Al trasluz de la Merced

 

Por Juan Antonio Massone

 

 

Las páginas misceláneas que siguen tienen un modesto propósito: participar en la celebración de los inminentes 800 años de la Orden de la Merced, especialmente de su presencia en nuestro país, lapso que comienza en 1535, cuando los religiosos Antonio Correa y Antonio Rondón acompañaron a Diego de Almagro durante su malograda incursión en tierras chilenas.

En esta oportunidad deseo recordar algunos aportes de los mercedarios a las letras en Chile, como también el de su presencia en la evocación de algunos escritores.

La noción de literatura más difundida admite, casi exclusivamente, los formatos creativos lírico, narrativo (cuento y novela), dramático y, más dificultosamente, el ideativo, representado por el ensayo, en sus dominios y pertenencia. Es así como las otras formalizaciones que podríamos mentar fronterizas respecto de la historiografía, como lo son: crónica, tradiciones, leyendas—quedan fuera del canon literario habitual. Y ni qué decir de los epistolarios.

Sin embargo, en un sentido más amplio, los mencionados formatos de las letras conocen de un desarrollo muy especial, cuanto necesario de considerar; su existencia ha sido y es importante en la formación y memoria de las comunidades e instituciones, puesto que han contribuido al crecimiento de éstas y al mantenimiento de un patrimonio indispensable de tener en cuenta en el decurso de los siglos.

Las órdenes y congregaciones religiosas se han distinguido—más antes que en el presente—por un quehacer intelectual y artístico de indudable mérito, amén del más específico inspirado en sus respectivos carismas.

Este trabajo pretende dejar constancia y gratitud hacia una institución que, desde los albores de nuestra historia en castellano, ha ofrecido numerosos aportes en bien de la sociedad; quiere asomar, también, a quienes no están familiarizados con la bibliografía eclesiástica, ingente labor ésta que, de ser desdeñada o desconocida, dejaría trunco el recuento cultural de nuestro país.

La literatura castellana ostenta, entre algunas de sus cimas, varios nombres y obras de calidad eminente, cuyos autores fueron religiosos. Baste la mención de algunos ejemplos cimeros: Fray Luis de León y Pedro Malón de Chaide, agustinos; Alonso de Ovalle y Baltazar Gracián, jesuitas; Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, carmelitas; Sor Juana Inés de la Cruz, jerónima.

El escritor de mayor renombre habido en los claustros de la Merced corresponde a Fr. Gabriel Téllez, más conocido por el seudónimo de Tirso de Molina (1579-1648)—la fecha de nacimiento está en discusión--, cuyo enigma biográfico han destacado los estudiosos del dramaturgo. Mencionar a Fray Gabriel es indispensable en una ocasión como esta, cuando su familia religiosa se apresta a cumplir ocho siglos de existencia. Quizás debería mentar dicho lapso con el abundante guarismo ochocientos años, pues lo siento más fiel respecto del extenso peregrinar en el servicio del Señor, observado por La Merced, en su auxilio y enseñanza de tantos en sus claustros y colegios.

Dramaturgo del Siglo de Oro, Tirso de Molina se avino a los preceptos literarios de Lope de Vega. Las obras de su creatividad son numerosas. Nos detenemos en algunos de sus rótulos: La prudencia en la mujer, El vergonzoso del palacio, Marta la piadosa, Don Gil de las calzas verdes, El condenado por desconfiado—aunque se discute la autoría de este drama-- y, desde luego, El Burlador de Sevilla o el convidado de piedra. Con esta última alcanzó la cima dramática, en el enfrentamiento entre don Juan Tenorio y don Gonzalo: protagonista del mundo y antagonista del más allá.

La irreverencia de Tenorio, su desparpajo y osadas perpetraciones, los desbordes de su yo insolente, pero también la temeridad de sus desafíos, conquista relevancia su carácter dotado de intensidades inauditas. Por ímpetu no se queda don Juan. Y su personalidad y conducta han sido motivo de recreaciones y de análisis: José Zorrilla, Ramiro de Maeztu, Gregorio Marañón, entre tantos a quienes les resultara fascinante y de interés este personaje, escribieron páginas inolvidables a la sombra del gran burlador.

