LA LABOR LITERARIA
por Jorge Carrasco
Se suele preguntar con frecuencia al
poeta sobre su naturaleza. ¿Es un predestinado o un individuo
hecho a fuerza de formación? Se hace aparecer lo uno como
inconciliable frente a lo otro, como si cada una de esas
opciones bastara por sí misma. Pueril error.
Es innegable que ya en los primeros
años de su vida el poeta siente que gravita en su alma una
fuerza que lo sobrepasa y no entiende. Su aguda percepción le
permite acoger las cosas de otra manera y da cuenta de su
sentido manifiesto y sin embargo oculto; ellas quieren
comunicarle algo y el poeta armoniza o no armoniza con ese
entorno. De ese júbilo o de ese desencanto hablarán los
versos, como de una corriente que muestra todo, menos su
origen y su destino.
Y entonces, para darle orden y altura
a ese caos, aparece la formación consciente.
La formación se asemeja a un ser de
muchas caras. Confundirla con academicismo, con educación
oficial, es un error frecuente. Bioy Casares dice que hay sólo
un método para aprender la literatura: el del trabajo infinito
del acierto y el error. En otras palabras, leer, leer y a
sentarse a expresar lo que uno quiere expresar y en la forma
que se desea para tal expresión, o no lograrlo, y volver luego
a lo mismo. Esto mismo lo dice el poeta chileno Gonzalo Rojas
pero en verso: Uno aprende aprende/ de sus propios propios
errores, donde la repetición de palabras alude a lo
interminable de la faena.
Las cosas se perfeccionan por sus
propios medios, ya nos había advertido Shakespeare. En la
literatura, las únicas armas son la lectura constante y la
perseverancia en llevar al papel, ya digerido el cúmulo de
lecturas, lo que se quiere decir. Así de simple y así de
complejo.
Es frecuente recibir de
escritores jóvenes y no tan jóvenes respuestas evasivas,
ridículas por lo repetido, de que ellos no leen por no dejarse
desbaratar, por no perder su colosal llama primigenia. Piensan
que la originalidad es un don inherente a su condición de
elegidos de la mano de Dios: una fuerza vital que se adhiere a
sus espíritus como un molusco etéreo. Con énfasis debemos
decir que no es así. Quien más haya leído es quien más
posibilidades tiene de llegar a una escritura original. Lo que
ellos pretenden obviar es lo pedregoso del camino para
alcanzar, a través de un paso providencial y puntual, la
muelle llanura sobre la cual dejarse estar sin
sobresaltos.
Imaginemos un río al que van a
dar muchos cauces tributarios. Todos esos cauces son los
estilos de los autores que hemos experimentado, y el agua
clara y resumida del río vendría a ser el prodigioso ímpetu
que conduce al chorro original, que mientras más afluentes
tenga mayor será la magnitud de su caudal. Un río torrentoso y
de aguas límpidas que refleja la enorme diversidad de la
ribera y el brillo celestial.
No queda otra que alimentar nuestro
río con la corriente de impetuosos cauces. No hay mejores
aguas que aquellas que nos dan la experiencia y el estilo de
los grandes autores. Hoy, por influencia de Internet, abundan
los ámbitos de escritura literaria. Cualquier aficionado se
cree con derecho a mandar sus escritos, en muchos casos
verdaderos mamarrachos, cuajados de errores de ortografía,
lugares comunes y carentes de la más mínima originalidad.
Verdadera fiesta democrática de la palabra.
Hace poco el filósofo español Julián
Marías afirmaba que la cultura pasaba por leer a los clásicos,
aprender de ellos, y acto seguido afirmaba que había terminado
de leer todos los volúmenes de los Episodios Nacionales de
Benito Pérez Galdós. Veo en esa actitud una gran humildad y a
la vez una incisiva advertencia para aquellos que tras un leve
recorrido creen haber alcanzado el pináculo de sus logros
literarios. El primer deber del poeta, del escritor y del
artista en general es tener conciencia de lo dudoso del
trabajo artístico. En arte es imposible encontrar una verdad
definitiva sobre nada.
Por eso es importante la formación.
El aprendizaje de la literatura no tiene fin. Hasta los
grandes escritores, en el ocaso de sus vidas, se lamentan de
no tener el tiempo necesario para continuar su faena de
búsqueda. Ninguno ha osado decir jamás que alcanzó el estado
de perfección absoluta. Mejor que nadie lo afirma el poeta
portugués Fernando Pessoa: Y así escribo, ora bien, ora mal, /
Acertando con lo que quiero decir / O tropezando; y aquí
me caigo y allá me levanto / Y sigo siempre mi camino de ciego
testarudo.
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