Canas verdes , de José Tomás Labarthe

 

 

por Luis Herrera Vásquez


En una conversación con Juan Andrés Piña el año noventa, Nicanor Parra señalaba que antes de irrumpir con Poemas & Antipoemas el año cincuenta y cuatro, lo que llamaba su atención, sobre todo leyendo La Antología de poesía chilena nueva, era por qué los poetas hablaban de una manera y porqué la gente lo hacía de otra. A Parra le parecía que ahí había gato encerrado, que lo natural, por supuesto, era que los poetas hablaran como habla la gente, es decir: había que expresarse en la lengua de la tribu.
Esa lengua de la tribu sobrevive en Canas verdes del poeta José Tomás Labarthe.

“Aún lo recuerdo en ese cerro de La Reina
Una tarde que me raptó para una importante misión secreta,
Un supuesto pacto de confianza que debía
por siempre
permanecer guardado entre él y yo.
Y para sellar el trato realizó un acto de pantomima
-mi iniciación en el mundo de la ilusión-:
Con una mano cogió el dedo gordo de la otra
Y tras un pase extraordinario el dedo gordo desapareció”.

Sin metáforas accesorias, sin imaginerías lingüísticas barrocas, el poeta nos sitúa en un tiempo y espacio mínimo y secreto. Íntimo. Propio. Identificable por cada uno de nosotros, porque repercute en nuestro propio lenguaje como una experiencia que puede también estar alojada en nuestros recuerdos. Si bien es cierto, los poemas son variopintos, cada uno de ellos busca con precisión detenerse en un punto mínimo: un comentario en la calle, acordar un reencuentro, un proyecto efímero, una frase que surge al voleo desde lo más recóndito del animal salvaje que es la letra:

“Perdón Gato Tom
Mi amante tiene
Lo que tú no”

Otro:
“Se
Busca
Mujer peligrosa
Como alfiler
Lanzado al aire”

Otro:
“Fue un segundo:
Recordé tu sonrisa
Y me quemé la lengua con la sopa”

En el juego de rescatar la sensación nula, el sentimiento breve, el significado impronunciable, Labarthe se alinea en un tránsito que ha ido desde un Huidobro que ha buscado “crear” con el lenguaje, un Parra que ha rescatado el lenguaje de la tribu, un Lihn que ha cuestionado el lenguaje, un Lira que ha pop-articulado el lenguaje, hasta ubicarse en una vereda cercana a un Bertoni que, desde el haikú japonés, busca captar lo mínimo de la rutina. Una rutina en ocasiones sorpresiva, en otras, aterradora. Una rutina que en su propia cotidianeidad, nos presenta los fragmentos concisos de ese relámpago del que hablaba Heidegger, pensando en Hölderlin.

“la lengua
Quiere rozarte y lamerte
Como al cerrar el sobre
La carta”

¿Dónde se esconde ese relámpago? ¿En la lengua o en la carta? Lo que recrea el lector, ¿Dónde se guarda? ¿Junto a la palabra “lengua” o junto a la palabra “sobre”?
Aquella extraña sensación de desasosiego que surge ante versos como los expuestos se manifiesta de manera repentina, incalculable e intangible. Un relámpago, insisto, en nombre de Heidegger. Algo que se escribe como una luz, algo que se ve y no se ve, algo que ocurre, pero nunca es presente: cuando surge la conciencia del poema, el poema ya se ha ido. Y ese camino tan bien trazado por Bertoni o Lihn, es recorrido por Labarthe.
Vuelvo a Lira. Vuelvo a la ironía pop, al artefacto industrial, a la performance:

“Finalmente los poetos
-siempre en posición fetal-
Cogen sus pulmones
Y los desenrollan
Y se los cuelgan encima
Como cinturones de seguridad”

Otro:
“ Sopla el pito po árbitro
pero sóplalo despacito
No servís ni para peinarte
Uy ni pa peinarte
Loíno mamón”

En la intervención del objeto poco poético –cinturones de seguridad u otros- el poema recorre un abismo. Por un lado la supremacía del mundo de la tribu, por otro la banalización de la poesía. El límite, siempre difuso, entre un desarrollo poético o un error escritural, en la utilización de estas imágenes es lo que ha llevado a gran parte del escenario poético actual al fondo del despeñadero. Labarthe mantiene la sutileza, cuando el balón poético pareciera perderse por la línea de fondo, el hablante lo recoge y lo reincorpora al campo de juego. Más aún, el diálogo popular de un partido de provincia se transforma en un trabajo lírico enigmático, a la manera de Duchamp que toma el objeto cotidiano y lo instala en una galería de arte, el poeta toma el diálogo pobre, vulgar y lo instala en un marco celebratorio adquiriendo una magia que no podría tener en la galería.

Para finalizar, destacar que detrás de todo narrador puede haber un buen poeta, así como detrás del buen poeta Labarthe puede haber un gran narrador. Parte importante de canas Verdes está escrito en un código narrativo. Sin distinción de géneros, el poeta hace de la narración un acto poético, en sintonía con el rescate casi fotográfico de los acontecimientos cotidianos, sea una biografía, sea una secreta misión, sea la casa de Jorge Teillier, el hablante tiñe las narraciones de relámpago, generando una cálida simbiosis entre la atención del relato y el brillo del poema.

 
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