Pero Tirso caló en la sicología de sus caracteres, como un conocedor de las contiendas del alma—el confesionario le ofreció testimonios y actitudes variopintas en este respecto—; dotó de rasgos muy vívidos la fisonomía interior de los personajes. Diálogos y parlamentos rezuman frescura, dinamismo, claridad de propósitos. Plantea los conflictos, aviva la trama y sabe dilucidar los embrollos, en cuyas sinuosidades comparecen vicios y virtudes perennes de nuestra humanidad. De la galería de las personas dramáticas con que teje el hilo argumental de sus obras, las mujeres se llevan las palmas.

La reina, en La Prudencia en la mujer, reflexiona acerca de las aparentes grandezas de la corte y del lastre que exige sobrellevar el ejercicio del poder, entre muchos ardides y engañosas lisonjas, aumentadas por su condición de regente y custodia de su hijo, heredero de la corona.

Yo gozaré con descanso

Lo que mi quietud desea:

El sosiego de la aldea,

Su trato sencillo y manso,

Las verdades que en palacio

Por tanto precio se venden,

Las palabras que no ofenden,

La vida que aquí despacio

Con tiempo a la muerte avisa,

El quieto y seguro sueño,

que en la corte es tan pequeño

como su vida de prisa.

No sé cómo encarecemos

El contento que recibo

De ver que ya libro vivo

De engañosos lisonjeros,

De aquel encantado infierno

Adonde la confusión

Entretiene la ambición

Con el disfraz del gobierno.

¡Gracias a Dios que he salido

De aquel laberinto extraño,

Donde la traición y engaño,

Trocando el traje y vestido

Con la verdad desterrada,

Vende el vidrio por cristal!

¡Oh carga del trono real,

Del ignorante adorada!

La alegre vida confieso

Que sin ti segura gozo:

Fernando, que es hombre y mozo,

Podrá sustentar tu peso;

Que no poca hazaña ha sido,

Siendo yo flaca y mujer,

El no haberme hecho caer

Diez años que te he traído.

 

(Acto tercero, escena octava)

 

Las comunidades religiosas están llamadas a renovarse permanentemente; en vistas de esa necesidad de saneamiento continuo, se empeñan en avivar sus fuentes nutricias. Consecuencias de ese constante retorno al carisma y de los nuevos desafíos que se les proponen, desarrollan la enseñanza doctrinal, las crónicas institucionales y las obras de espiritualidad, principalmente.

Desde su llegada a Chile, la Orden de la Merced tuvo presencia en los centros educativos de la época colonial: los claustros dominicanos y jesuitas primero, y, posteriormente, la Real Universidad de San Felipe.En un principio estuvieron representados por los profesos; al paso del tiempo se incorporaron algunos docentes de la Orden a las aulas del plantel universitario, entre quienes destacan los PP. Del Campo, Dolch y Aguirre.

Con todo, el nombre del P. Juan de Barrenechea y Albis (1656-1707) tiene lugar e importancia con su obra Restauración de la Imperial y conversión de almas infieles, obra del siglo XVII, inédita hasta hoy, constituye una de las primeras muestras novelescas, en nuestro país. El investigador José Anadón, quien ha estudiado con prolijidad esta obra, nos informa de la falta de los primeros folios del original. Propone otro título para el texto: Aventuras y galanteos de Carilab y Rocamila. De cualquier manera, el texto de Barrenechea constituye la primera novela escrita en América.

Uno de los ejercicios literarios mixtos-- debido a la escritura y posterior elocución del texto--, despierta en las piezas oratorias que, hasta mediados del siglo XX, contó con representantes en prédicas, misas exequiales, festividades litúrgicas, alocuciones patrióticas, etapas diversas de alguna edificación de templos, sobre todo, y agasajo de la vida religiosa, ya de una institución, ya de una persona.

Pero una efeméride tan relevante, como lo es la que nos congrega hoy, es motivo de comprobación en varios nombres ilustres habidos en las letras eclesiásticas e históricas de Chile.

Nos detenemos en algunos autores.

Importante tarea la realizada por el P. Benjamín Rencoret Flores (1822-1888). Fue un recolector de documentación mercedaria, que luego sirvió a otros estudiosos como fuente de consulta indispensable en el desarrollo de la escritura de la Provincia chilena, así como de la perteneciente a otros países americanos. Biografías de religiosos mercedarios; Crónica de la Provincia mercedaria ecuatoriana; Crónicas argentinas mercedarias; Documentos para servir a la historia de los Mercedarios en Chile.

