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TEILLIER Y LA SOCIEDAD CONTEMPORANEA


Del libro: "JORGE TEILLIER.
ARQUITECTURA DEL ESCRITOR"
de Hernán Ortega Parada

 

“Vida eterna posee solamente lo que nunca ha
existido” WILHELM STEKEL

No hay ubicuidad en la posición de este poeta dentro de la sociedad que lo rodea. Menos, por cierto, en los planos donde se desliza su juventud pensante. Toda su conducta y su modo de in-dagar y aceptar el mundo son directos, sencillos, ingenuos en el mejor sentido. El es, inexorable-mente, un producto de la ilustrada clase media chilena: en su forma de vivir –acertada o no-, en su mirada límpida hacia el segmento obrero indefenso, en su contemplación afectuosa pero distante de los pueblos aborígenes y, por último, en la aceptación tácita de las reducidas capas de poder econó-mico y político. Sus ambiciones están dentro de sí: allí se siembran, florecen y mueren. Sin embargo, al interior de su nivel, Jorge Teillier es una excepción en cuanto a idealismo, espirituali-dad y consecuencia.
Desde sus inicios en la vida activa como estudiante universitario y como ser independiente, él acepta el orden tolerable de los sistemas democráticos : toma las opciones de estudio, desarrolla sus inclinaciones literarias, accede a la carrera elegida, intenta seguirla y luego, rápidamente, gra- cias a sus contactos intelectuales, ingresa como funcionario a la Universidad de Chile. Se trata de un trabajo administrativo-creativo, justo cuando esta respetable Casa potencia la Edad de Oro del Siglo XX de la cultura nacional. Grandes rectores, profesores, intelectuales y artistas se han acogido dentro de su amplio espíritu humanista. La Universidad – a secas- es el Estado librepensador. Es el Estado que ha fortalecido a la clase media. O, al revés, es la clase media que recibió en sus manos las firmes herramientas del carácter y el conocimiento, para que cada uno de sus miembros pudiera mostrar que era persona, que era alguien. Y esto es materia que no pueden percibir las generaciones de fines de siglo, menos las del XXI. Es evidente que a partir del año 70 la clase media es sobrepasada por un movimiento eufórico, combativo, elevado por la demagogia y, honestamente, no preparado para el uso de un poder dogmático y rasante. Lo que sucede a fines del 1973 termina de liquidar la potencialidad organizadora y creativa de esta clase pequeño burguesa; es rebajada sin esperanzas y abatida junto a sus ideales humanistas, dentro de los cuales ella creció. Para apuntar algo rápido: los talleres literarios son suprimidos en los liceos porque las incipientes y cristalinas obras reflejan el dolor y la impotencia derivados de hechos trágicos que se van desatando por doquier y que entumecen los hogares. Aparece, o crece, una élite triunfalista que acomoda los recursos económicos, materiales y humanos a lo que ellos mismos denominan eufemísticamente “reconstrucción”; pero las clases trabajadoras son oprimidas por la fuerza y no reciben posibilida-des de trabajo, hecho que se agrava porque la educación y la salud se mercantilizan. La clase media sufre igual opresión, duplicada por la falta de comunicación y de representatividad propias. El des-tino de miles y miles de ciudadanos forja la diáspora que empobrece aún más la energía que solicita la autoreconstrucción moral y material del país. A consecuencia de estos males, la familia chilena –pequeño y noble átomo- está trizada a finales de siglo, lista para ser incorporada a una nueva sociedad globalizante en término de intereses que nadie comprende y que tampoco parece ser justa. Al acercarse el 2000, este pueblo ha sido víctima del “crack”, dejándolo con más de treinta años de atraso. El aislamiento, que prefiguraba nuestra propia ideosincracia y que asimilaba lentamente el símbolo humanista de una nueva Europa, fue exacerbado por la implantación de nuevas alambradas en nuestras fronteras, debilitándonos como país hasta un grado desconocido pero que se paga después. Por allí se ahonda nuestro desnivel tercer mundista; peor, como si el siglo XX no hubiera existido, como si del XIX hubiésemos saltado al XXI, y aquí estamos, individualmente solos, tal como lo estuvo Jorge Teillier.

