De Literatura y Política


por Víctor Bórquez Núñez*


En estos tiempos de descrédito del ejercicio político en que vivimos, no parece descabellado plantearse la pregunta necesaria: ¿de qué manera se relaciona la literatura con la política? La política y la literatura se quiera o no, siempre van a estar ligada una a la otra; si nos centramos en el estudio de la literatura de los siglos pasados, veremos que en los escritos aparece la literatura política y de hecho muchas de esas grandes obras literarias fueron escrita por personas muy ligadas a la política porque consideraron que este ejercicio escritural era una posibilidad –magnífica- de superar épocas de oscurantismo y de desmedro de lo intrínsecamente humano.

Insistamos: ¿qué relación existe entre literatura, y política? Una muy estrecha. No obstante, la literatura no debería rozar la política, en el sentido literal: se la puede usar como material literario, pero no como una voz interna para escribir: eso ha conducido, en general, a malas obras o al fracaso. Porque en ese caso no se reconoce la necesidad del texto sino la de adaptarse o la de manifestar determinado discurso.

Partamos de la base que esta vinculación es, por esencia, una relación profunda y específica que se establece entre dos lenguajes: el que es propio de la literatura y el que le compete a la política.

Pero el tema es complejo, sobre todo cuando concordamos que ese nexo establecido entre ambos lenguajes, ambas maneras de ver y concebir el mundo, nunca resulta idéntico o unívoco. Algunas veces, la literatura utiliza hasta las formas más delirantes para referirse a los temas políticos, satirizándolos, ensalzándolos o describiéndolos en sus grandezas y sus bajezas. Por el contrario, rara vez el ejercicio de la política emplea la sutileza del lenguaje literario, ya esa por mezquindad o por pudor.

Si seguimos hilando fino, así como existe una ‘política de la lengua’, resulta inevitable la existencia de una política de la escritura y una política de la lectura.
Pero, vale preguntarse en qué forma lo político se nutre de lo literario, que equivale a plantearse el tema de cuál es la relación que se establece, acaso de manera inextricable, entre las prácticas políticas y las prácticas lingüísticas.

Porque más tarde que temprano, estaremos en el escenario de determinar cuáles son los efectos que la política produce a través la literatura, digamos los efectos políticos que genera un texto literario. ¿O acaso alguien podría negar a estas alturas que la Biblia, libro de los libros, no resulta un texto eminentemente político en su más pura acepción?

Una de las grandes preocupaciones de la literatura del siglo XX fue, por cierto, la ficción de intentar representar la política por medio de un lenguaje altamente simbólico y figurado, en donde llevó la bandera de lucha –permítase la figura- la poesía, con su carga de generadora de tensiones y desmadres en el empleo de la lengua.

Sabemos que para la poesía la política no consiste meramente en representar, es una manera efectiva de interpelar, cuestionar o recusar no solamente los usos de la lengua que el poder impone sino además, y esencialmente, sus sentidos y sus formas.
Hay una suerte de convicción respecto al poder de emancipación que posee la poesía en el seno social, sobre todo por su sorteo permanente respecto de las normas establecidas, por su desapego a las manera autoritarias, por su vocación en síntesis de querer dar libertad a las palabras para construir (o reconstruir) una sociedad capaz de evitar la limitación, ampliando sus propias posibilidades significantes.

Sabemos que durante toda nuestra accidentada historia la relación conflictiva y a la vez amorosa entre literatura y política es al menos tan antigua como esos dos campos –cuya separación, por otra parte, es un invento de la modernidad–. El conflicto, sin embargo, está ya al rojo vivo en ese género que pasa por ser el origen mismo de la literatura occidental, la tragedia griega.

¿Acaso Platón no aboga por la expulsión de los poetas de su ciudad ideal? Desde La República hasta el concepto sartreano de una literatura “comprometida” o las duras polémicas entre Adorno y Lukács o Bertolt Brecht, el problema se plantea una y otra vez. ¿Cuál es la solución? Ninguna. No existe. Y es más que simbólico que esta problemática haya nacido, justamente, con la tragedia.

Podemos parafrasear a Lévi-Strauss y su maravillosa definición acerca de qué es el mito: la resolución en el plano de lo imaginario de los conflictos que no tienen solución en el plano de lo real.

Así, la literatura de ficción o la poesía permiten otras vías de escape que están mucho más obstruidas para la filosofía o las ciencias sociales: un filósofo –perdón: ahora se dice un “pensador”– trabaja directamente con ideas a las que él supone verdaderas; no tiene, por lo tanto, el recurso estilístico de hacer hablar a un “narrador”, o a personajes ficcionales que no necesariamente representan el punto de vista del autor. Pero eso no significa que el autor de ficciones no tenga un punto de vista propio, un punto de apoyo político.

¿Qué queremos decir con todo lo anterior? Que el problema del escritor es político y no “literario”. ¿Será la libertad la raíz del ser humano la que lo liga al ser y la verdad?

 

* periodista, escritor, académico del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Antofagasta.

 

 
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