Sobresale el aporte y presencia de Fr. Pedro de Armengol Valenzuela, O de M, (1843-1922), quien llegó a ser superior general de la Orden de la Merced.Su magisterio le llevó a preparar algunos textos de didáctica de la vida religiosa. El Mercedario instruido en los deberes de su estado (1899); Los regulares en la Iglesia y en Chile (1900); Las Constituciones de la Merced (1895); pero también conoció de entusiasmo por la etimología. Su Glosario Etimológico (1918) corresponde a un corpus de nombres de personas, animales, plantas, ríos y lugares, amén de vocablos incorporados en el lenguaje vulgar.

Fray Pedro Nolasco Pérez Rodríguez, O de M. (1869-1958) se ocupó, sobre todo, de la presencia mercedaria en América. Algunos de sus trabajos fueron: Los religiosos de la Merced que pasaron a la América Española; Los obispos de la Orden de la Merced en América; Conquista, población y civilización de Hispanoamérica, discurso de incorporación en la Academia Chilena de la Historia; y varios más.

El padre Policarpo Gazulla, O de M, (1876-1949), recuerda el nombre y la actitud de quien tuvo una especial devoción por su Orden. Varios textos dan fe de lo dicho. La Orden de la Merced en Bolivia (1912); Por el mundo de Colón (1920); y, especialmente, Los Primeros Mercedarios en Chile (1535-1600) (1918).

Prolífico autor de estudios, semblanzas y obras didácticas, el padre Miguel Luis Ríos, O de M, (1884-1959). Publicó libros de variados temas: Mercedarios chilenos en la Universidad y en las letras(1936); Necesidad de la psicología del niño en pedagogía (1931); Perfiles del patriarca (1935), trata acerca de San Pedro Nolasco; Tirso de Molina ante una hipótesis; bajo la dirección del padre Ríos se publicó “Mercedarios Chilenos”, con ocasión del séptimo centenario de la Orden, celebrado en nuestro país, en cuyas páginas participaron numerosos escritores nacionales y extranjeros.

Autor versátil el P. Luis Guillermo Márquez Eyzaguirre, O de M., (1890-1958). Viajero, estudioso y docente, publicó hagiografías, libros de viaje y de formación religiosa, piezas oratorias y literatura. Contundente y amplio el material reunido en Antología de Oradores y Escritores Chilenos, Tomo I (1925).

El nombre de Monseñor Carlos Oviedo Cavada (1927-1998), quien fueraarzobispo de Antofagasta, y años más tarde cardenal y arzobispo de Santiago, es el de un investigador indispensable en la bibliografía eclesiástica chilena. Los estudios y recolecciones documentales que se le deben son numerosos. Mencionamos algunos: Bulario mercedario del S. XIX (1974); Los obispos mercedarios (1981); El Capítulo de Chile de 1675 (1989); La Misión Irarrázaval en Roma (1847-1850); Los obispos de Chile 1561-1978 (1979); Los católicos y la política (1990). Importantísimo el impulso que diera a la publicación de los cuatro volúmenes del Episcopologio de Chile (1992). Trabajos suyos fueron conocidos en revistas académicas, tales como: Atenea, Historia, Revista chilena de Historia del Derecho, Anales de la Facultad de Teología, Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Anuario de la Historia de la Iglesia en Chile.

Al Padre Alfonso Morales Ramírez, O de M. (1926-) se debe una de las obras más importantes de la historiografía mercedaria: Historia General de la Orden de la Merced en Chile (1535-1831). Son de su autoría, además: Historicidad del espíritu del cuarto voto de la Mercede en América Latina (1982); La Orden de la Merced en la evangelización de América (Ss. XVI-XVII); María, Merced de Dios para los hombres; Espiritualidad mariano-mercedaria en Chile (1962); La Santísima Virgen de la Merced en Chile (Roma, 1988). Profesor de Historia, su memoria de prueba se intituló: Los Mercedarios en la Independencia de Chile (1958).

Quiero dejar constancia de una representante de la rama femenina mercedaria: se trata de sor Imelda Cano Roldán (19-1995), quien conoció cientos de textos y ordenó ingentes datos acerca de la mujer en la Historia de Chile, paciente esfuerzo que fructificó en el libro más completo acerca del tema, y cuyo título es: La mujer en el Reyno de Chile. (1981).

