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LOS TOLENTINO FLORO

DE LAS PAMPAS PATAGÓNICAS

 

Por Eugenio Mimica-Barassi

 

 

Puede de que el título de este artículo resulte un tanto extraño y por qué no hasta extemporáneo. ¿Quiénes son los Tolentino Floro?, se preguntará más de alguno. Para tener una respuesta inmediata hay que conocer la última obra del pampino Hernán Rivera Letelier. Nos referimos por cierto a la novela "Los trenes se van al purgatorio". En ella aparece un árbol, un árbol mágico inserto en la soledad y la inmensidad del desierto. Es un pulmón verde, resinoso, balsámico, ante tanta horizontalidad, ante tanta sequedad y ambiente de limbo sempiterno, como son y serán todos los limbos.

Tolentino Floro es precisamente el nombre de ese árbol que Rivera Letelier insertó (o injertó) en su ambiente ferrocarrilero. Nacido al amparo de una prostituta, Alma Basilia, es ese mismo pulmón verde quien al final de la novela le devuelve la mano a su cuidadora, según versión de un cuentacuentos que va en aquel tren, el longino, uniendo en una imposibilidad de tiempo y espacio las estaciones de la pampa desértica. Buen recurso. Allí está, para matizar las arenas; allí está, para que los cansados ojos terrosos de los pasajeros del tren tengan un recreo a su atiborrado y anecdótico viaje. Y está allí, como una estación aparte a la de aquella de Resurreción, o como ocupante solitario de un vagón exclusivo, adosado a los carros del longino, para quedar finalmente como última huella, como última señal de lo que no es ni nunca volverá a ser: el mundo mágico (y no por mágico indoloro) de las salitreras del norte de Chile.

Cuando leímos "Los trenes se van al purgatorio" no pudimos dejar de asociar ese árbol con los nuestros, los que fuera de contexto, arrancados de los bosques, jalonan la pampa patagónica y fueguina. También los tenemos, y aunque personalmente no hayamos visto ninguna inscripción en sus troncos añosos ello no asegura que acaso no las posean. Tal vez ningún "se aman eternamente" se alcance a leer en esos leños vencedores de la soledad. Pero imaginamos sí a otras Alma Basilia, a otros "Almo Basilio", cuyas manos se dedicaron algún día lejano a cuidarlos y protegerlos.

Los Tolentino Floro fueron plantados en plena pampa austral por esos pioneros rurales, que desearon ver un verde distinto y profundo cada mañana al despertar. Fueron plantados para rebajar el amarillo agotador de los coironales y el gris casi alumínico de los cielos magallánicos. No crecieron para otorgar sombra ante la presencia de un sol abrazador, sino para ayudar a protegerse del viento, de los temporales, de las nevadas. Pero un día se quedaron solos. La casa vieja pionera ya no está; el hotel rural tampoco, y ahora se ven desnudos, náufragos, en medio de la pampa ondulada, cuando no lisa como tabla.

Allá hay un ciprés Tolentino Floro, en Tierra del Fuego, en lo que alguna vez fuera todo bullicio y animación de Puerto Nuevo, entre Porvenir y San Sebastián. Y a la vera del mismo camino, kilómetros más al Este, hay otros cipreses esteparios, empalizando los restos de una base de cemento de lo que fuera el hotel de Cañadón Grande. Y están los de las poblaciones petroleras hoy fantasmagóricas de Manantiales y de Cullen, y por cierto el aislado en el igual de aislado camino a Río Verde, ya en el continente. Todos con sus ramas hacia el Este, todos hacia donde los Selk'nam, los desaparecidos indígenas fueguinos, decían que venía la palabra. Por el Oeste, en cambio, se muestran raleados, grises, desprotegidos a causa del viento de porfiada insistencia. Son las dos caras de una moneda. Por un lado la vida, por el otro la muerte, asechando y queriendo abatirlos. Son la imagen instantánea de la vida magallánica. Son la lucha por sobrevivir.

Cada vez que pasamos al lado de ellos, en nuestros viajes por la pampa austral, nos estremece tanta obstinación, tanta voluntad por mantenerse erguidos, a pesar de las adversas condiciones climáticas. Por allí un chubasco primaveral les renueva las ganas de continuar aferrados como atalayas de un tiempo perdido, fuera de su propio tiempo; por allí una nevada los vuelve canos en pleno invierno, en pleno otoño, y algunas veces, sin exagerar, en pleno verano. Pero les llega rápido el verdugo viento, irreverente y polar, como queriendo agotarles la paciencia, como deseando arrancar a esos intrusos de sus dominios. Y nos preguntamos entonces hasta cuándo resistirán, hasta cuándo un vendaval definitivo los arranque de cuajo, les mine sus largas raíces implorantes, y se conviertan en escombros donde ya, cualquier posible inscripción amatoria, quede sepultada para siempre, sepultando con ello parte irrecuperable de una historia, y por qué no, también un par de células más de nuestra propia porfía como habitantes en el sur del sur.

 

Punta Arenas, 30 de agosto de 2000.

 


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