A los 61 años de atormentada vida, el poeta se va. Es que fue un producto indefenso en medio del cambio profundo que experimentó la tribu. Y no pudo –o no quiso- sobreponerse. ¿Para qué? El lar de su infancia, destruído; sus padres, en el exilio; sus hijos, en Perú; la Universidad, des-membrada, torturada en el potro, para restarle capacidad de pensar y actuar distinto a las nuevas generaciones de profesionales (la dictadura prohibió el estudio de la Sociología); medios de comunicación ahogados y otros reducidos al poder en base al chantaje económico. Todos, en silencio, aceptan el destino: el grupo dominante, que ha recibido con escaso pago una gran tajada del patrimonio del Fisco, crea una alta burguesía que vive a todo esplendor en contraste con la antigua clase media reducida ya por la cesantía y otros fantasmas, como el de la edad que avanza y le hace inútil para nuevos sueños. Teillier no quiso salir del país y recibir en el extranjero los mismos favores que recibían otros. Teillier era objeto de una misión de sacrificio no impuesta por nadie, ni siquiera por su conciencia. Teillier es el paradigma del intelectual chileno quemado como un árbol pese a su enorme lucidez e inteligencia. Encapsula su nostalgia, el amor de su tierra, el amor de su gente. El único brasero está en los jóvenes del 1990, que columbran una libertad ya mítica. Jorge la personifica. Para ellos, el poeta lárico es el fuego que intentan mantener en sus corazones, ya sea en la lectura de un verso o en el mediotono de un discurso nocturno que no puede herir a nadie; el poeta, en fin, es la silueta de un ser representativo que deja de respirar justamente con él, con Jorge Teillier, el que ahora es un ser inexistente junto a otras sombras sin rostro que se van borrando con lentitud de la memoria. Desaparece en la nada aquella mesa llena de copas semivacías, de ceniceros, de servilletas que registraban algún nombre de mujer o la sinuosidad de un verso naciente, y las palabras y los silencios en el corazón de una nube de tabaco quemado. En este sentido, Jorge Teillier es la gran figura central -graffitti con aquello que dijo sin pretenciones engoladas: “Algún día seré leyenda”, estando a punto de rendirse físicamente- de la literatura chilena en la agonía de un milenio. Teófilo Cid, Armando Rubio, Rolando Cárdenas, Rodrigo Lira, Martín Cerda, otros, sucumbieron antes de tiempo, haciendo incompletas sus obras, haciendo casi inútiles sus vidas.
Dadas las cosas bajo ese lente, es posible comprender la falta de autoestima en el modo de vivir del poeta lautarino. Pero, también su fortaleza. Reservó todo su valor para la poesía vislumbrando que sólo al permanecer con ella dejaría una herencia, un referente espiritual com-pensatorio a sus hijos, a sus amigos, a todos quienes le quisieron, esos que leyeron detenidamente su obra y la muchedumbre que lo amará en el futuro.

Tal como se dijo en las Meditaciones Preliminares, Jorge Teillier es el fruto del liceo y de la universidad forjados con paciencia y amor a la medida de nuestra nacionalidad y que ahora no exis-te. “Sólo se canta lo que se pierde”, decía Antonio Machado (1875-1939), pensando en sí y en algún joven lejano que tomaría la misma trágica cuerda.
“Para un pueblo fantasma” ( Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1978). Ese pueblo no es el caserío del sur. Son las ánimas que pueblan un territorio. Es la reencarnación del mundo de Juan Rulfo donde todas las voces son de los muertos.

“Estas palabras quieren ser
un puñado de cerezas,
un susurro -¿para quién?-
entre una y otra oscuridad.”

Con “Estas Palabras”, Jorge Teillier inicia los textos poéticos de la primera sección de ese libro que en sí enjuga la tragedia de un pueblo y el destino incierto del poeta que lo habita. La tragedia de Pedro Páramo está en “El viento de los locos”, “Quien ha estado aquí” y otros poemas. El desolado drama de su alma no se expresa con aullidos ni explosiones teatrales, como han hecho otros autores en el verso y en la narrativa nacionales después del Golpe. Como en Rulfo, la poética de Teillier es al silencio, a la fuga, al susurro, a la contemplación de su propia vagancia en un mundo derruido.

Es difícil acostumbrarse a la idea de que todo aquel pequeño mundo aburguesado que se añora es una materia reducida a cenizas en un tiempo relativamente breve del siglo XX. ¿Se puede aceptar ese concepto así como al desgaire? ¿O aquella orgánica trasciende de un pasado, se reformula secretamente y derramará luz en el futuro? Pensamos en las generaciones actuales, que si pueden ser capaces de cristalizar una nostalgia. Pocas esperanzas se tornan posibles debido a la estrechez de nuestra cultura reflexiva, a la destrucción de nuestra identidad, al escaso poder anímico para ir más al fondo de las líneas que ha dejado un escritor bien amado. Y la nueva alienación, tal vez positiva, de la informática y de las comunicaciones, éstas del siglo XXI, ya desplegadas en su cuna. Contra el poderío de las computadoras que someten al mundo a un nuevo feudalismo, está el códice imperecible de la poesía en cualquiera de sus formas. Es la sutil esperanza del espíritu. “Vida eterna posee solamente lo que nunca ha existido”. No lo dice un místico profano. Es un sicoanalista que no tiene más camino, para expresarse, que la poetización del sentido trágico de la creación y de los sueños, transformándose él mismo en un vidente, en el poeta.


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