Puede aseverarse, sin exagerar, que la labor bibliográfica de los mercedarios chilenos sobrepasó las fronteras del país, en beneficio de sus hermanos de Orden sitos en otros países. Varias de las publicaciones mencionadas, hasta aquí, manifiestan un espíritu de cuerpo que rebasa el alcance exclusivo de la Provincia chilena.

Esta actitud revela una convicción de tenerse en cuenta, pues el sentido de pertenencia a una entidad no emana de estatutos ni de acuerdos, en primer lugar, sino éstos vienen a refrendar la energía espiritual con que antes se abraza una causa. Expresión de ello son los frutos de obras que mantienen vivo el patrimonio de toda empresa mayor: la memoria de su gente, los trabajos emprendidos, y, en el caso de una orden religiosa, las fuentes nutricias que le dieron origen, alientan su desarrollo en el tiempo y mantienen el fervor matinal de su razón de ser.

Los libros atestan de aquellas venturas y desventuras vividas en las etapas de cimas y de debilidad, tan propias como ineludibles en cualquier institución. Pero asisten, generosos, a entregar pistas, huellas, edificaciones y sinsabores de los tiempos. Jamás dejan de aportar antecedentes en el recuento institucional y aun en el de cada integrante. Al fin y al cabo, las corporaciones son más que la suma de sus miembros;más aún, si se trata de entidades de consagrados a una gran causa.

Pero un asunto es verse a sí propio cada quien; otro, el modo y el perfil registrado por los demás. La identidad que se es recibe complemento de la percepción ajena.

Un veloz recorrido a través de ecos coloniales y de otros más próximos en páginas de algunos tradicionistas, ofrece versátiles pinceladas acerca de la presencia mercedaria en Chile.

Al relatar de las festividades de Semana Santa, Aurelio Díaz Meza (1879-1933), autor de En plena Colonia, anota: “…las campanadas de la Merced anunciaban la salida de una tercera procesión que procedía de ese templo; —la de la Compañía de Jesús y la de San Agustín eran la primera y segunda procesión, respectivamente (N.del A.)— el anda principal era de la Virgen Dolorosa acompañada por San Juan. Los alumbrantes de esta procesión eran los carpinteros, los carreteros, carroceros, guitarreros y estriberos, en una palabra, los que desempeñaban oficios relacionados con madera, en recuerdo del Santo Madero de la Cruz; todos ellos vestían largas túnicas nazarenas de color morado las unas y rojo las otras, con una gran cruz negra al pecho y otra a la espalda. Estos alumbraban con “cera pequeña”, o sea, con velitas cortas y delgadas que ponían en “pisotes de palo”. Incidentes hubo en que los alumbrantes usaron de los “pisotes” como armas ofensivas”. (En Plena Colonia: 111).

Nuestro académico correspondiente por Curicó, don Óscar Ramírez Merino (1920-2004), cronista, escribió, entre complacido y apenado, su impresión de un lar maulino: “Chacabuco esquina de la Merced. Ahí está desde los días coloniales la plazuela de la Merced, el rincón más agreste y florido de la ciudad. Una pila central, en forma de cruz de malta, refresca el reducido rectángulo que es la plazuela. Los senderos interiores, retorcidos y caprichosos, discurren entre macizos de petunias; algunas palmeras y un viejo maitén cuelan el viento del sur que viene a favor del tránsito por calle Chacabuco…

Frente a la plazuela se levanta inconcluso y poco airoso el convento mercedario, cuya construcción fuera iniciada en 1752 por fray Tomás Taillebois. Hace más de cien años se confeccionaron unos hermosos planos para terminar dignamente el viejo templo; en ellos destacaba un esbelto campanil…”. (Cosas de Curicó, 1981)

Hermelo Arabena Williams (1905-2000), poeta, ensayista y narrador, quien fuera miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua, en San Felipe, escribió un extenso romance: “Habla la calle de la Merced”. En alguna de sus partes, dice:

“Si el templo de la Merced

Para mí es lugar sagrado,

Hay un jirón en mi senda

Que en mis recuerdos exalto.

En su contorno es pequeño;

Grande en su significado.

Es el que va de la calle

del Rey—hoy ya del Estado—

hasta la de San Antonio,

y que ha seguido llamando

el pueblo en tono expresivo

“Cuadra de los Mayorazgos”.

¡Cómo este breve jirón

del ayer me sigue hablando!

