, el episodio continúa. El transito humano es apenas ese caminar tardío que nos envuelve en su cansancio cotidiano. Más allá el universo palpita. Y acá la poesía está viva. Y resplandece.

Eso es más que suficiente para creer en los ilusos de esta tierra, que todavía sienten que una palabra justa salvará al mundo, o al menos, que insinuará su destello bajo el firmamento.

 

 
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