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Luis Alberto Acuña

 

¿Y a usted no le gustan?

Los gatos son maravillosos. De una inteligencia muy superior a la que corrientemente uno se imagina. Hay, es lógico, distinciones individuales. Sin embargo, a un buen porcentaje de ellos se les puede enseñar las mismas cosas.

Son casi humanos: caprichosos; cómodos, egoístas; limpios, elegantes y voluptuosos como las mujeres; hipócritas; zalameros; desdeñosos; con un abismante sentido del ridículo, y de una dignidad a toda prueba. En esto último nos superan con creces.

Son además cleptómanos, no ladrones corrientes, en lo que también se asemejan a nosotros. Porque, un gato puede estar ahíto, como para dejar carne en su plato, pero no desdeña el manjar que sabe no le está destinado si queda al alcance de sus garras.

Con todos esos atributos y defectos no importa entonces que, por travesura o nerviosismo, lleguen a destruir un

JARRON DE PORCELANA CHINA

Sí, alguno de aquellos objetos de arte que, por esos golpes del azar que sólo se dan rarísima vez cuando se vive de esmirriado sueldo, uno puede adquirir en casa de algún anticuario idiota que no sabe lo que tiene.

Yo tuve un gato. Y también un jarrón de porcelana china. Era bello y soberbio; parecía tener alma. No el gato sino el jarrón. Traslúcido, de una sonoridad cantarina. Me enorgullecía su posesión, y quien lo conociese me envidiaba. Me decían que era lo mejor que podía haber adquirido en mi vida y se maravillaban del bajo precio que pagara por él. Lucía su esbeltez en una mesita de arrimo común y corriente, y todos opinaban que era un jarrón como para exhibirlo en un castillo real. Al golpe de mis dedos cantaba con su voz de soprano... y parecía resonar ciertas corcheas mágicas sólo para mí.

El gato..., bueno, he tenido varios. Sin embargo, al último lo recuerdo con un cariño imborrable, quizás porque fue el más listo de todos. Por eso nunca lo reemplacé... y ahora estoy, desde hace algunos años, totalmente solo.

Fue en la época en que Galia vivía conmigo. No, no era mi mujer. De esta última estaba separado y ella no me aceptaba la nulidad matrimonial. Había tenido antes de Galia un par de amoríos promisorios; con todo, ella llegó a ser realmente el gran amor de mi vida. La habría desposado, como ambos lo deseábamos, si hubiese sido libre. Vivimos juntos y felices mucho tiempo... hasta que se fue, y casi inmediatamente el gato también se marchó.

No he vuelto a amar. A lo mejor no podría. Y estoy solo. Ocasionalmente, algunas intrascendentes aventuras con esa clase de mujeres que usted conoce en la calle o en cualquier sitio y a las horas las tiene dentro de un hotel, tragándose al novio muerto años antes o al marido impotente y borracho, o sintiéndose el Adonis del mundo que, con un solo flechazo seductor, derribó todas las barrearas del recato.

Galia fue la mujer a quien más quise y la única que hizo que me sintiera amado. Era poco aficionada a los mininos, de modo que no hicieron buenas migas.

El animal no tenía nombre, no sé por qué. Pasó simplemente a llamarse "Gato". Llegó solo a casa. O sus amos anteriores lo abandonaron o él mismo se alejó, como me dejara también a mí años después. Una noche maulló implorante desde un tejado vecino. Siguió su llanto al otro día y, cuando lo llamé, bajó ronroneando y se restregó contra mis piernas. Muy flaco y ordinario, de sucio pelaje ceniciento, quizás cuánto tiempo a medio comer y sin nadie que se preocupase de él. La única gracia que tenía era su mansedumbre y su gran tamaño.

Engordó muy `pronto y, con los baños tibios, su pelaje adquirió la suavidad de la piel de Galia, a quien conocí mucho después.

A ella no le agradaban los gatos, pero por mí lo toleraba dentro de la casa cuando yo me encontraba allí. El felino entendía perfectamente la situación y, según ella me contara, no hacía el menor intento de entrar, permaneciendo en el patio o en el tejado hasta sentir mi llegada. Entonces ingresaba a recibirme, con su paso olímpico, seguro de sí mismo, sin mirarla siquiera. Pronto supo también que, al llover, Galia lo dejaría secarse el pelaje húmedo junto a la estufa.

La fue conquistando de a poco. A la lluvia sumó los días muy fríos de invierno y los demasiado calurosos del estío; los primeros para acurrucarse cercano a la lumbre y los últimos con el fin de estirarse cómicamente en los baldosines plásticos de la pieza más fresca.

Se dio cuenta, desde un principio, que le estaba permitido, en días ordinarios, acercarse hasta la cocina para recordar que se habían olvidado de su alimento. Sin embargo, al recibirlo se retiraba al punto, caballerosamente, en previsión de ofensa a su dignidad, traducidas en gritos o escobazos.

Tiempo después ella, vencida, le permitió deambular por toda la casa, echar su siesta sobre los cojines de los sillones, sentarse en las sillas del comedor, en fin, todo menos subirse a la cama. Estando yo presente sí que lo hacía, y también se acurrucaba a mis pies a acompañar mis raras siestas a solas. Pero, cuando ella y yo nos acostábamos, sabía que los pìes de la cama le estaban totalmente vedados.