En él su prócer morada

y sus blasones alzaron

El Conde la Conquista

y otros títulos granados,

entre ellos los de Alcalde,

Los de Zañartu y Velasco.

De tanta noble mansión

Que mis sienes sustentaron,

dos desafían aún

la inclemencia de los años.

Tal la “Casa Colorada”

del sobrio Toro y Zambrano,

con su fachada de piedra

y sus balconcillos lánguidos.

El otro es el solar

en que murió el visionario

Presidente Manuel Montt,

empobrecido y amado”.

 

Refieren los versos muchos otros pormenores: desfilan personajes en sus recodos y dejan sombra de sones y silbos de peripecias, para culminar en ascenso de música bien acordada:

“Mas, irradiando este siglo,

surgió del Cielo un heraldo

que en sus alas melodiosas

suave consuelo me trajo.

Es la voz del carillón

con sus palomas de cantos

que al mediodía se esparcen

por los aires de Santiago,

entre las sombras de ayer

junto a mi calle pasaron”.

(Romances de calles viejas. Editorial Nascimento, 1975).

 

Del tradicionista René Arabena Williams (1899-1976), hermano de don Hermelo, quedó expresa constancia de la presencia mercedaria en varios capítulos de sus Mosaicos históricos (Editorial Nascimento, 1977). “La Merced del Cuzco y Diego de Almagro” es uno de los trabajos, sin que falten nombres yconsignaciones de la Orden en otros escritos, tal en la ceremonia de entrega de estandartes en la basílica de la Merced, sita en la ciudad peruana mencionada.

Como es sabido, las órdenes religiosas autorizadas por la corona española, a pasar a América, durante el siglo XVI, fueron las de: San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio, De la Merced y San Agustín. En la centuria siguiente se incorporaron los Hermanos de San Juan de Dios. Cada una de esas corporaciones desarrolló metodologías de trabajo catequético y educativo. Templos y conventos congregaron a la feligresía, brindándole acogida, organización y orientaciones; sin olvidar la importancia y efectos que tuvieron, puertas adentro, algunos acontecimientos históricos, tal el caso del proceso emancipador que dejó maltrecho al clero chileno, desgastado por la secularización de muchos de sus miembros, obligados a ello por los efectos de los dictámenes gubernamentales de la época.

Con todo, templos y claustros han estado presentes en los avatares de la historia. Ante la inminente batalla, en Rancagua, don Bernardo O´Higgins se valió de señales negras para anunciar a los realistas su decisión de luchar hasta el fin. Don Héctor González Valenzuela (1920-2016), cronista de la ciudad heroica y correspondiente nuestro, relata en un texto: “En lo alto de La Merced hizo colocar uno de los paños funerarios que se usaban en las ceremonias de la iglesia. En la misma torre, en el campanario de la Parroquia y en el techo del Cabildo, como así mismo en las trincheras, se colocaron banderas de la Patria Vieja, con un crespón negro”. (Rancagua en la Historia, 2012: 179).

A su turno, René Louvel Bert, autor de Crónicas y semblanzas de Concepción, correspondiente de la Academia de la Historia, anota lo siguiente: “Don Reinaldo Muñoz dice que cuando Valdivia fundó la ciudad y formó el Cabildo, Justicia y Regimiento, el 5 de octubre de 1550, venían con él dos religiosos de La Merced, los padres Miguel de Benavente y Antonio de Olmedo; se encontraron la repartición de solares y se dieron seis cuadras al padre vicario de La Merced para la iglesia y el convento; y a fray Miguel de Segura, una merced de chácara que después se hizo para dicho convento. Los mercedarios fueron los primeros sacerdotes regulares y los únicos religiosos que llegaron con Valdivia…”. Luego entrega noticia acerca de distintos templos mercedarios de la capital penquista. (Op cit. 1994: 142).

El escritor don Sady Zañartu (1893-1983), premio nacional de literatura 1974, cuyas obras más importantes recogen ecos coloniales, escribió en Santiago, calles viejas, una semblanza de la capital. Uno de sus capítulos lo dedica a la calle de La Merced.

Escribe: “Se pueden contemplar aún dos entidades del carácter social y religioso de la vieja calle de los mayorazgos: la Casa Colorada y el templo de los Mercedarios. La primera, al desafiar a los tiempos con el rojo revoque de sus paredes, afirma la inmortalidad de las conquistas castellanas que la hicieron después el baluarte de la emancipación de sus hijos; y la segunda, el atestiguar la eternidad de su Orden, al convertir en basílica el humilde templo colonial que fundara el capellán de Valdivia para gloria y prosapia de la calle de la Merced”. (Op cit. Ed.Gabriela Mistral, 1975: 77).

Probado interés ha despertado el carillón entre los escritores de tradiciones. La iniciativa de adquirir uno se debió al padre Carlos Infante, O de M, (1877-1935), en 1925. La acogieron los integrantes de la Orden Tercera de la Merced y algunos feligreses vecinos; tiempo después se recibió el aporte de la I. Municipalidad de Santiago.Traído desde Alemania, el carillón fue instalado en la torre norte de la Basílica. La inauguración fue el 15 de septiembre de 1928. Aunque sufrió algunas averías, temporalmente, en 1952, con posterioridad a esa fecha, ha continuado en funciones. Según informa el escritor Manuel Gandarillas (1904-1984): “El carillón consta de 24 campanas que corresponden a la ejecución normal, es decir, dos octavas de 24 notas, pudiéndose tocar cualquier pieza de música corriente”. Al carillón se le agregó un reloj de cuatro esferas.

Mención especialísima de ese conjunto de campanas armonizadas se debe a dos argentinos: Enrique Santos Discépolo (1901-1951), el autor de “Cambalache” y “Yira Yira”; y Alfredo Le Pera (1900-1935), aunque nacido en Brasil, famoso letrista que hizo dupla con Gardel. A Santos Discépoloy a Le Pera pertenece el legendario “Carillón de la Merced”, cuya letra repito aquí:

Yo no sé por qué extraña razón te encontré,

Carillón de Santiago que está en la Merced,

en tu son inmutable la voz de mi andar,

de viajero incurable que quiere olvidar.

 

Milagro peregrino

que encanto combinó

tu canto como yo

se cansa de vivir

y rueda

sin saber dónde morir.

 

En esferas del secreto de mi corazón

porque oyendo tu son la nombré sin querer.

Es así como hoy sabes quién era y qué fue

la que busco llorando y que no encontré.

 

Mi vieja confidencia

te dejo, carillón.

Se queda tu tañer

y al volver a partir

me llevo

tu emoción como un adiós.

 

Lo sagrado y lo profano, para decirlo con un título del rumano Mircea Eliade (1907-1986), son caras complementarias de lo humano, que tienen especialísimo domicilio en el afecto y en la recordación. Sobre la base de cualquier estímulo la memoria desata alusiones, enlaza pormenores, resalta significados y emprende su viaje a través de plenitudes y desabrimientos; pruebas éstos de inesperados enlaces y de sorpresivas resonancias perdurables. Pues, aunque suene a obviedad, la memoria es el doble, el activo caldero en donde se agazapa la vida con propósito de conservación y de recordar sus íntimos pasos; a despecho de lo efímero, todo indica que, en el ser humano, una vez no basta a su vivir que deja impronta y pulsa enigmático temblor; además de la evocación que se reitera, el anhelo suspirante y la aspiración de firmamento, latencias éstas que ansían continuidad de ser.

Los tiempos acaban por semejar un palimpsesto. Como en la memoria personal, la escritura más indeleble corresponde a los trazos más vetustos. He ahí el motivo de que las sombras posean una iridiscencia perdurable, a pesar del ruido, de la solicitación pertinaz y de la urgencia inmediata, tan propios de cualquier actualidad.

Santiago ha tenido en la voz de las campanas y en el carillón mercedario un especial horizonte de lejanos tiempos y de proximidad en sus convocatorias. Se llama desde los torreones para hacer presente el tiempo debido a lo sagrado, pues el tañer de las campanas constituye una música entre el cielo y el suelo: un puente de sonoridad, como si fuera voz, pregón y confirmación de la más alta pertenencia y del más insobornable destino. En su convocatoria, aviso y advertencia, las campanas expresan alegría, admonición y, --según advirtiera el poeta John Donne--, también doblan por cada uno de nosotros.

El escritor ruso Alexander Solzhenitzin (1918-2008) aseveró que cada vez que el ser humano escucha las campanas, bien puede pensar que Dios aún espera de los hombres.

¡Larga vida a la Orden de la Merced!

 

 

 
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