Al estar servida la mesa, los gatos se sobajean en las piernas de los contertulios y piden ser considerados. Instálanse muy circunspectos en una silla vacía mirándolo todo, a pesar de entrecerrar los párpados simulando distracción. Si uno tiene la mala costumbre de retrasarse, un gato inteligente acude al primer llamado y ocupa justo la silla frente al plato humeante. Al menor descuido tienen sus manos sobre la mesa, una sola primero, después la otra... pero nada más. ¡No vaya a pensarse en malas intenciones! El hecho de que alarguen disimuladamente una de sus garras no debe inspirar desconfianza, máxime si avanzan de a poco, entre vuelta y vuelta de la dueña de casa. Observan por el rabo del ojo alguna mirada inquisitiva y permanecen estáticos, haciéndose los desentendidos, o bien retiran levemente su mano maestra. La delicadeza con que, finalmente, cogen el bife y lo arrastran al suelo, nada tiene que ver con sus huidizas actitudes posteriores.

Gato también sabía saltar. Enlazaba yo mi mano derecha con la izquierda formando un aro delante del animal. Las primeras veces intentó pasar por debajo o por arriba; al impedírselo moviendo la barrera de mis brazos, instintivamente saltaba. Aprendió muy pronto mis pretensiones por los premios en caricias, y después lo hacía sin problemas, orgulloso de que celebraran su habilidad. A los pocos días de aprendizaje el aro de las manos lo situaba yo a alturas considerables: sesenta u ochenta centímetros... y Gato elegantemente saltaba.

Cuando la ventana del vestíbulo estaba cerrada, el animal esperaba que uno pasara por el lugar para, con un característico llanto corto y repetido, insinuar sus intenciones de salir. Ya abierta la ventana, daba un salto elegante y elástico, de través, para no pasar a llevar el jarrón que resplandecía en la mesita de arrimo.

Los pequeños felinos quieren la totalidad del cariño para ellos. Todo el mundo ha visto como se ponen de celosos en cuanto se acaricia a un niño. Y también a una mujer. Yo a veces lo olvidaba, cuando traveseaba con Galia hasta que nos rendíamos mutuamente de amor. Nunca que Gato presenció estas escenas se hizo el desentendido: echado, con la cabeza erguida, nos observaba un rato, para marcharse pronto con aire desdeñoso y ofendido, sobre todo si rodábamos por la alfombra. Nunca se asustaba de las risas y los gritos, ni de los movimientos bruscos. Se iba con arrogancia y un sí es no es de desprecio en sus gestos y en sus ojos amarillos.

El día anterior al que él se marchara para siempre mi vida se vació de un golpe. Viajaba, como tantas veces, y regresé a casa por haber perdido el tren. Quizás los vidrios muy limpios hicieron pensar al animal que la ventana estaba abierta. Entonces, al saltar, se estrelló en los cristales y se vino al suelo sin poder controlar su equilibrio o tal vez se asustó al sentir la llave girar en la cerradura de la puerta, produciéndose el mismo efecto. No sé. El resultado fue que, en el momento de entrar, sentí el estrépito del jarrón de porcelana china haciéndose añicos en el suelo. Y vi como el gato huía, temeroso de lo ocurrido. Al punto estuve en el dormitorio.

No me sintieron llegar. Permanecí de pie en el umbral de la habitación, mudo, mientras el planeta entero se iba fundiendo, y el hombre se vestía rápidamente, temeroso, sin quitarme los ojos de encima. Cuando quedamos ella y yo solos, sin verlo, supe que Gato desde alguna parte nos observaba.

¡Qué noche aquella! Noche de silencios y de gritos, de llantos y de juramentos de amor, de imploraciones mesiánicas, y de posesiones extremas, como si el mundo se fuera a terminar.

En cuanto llegó la primera tregua, el reposo obligado del guerrero, Gato saltó a los pies de la cama y esta vez no se le echó de allí. Después, al volver, las furias amorosas, se bajaba y esperaba quieto el siguiente descanso para volver a trepar.

Creo que no abrí la boca o hablé muy poco. Casi al amanecer, cuando ella despertó y me acariciaba, llorando quedamente, mientras yo fumaba sin cesar e insomne, le dije que no podía pegar sus pedacitos, que el jarrón de porcelana china se había hecho añicos en un solo instante tan largo como toda una existencia. Que se marchara con su amante o con quien fuese.

Como al mediodía, Gato también se fue. Yo estaba sentado en el sofá del vestíbulo, sin afeitar, con el cenicero repleto de colillas y un sabor amargo en la boca.

Apoyado en sus patas traseras, sin maullar, respetándome, estuvo quieto unos minutos, clavando su vista alternativamente en mí y la ventana, hasta que logré alzar mi cuerpo de mercurio y abrí una hoja. Entonces Gato saltó al alfèizar, con su felino y elegante movimiento de través, pasando como de costumbre a escasos centímetros del jarrón, sin tocarlo.

Pero, ahora no había de bajar enseguida al suelo. Después de reestablecer el equilibrio y acomodarse, volteó la cabeza y me miró largamente con sus ojos amarillos.

Tal vez tuvo razón cuando me dijo: "Me voy, te dejo. Mi agradecimiento es eterno y te he querido mucho, pero no deseo correr el riesgo de terminar también sepultado en el jardín".

 

 

 


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